—¿Quiere saber qué me regalaron en mi boda? En mi primer matrimonio, muchas cosas prácticas: vajillas, cuberterías, juegos de sábanas… las cosas que necesita una pareja joven.
—Se llamaba… ¿Jenny?
—Sí. Estaba loco por ella. Fui el novio más feliz de la historia. Aquello no duró mucho, por desgracia. Tuvo un accidente de coche tres días antes de nuestro quinto aniversario de boda.
—¿Y… su segunda mujer… Deirdre?
—No pronuncie ese nombre sin comprobar que hay cerca una ristra de ajos… o una estaca de madera.
—Caramba, Douglas… ¿Y por qué se casó?
—Porque me sentía solo. Fue Deirdre como podía haber sido otra. Una gran lección, por otra parte: aprendí a la fuerza que una compañía equivocada es mucho peor que cualquier variante del aislamiento.
«Un tipo práctico. Alguien capaz de enmendar sus errores con toda naturalidad. Es usted un ejemplo, señor Faraday.»
—¿Y usted, Victoria? ¿Por qué sigue casada?
El rostro de Victoria reflejó un profundo desconcierto al tiempo que se teñía de un rubor indomable. «¿Cómo demonios sabe…?»
—Perdone… Jan… Bueno, Jan me dijo… Oh, por Dios, no puedo creer que le haya preguntado eso…
Victoria se rió. La tribulación del señor Faraday le pareció más divertida que cualquier sentimiento provocado por la sorpresa que acababa de llevarse. Él seguía disculpándose, pero la risa de Victoria sirvió para desdramatizar el momento.
—Acabo de traicionar todo lo que soy, Victoria, mi buena educación… mis principios… Incluso a mi ADN. Un verdadero inglés jamás se hubiese atrevido a mostrar interés por algo tan privado…
—Quizá no es usted un verdadero inglés…
—Espere, tiene razón… Cuando era pequeño tenía miedo de ser un niño adoptado… Quizá mis padres me trajeron de cualquier otro lugar… de alguna isla perdida poblada por seres indiscretos y maleducados.
Victoria volvió a reírse. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Y era un alivio saber que las cartas estaban boca arriba. Le pareció oír la voz de Jan: «¿Desde cuándo eres tan transparente, chica?»
«Oh, al cuerno con todo…»
—¿De verdad Jan le habló de mi matrimonio?
—Sí. Me dijo que no estaba usted contenta.
Se quedó un rato pensando, con la mirada fija en las suaves colinas que se adivinaban a lo lejos.
—Pues, Douglas, su hijo tenía razón.
Londres había quedado atrás, y el tren empezaba a aventurarse por los primeros paisajes de la campiña. Para cambiar de tema, Douglas se sintió en la obligación de glosar las bellezas del campo inglés. Le habló de los pueblos de Surrey, de las aldeas idílicas de la zona de Oxfordshire que Arvid Soderman recorría en busca de antigüedades a precio de ganga. Victoria escuchaba, sonriendo. La mención de Arvid parecía haberle devuelto el buen humor.
—¿No tiene una fotografía? De Soderman, quiero decir… Lo ha descrito tan bien que me gustaría ver alguna imagen suya.
Douglas Faraday dibujó una sonrisa exactamente igual a la de Jan.
—No estropee la sorpresa… Le dije que el viaje merecería la pena. No le haría perder la jornada en Londres sólo para comer en un
pub
y visitar un colegio. —Consultó su reloj—. Ya falta poco. Llegaremos a Oxford en veinte minutos.
Tomaron un taxi para ir al centro. En verano, Oxford es un hervidero de turistas y estudiantes de idiomas que, durante un par de meses, juegan a ser miembros de una universidad mítica. Pero el Oxford del mes de agosto es sólo un mal remedo de la ciudad durante el curso académico, con sus clases magistrales, los seminarios en la Institución Tayloriana, las tardes en la Biblioteca Bodleian, los conciertos del Sheldonian, los recitales en las capillas, las conferencias de premios Nobel y aquella fauna particular de profesores togados y alumnos henchidos de orgullo, que se pasean por las calles soñando con el futuro —mezclados sólo a medias con el pueblo:
«The town and the gown»
—mientras dan gracias al destino, que les permite formar parte de una comunidad académica legendaria.
—Bueno, ¿por dónde empezamos? ¿No tenía usted que ir a algún lugar a ver a su clienta?
—Así era. Pero la señora Coleman llamó esta mañana para anular la cita. —Faraday hizo su declaración mirando hacia el suelo.
—Pero entonces…
—No me pareció un motivo para suspender el viaje… Hubiese sido una pena que se marchase de Londres sin ver lo que quiero mostrarle…
—Por no hablar de su College…
La risa bailó en los ojos de Faraday.
—Por supuesto… Y, ya que lo ha mencionado, ¿le parece que empecemos por allí y dejemos lo mejor para el final?
Justo en ese momento las campanas de una iglesia sonaron para marcar las once de la mañana. Fue como si aquel tañido hubiese llenado de gozo la ciudad entera.
—Las campanas de la Magdalena —dijo Faraday—. Recuerdo la primera vez que las escuché con atención. Llevaba ya dos meses en Oxford, pero había estado demasiado ocupado para caer en la cuenta de que vivía en un lugar muy hermoso. Había pasado el día estudiando en la biblioteca Tayloriana, y salí de allí cuando las campanas daban las tres de la tarde. Justo en ese momento empezó a nevar… No había nadie por la calle, estaba yo solo, con toda la ciudad para mí, las campanas sonando, la nieve empezando a cuajar… Miré a mi alrededor, y por primera vez desde que estaba en Oxford fui consciente de la belleza de los edificios, de esta iglesia, de los colegios… Fue… fue como una revelación. Han pasado cuarenta y tantos años y recuerdo perfectamente lo que sentí en aquel momento. Una verdadera epifanía. Ríase, ya sé que suena tonto.
—¡No! Me encanta cómo cuenta las cosas… Jan era exactamente igual que usted, un chico capaz de emocionarse con las campanas de una iglesia. Nadie en sus cabales se reiría de algo así. —Pareció dudar antes de seguir hablando—. No sabe cuánto me alegro de haber venido.
Y, para rubricar sus palabras, siguiendo una repentina inspiración cuyo recuerdo le haría temblar las rodillas durante mucho tiempo, Victoria enredó con su brazo el brazo de Douglas Faraday y así, enlazados, llegaron a las verdes praderas del Christ Church.
Si Victoria había esperado que el padre de Jan fuese uno de esos ex alumnos corporativistas que salen al mundo como si estuviesen obligados a difundir eternamente las bondades de su antigua alma máter, se equivocó. Douglas Faraday le mostró el colegio bajo la óptica de un observador imparcial, capaz de señalar a la vez la delicadeza de la fuente de Mercurio y la extrema frialdad de los corredores, que era una tortura recorrer en invierno. Hablaba sin nostalgia de su etapa de estudiante, de la que recordaba con la misma intensidad el bello espectáculo de la catedral bajo la helada que las tristes colaciones servidas en el inmenso comedor presidido por los dibujos de Alicia y el espíritu de Lewis Carroll. No parecía particularmente emocionado al recorrer otra vez los escenarios de su juventud, el marco en el que había vivido durante una época perdida que no podía recuperarse. Aquel colegio había sido su residencia, no su hogar, y lo mostraba con el escaso orgullo con el que un cocinero sirve un plato que ha guisado otro: como si toda aquella belleza no tuviese nada que ver con él. Esa forma de distanciarse de las cosas materiales era también muy propia de Jan, pensó Victoria, y se dijo que ni siquiera habiendo crecido junto a él hubiese podido parecerse más a su padre.
—Venga por aquí.
Había un cartel en el que se prohibía el paso muy claramente. Aquel pequeño jardín de césped liso y bien cortado —ni un trébol, ni una margarita, ni una mala hierba— separaba la zona privada del colegio de la abierta a los turistas que peregrinaban al Christ Church durante el verano en busca de las huellas de sus huéspedes más ilustres.
—¿Privilegios de antiguo alumno?
—Algo así. Un viejo amigo es miembro del
college
y le he dicho que le haríamos una visita. Nos espera en su despacho.
Faraday hizo sonar dos veces un antiguo llamador de bronce. La puerta de madera se abrió con un chirrido, y Victoria se sintió partícipe de un fugaz regreso en el tiempo. Desde las sombras de un despacho se erguía, amistosa, la figura de Lyndon O'Rourke, profesor de Lengua y Literatura Inglesa y
fellow
de Christ Church College.
—¡Douglas Faraday! Ya me explicarás qué buen viento te trae a Oxford. Llevo siglos sin verte por aquí. —Se volvió hacia Victoria—: Ignora las cenas de antiguos colegiales, desprecia las competiciones de veteranos… Ni siquiera asiste a la Oxford Cambridge… Como ex alumno es un verdadero fracaso.
Esperó a acabar su corta lista de reproches para tender la mano a Victoria.
—Soy Lyndon. Y usted es Victoria van Halen.
—Encantada.
—Soy yo quien está encantado, si ha conseguido arrastrar a Douglas hasta Christ Church. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez, Doug? ¿Cinco años?
—No tanto.
—Que sean cuatro y medio. —Se volvió a Victoria—: Me llamó ayer porque quería enseñarle a usted el colegio, y las habitaciones privadas de los profesores son parte del espectáculo.
—Lyndon…
—Y yo también, Victoria. Soy un arquetipo: un profesor viejo y solitario en una rancia universidad inglesa que vive entre libros intentando inculcar un poco de sabiduría a unos jóvenes cada vez menos interesados por cualquier cosa que pueda enseñarles. Vamos, pasad. Tomaremos un jerez, ¿eh? Nunca bebo cuando estoy solo, y a lo mejor por eso me gusta tanto recibir visitas. Esto está muy aburrido durante el verano. Sólo malditos turistas y cientos de zoquetes intentando aprender inglés. Por lo demás, Oxford es un erial. Hasta las bibliotecas están cerradas. Pero poneos cómodos.
El despacho olía a cuero y a ceniza. A papel mojado. Olía a humo de cigarro y a jerez seco, a té con leche, a tinta de pluma, a madera, a alfombra vieja. Olía a muchos años de trabajo, de lecturas, de exámenes corregidos, de reuniones tutoriales con alumnos. El escritorio casi desaparecía bajo una gruesa capa de libros abiertos y papeles garabateados.
—Soy muy desordenado —confesó el profesor Rourke.
—Yo también —lo consoló Victoria—. Y, por principio, desconfío de las mesas de trabajo en las que no hay papeles.
La cara de Rourke se iluminó con una sonrisa.
—Me gusta tu amiga, Doug. Me ha dicho que da clase en Estados Unidos. Es española, ¿no? Tengo tres alumnos españoles. Buenos chicos. Eh, Doug… ¿Cómo está Deirdre?
—Lyndon, nos separamos hace años.
Él se dio una palmada en la frente y se volvió hacia Victoria.
—¿Ve como hace siglos que no nos vemos? Por cierto, enhorabuena, muchacho… Tu mujer… ajá… tu ex mujer… era una verdadera bruja. Vamos a brindar por ella, ¿eh? Que le queden muchos años por delante para amargar la vida de algún otro pobre idiota. No te ofendas, Doug. Lo digo con respeto, ya lo sabes…
Pasaron con Lyndon Rourke una hora delirante. El profesor era un personaje extraordinario, que en unos minutos puso a su invitada al tanto de todos los detalles del funcionamiento de la universidad y su trabajo en el Departamento de Literatura, pero también le habló del Douglas Faraday que él había conocido y de los años que habían pasado juntos tras los muros del
college.
Habló de aventuras galantes, de inofensivas borracheras, de campeonatos de remo… Rourke hilaba unas historias con otras y ponía la mímica al servicio de la narración en un alarde de expresividad inconcebible en un inglés. Victoria no pudo evitar comparar aquel divertido ejercicio de nostalgia con las aburridas conversaciones que mantenían los antiguos condiscípulos de Herder en Brown.
«¿Y eso qué tiene que ver? ¿Por qué te acuerdas de Herder precisamente ahora?»
El profesor Rourke se despidió de ellos pasadas las doce.
—Tengo una absurda comida familiar… Mi hermano y mi cuñada están convencidos de que soy un pobre desdichado y me invitan a almorzar cada dos por tres. Creen que no tener familia es como padecer algún tipo de invalidez… Ah, con lo bien que estaría yo en mi casa con un bocadillo… O yéndome a comer con vosotros por ahí.
—Llame a su cuñada y póngale una excusa. Pensaré algo si quiere, soy muy buena en eso.
—Gracias, Victoria, pero entonces tendría que ir a cenar, y a partir de las nueve prefiero no existir para nadie. —Le tomó la mano y se inclinó para amagar un beso caballeresco—. Me ha gustado mucho conocerla. ¿Volveremos a vernos?
El despiste de Lyndon Rourke no le permitió darse cuenta de la mirada fugaz que intercambiaron Douglas y Victoria.
—No lo creo, profesor. Me marcho mañana. Pero le dejaré mis señas por si alguna vez viene a Nueva York. Ha sido un placer.
Salieron. Hacía uno de esos extraños y preciosos mediodías del verano inglés en que la lluvia ha renunciado a aguar la fiesta y el sol brilla con una rara plenitud. Empezaba a hacer calor y el cielo azul marcaba una hermosa frontera con el verde intenso de los árboles.
—¿Qué le ha parecido?
—Un hombre encantador. Y tan divertido…
—Me alegro de que lo haya pasado bien. Y ahora, vámonos a comer al
pub
antes de que se llene de turistas. Ayer reservé la mesa, no quería acabar comiendo en la barra.
Una mesa reservada. La vista al colegio, la copa de jerez en el despacho de un profesor… Douglas Faraday había preparado aquella excursión con tanto esmero que más bien parecía una cita.
«Ni se te ocurra pensar cosas raras. Ni se te ocurra, Victoria. Y recuerda siempre que te vas mañana.»
Pero, entretanto… ¿Qué había de malo en pasarlo bien?
Porque era eso lo que estaba haciendo. Divirtiéndose como llevaba siglos sin hacer.
El Eagle and Child estaba lleno de gente, pero gracias a la previsión de Douglas Faraday tenían una mesa cerca de la salida al jardín trasero.
—¿Le gusta?
—Mucho.
—Lo habrá visto en media docena de películas. Ahora, en agosto, está un poco descafeinado, pero debería verlo en invierno, con menos parroquianos y la chimenea encendida, mientras hace frío fuera. Cuando llueve, es una bendición refugiarse aquí. Los
pubs
pierden encanto con el buen tiempo. Dígame qué le apetece tomar.
—Cualquier cosa. No tengo mucha hambre.
—La sopa de almejas está buena… ¿Quiere cerveza o prefiere vino?
—Pídame una
stout.
Hace años que no bebo una.
Les trajeron dos pintas de cerveza cubiertas de una espuma amarga y cremosa. Victoria levantó la suya con un guiño.