Fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien más acababa de entrar en la sala. Alguien que no miraba a la pantalla, sino que la miraba a ella. Victoria se tapó la boca con la mano para no gritar, porque allí, en aquella sala llena de gente que nada sabía de ella, ni de Jan, ni de Arvid Soderman, ni de todos los hilos que había tenido que mover la suerte para cambiarle la vida, estaba Douglas Faraday.
Él sonreía. Los ojos de Victoria se llenaron de unas lágrimas en las que estaba el recuerdo de Jan, pero también todas las esperanzas depositadas en la vida después de aquel momento. Se miraron durante unos segundos y Victoria tuvo la sensación de que todo su destino estaba contenido en ese instante. La música arreció y en la pantalla aparecieron, como punto final, las escenas rodadas por Arvid Soderman, que provocaron una nueva oleada de aplausos. Victoria prefirió pensar que aquellas palmas acompasadas no sonaban sólo en honor a Greta Garbo, sino que eran un tributo secreto a todo el valor que Douglas Faraday había tenido que reunir para estar allí, mirándola, con aquella sonrisa tan parecida a la sonrisa de Jan. Le recordó a él, por supuesto, y deseó más que nunca que estuviese vivo. Recordó Londres, y Oxford, y recordó a Arvid Soderman, que había pasado por el mundo reivindicando la obligación de ser feliz en cualquier circunstancia. Tomó aire y se volvió hacia Herder van Halen para susurrarle al oído.
—Querido… hay algo que tengo que decirte… no voy a volver a Nueva York.
Mezclada entre el público, frunciendo el ceño, Solange hablaba en susurros por su móvil.
—Shirley… oye… No sé qué está pasando aquí, pero Herder está poniendo una cara muy rara… y la tía Vi no quita ojo a un viejales muy guapo… un tipo que acaba de entrar… y que, por cierto, se parece bastante a papá…