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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (37 page)

BOOK: La vida después
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—Soderman se adaptó bien a la vida en Londres. Hizo amigos enseguida. Mis abuelos temían que la pérdida de Erich pudiera convertirlo en un ser solitario, pero no fue así. Recuperó el gusto por la vida social. Iba al teatro, a cenar, a algunas fiestas… Conocía a todo el mundo y todo el mundo parecía conocerle a él. Mi padre decía que había en Soderman algo irresistible, una especie de simpatía sobrenatural que fascinaba a quien lo trataba. Así que, igual que en su etapa sueca, lo mismo que en Berlín, encontró otra vez su lugar en el mundo. Y entonces Alemania invadió Polonia, y los ingleses entraron en guerra contra Hitler. Soderman lo celebró como si las tropas de su majestad estuviesen cobrándose su propia venganza sobre el Tercer Reich. El bueno de Arvid estaba seguro de que Inglaterra iba a aplastar como a una nuez a los soldados del Führer.

Los Faraday estaban convencidos de que la guerra no iba a afectar excesivamente a su vida diaria. Henry Faraday era demasiado mayor para ser movilizado. En cuanto a su hijo veinteañero, tenía un defecto congénito en la vista que lo incapacitaba para servir en el ejército. Posiblemente, las ventas de la tienda se resentirían… pero en cambio podría ser el momento de hacer buenas compras. Arvid intensificó su actividad de captación de nuevos proveedores, y se encontró con que muchas personas estaban dispuestas a desprenderse de sus posesiones, pues pensaban que la guerra iba a durar eternamente y que el dinero en metálico valía más que todas las exquisiteces del mundo. Los más pesimistas estaban seguros de que las tropas de Hitler acabarían llegando hasta el mismo Londres, así que era preferible vender de cualquier forma las alfombras persas y las arañas de cristal antes de que acabasen adornando el salón de algún oficial de las SS. Cuando en el verano de 1940 la aviación alemana empezó a bombardear la ciudad, Arvid Soderman prácticamente tuvo que correr entre los proyectiles para poner a buen recaudo los centenares de objetos valiosos que había comprado a bajo precio en menos de dos días.

—Cuando los bombardeos se intensificaron, mi abuelo decidió dejar Londres y trasladarse a Oxford. Los Faraday procedemos de esa zona, tenían una casa en la ciudad y además mi padre estaba estudiando en Christ Church College. La tienda se cerraría durante un tiempo, y eso fue lo que debió de decidir a Soderman a acompañarles. ¿Sabe que se empeñó en trasladar parte del almacén a su nueva residencia? Él mismo condujo los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades a bordo de un camión donde viajaban un montón de cajas que contenían las piezas más valiosas de Faraday's Things.

Los Faraday se instalaron en la casa que poseían en Banbury Road, y convencieron a Soderman para que ocupase la buhardilla del edificio, que tenía una entrada independiente y podía utilizarse como pequeño apartamento. Arvid decoró su nueva vivienda con parte de los objetos que había insistido en poner a salvo de las bombas alemanas. Aquel desván —un dormitorio, un pequeño salón, un cuarto de baño mínimo y una cocina diminuta— se convirtió para Soderman en un remedo en miniatura de su casa natal de Estocolmo, con aquella abigarrada profusión de piezas primorosas que impedían poner la mirada en algo que no fuese indiscutiblemente bello. Así pasaron más de cinco años. Luego, cuando acabó la guerra y los Faraday decidieron volver a Londres para reabrir la tienda y recuperar sus vidas, Soderman sorprendió a todos comunicando que había decidido permanecer en Oxford. Por supuesto que viajaría a Londres un par de veces por semana, pero prefería establecerse allí, en el corazón de la ciudad universitaria, y recuperar cierta independencia. Además, o mucho se equivocaba o las cercanas colinas de los Cotswolds estaban salpicadas de casitas que merecería la pena inspeccionar ahora que la guerra había cambiado el sentido de muchas cosas.

—Siempre pensé que Arvid había decidido quedarse en Oxford para facilitar la incorporación de mi padre a su puesto en Faraday's Things. En 1945 tenía veintiséis años, había acabado sus estudios y planeaba casarse con la que luego sería mi madre. Así que el señor Soderman permaneció en su buhardilla de Oxford, a una distancia prudencial de Londres y de la tienda.

Douglas Faraday buscó su taza de té y apuró su contenido, que debía de estar helado. Victoria pensó que estaba dando por terminada su narración.

—Pero ¿y la película?

—¡Cuánta impaciencia, Victoria! Quería ponerla en situación, pero veo que no le interesan los detalles.

Ella lo miró enarcando una ceja.

—No me fastidie… Claro que me interesan, pero no…

Alguien llamó tres veces a la puerta, y un segundo después de que el señor Faraday dijese «adelante», la cabeza de la señorita Starck se introdujo en el despacho.

—Ah, está aquí… Pensé que no iba a venir esta tarde.

Ni siquiera miró a Victoria, que se enfadó consigo misma al reconocerse vagamente incómoda. «¿Qué me importa a mí esta mujer?», pensó, aunque enseguida se dijo que lo que le molestaba era que hubiese interrumpido el relato del señor Faraday.

—Buenas tardes, señorita Starck. No sé si recuerda usted a la señora Van Halen… Estuvo aquí el otro día.

La recién llegada dedicó a Victoria un seco movimiento de cabeza y una mirada que hubiese podido helar la mitad de la corteza terrestre. Ella no se dio por aludida y le dedicó una sonrisa radiante. Era algo que se le daba muy bien cuando quería: desconcertar al contrario con una dosis extra de amabilidad. La señorita Starck frunció el ceño y se volvió hacia Faraday.

—La señora Coleman va a venir a buscar un regalo… Se casa su nieta. Quería que usted la ayudase a escoger algo bonito.

Victoria no conocía de nada a la nieta de la señora Coleman, pero apostó cualquier cosa a que a la novia le gustaría mucho más que su abuela le entregase un sobre lleno de libras esterlinas que cualquier chirimbolo de una tienda de antigüedades. Qué manía tiene la gente de regalar las cosas que les gustan a ellos, pensó, y de inmediato notó una corriente de antipatía hacia aquella abuela desconsideraba que, por lo visto, iba a interrumpir su charla con Faraday. Iba a ponerse de pie y a despedirse, pero el anticuario no se movió.

—Señorita Starck, seguro que usted puede atender a la señora Coleman tan bien como yo. Tengo la intención de tomarme la tarde libre…

—Bueno, pensé que estando usted aquí…

—La señora Van Halen y yo estábamos a punto de marcharnos. —Dirigió a Victoria una sonrisa, y ella tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de indiferencia—. ¿Salimos ya? Se nos hará tarde…

¿Tarde? ¿Tarde para qué? Victoria se sorprendió pensando que le daba exactamente igual. Pensar que la señorita Starck no había conseguido interrumpir la fiesta provocó en ella un pinchazo de alegría. Era una sensación extraña… como la de la adolescente que de pronto se entera de que le han levantado el castigo y le permiten ir al baile.

«Menudas tonterías se te ocurren últimamente, chica.»

Recordó la película, y a Greta Garbo. Para eso había ido allí, para eso se había citado con Douglas Faraday. No podía marcharse sin conocer el final de la historia, por mucho que la señorita Starck se empeñase en aguarle la diversión. Salieron de la tienda taladrados por los ojos gélidos de la ayudante.

«Y a mí qué me importa.»

—Puede decir lo que está pensando. Cuando quiere, la señorita Starck es extremadamente antipática.

—¿De dónde la ha sacado, Douglas? Parece tan… gótica…

—Regalo póstumo de mi ex mujer. Era amiga suya, y cuando aún estábamos casados insistió para que le diese un empleo. No me arrepiento, que conste. Es la persona más eficiente que pueda imaginarse. Pero le gusta tenerlo todo bajo control.

«Incluso a sus amistades», iba a decir Victoria, pero se calló. Además estaba de excelente humor.

—Bueno, y ahora… ¿a dónde vamos?

—Al Garrick, si le parece bien. He quedado allí con unos amigos para ir al teatro, pero aún tenemos un par de horas. Ah, mire, ese taxi está libre.

«Ha quedado con unos amigos.» Había colocado a Douglas Faraday la etiqueta de hombre solitario, y la idea de verlo formar parte de un grupo la desconcertaba un poco. Se sintió muy tonta… ¿Por qué no iba a tener el padre de Jan una vida social? No era tan mayor. Era una persona agradable, de eso no cabía duda… Muy educado, buen conversador, incluso simpático. Y se conservaba más que bien. A buen seguro, todo un enjambre de atractivas solteras, divorciadas y viudas revoloteaban a diario alrededor de él igual que en otro tiempo lo habían hecho en torno a su hijo… ¿Sería Douglas un Casanova entrado en años, como lo hubiera sido Jan de no haberse casado?

«No serás capaz de preguntarle eso, Victoria Suárez…»

Se instalaron en uno de los bares del club. A aquella hora, las cuatro de la tarde, el Garrick estaba bastante más animado que la noche anterior.

—Voy a pedir un té completo… ¿Le apetece?

En un segundo, ante los ojos de Victoria se organizó un admirable despliegue de sándwiches de pepino y de salmón, pastelillos franceses, bollos de pasas, crema y mermelada de fresa, y un aromático
earl grey
que sirvió el propio Faraday.

—Muy bien… Le estaba contando que Soderman decidió quedarse en Oxford y usted insistía en saber qué pasó con la película. Verá, en los años siguientes, la vida de Soderman cambió bastante. Para sorpresa de todos, tomó la decisión de matricularse en la universidad para seguir la carrera de Letras. Sus amigos no daban crédito. Iba camino de los cincuenta años, y no parecía la mejor edad para empezar a estudiar, pero se tomó el asunto muy en serio y debió de convertirse en un excelente alumno, pues acabó su licenciatura y con buenas notas. Dedicaba la semana a las clases, y el sábado y el domingo recorría en su coche los pueblos de los alrededores para encontrar gangas con las que nutrir el catálogo de la tienda de la que seguía siendo socio. Venía a Londres un par de veces al mes para entregar al abuelo y a mi padre sus nuevas adquisiciones, pero por lo que ellos me contaron apenas se quedaba en la ciudad más de dos o tres horas. Un día dijo al abuelo que quería comprar la buhardilla que ocupaba. Supongo que él se enfadó: no necesitaban aquel desván, en realidad no necesitaban la casa de Oxford, puesto que casi nunca iban por allí, pero él insistió y el abuelo acabó por ceder, entendiendo quizá que Arvid Soderman quería sentirse completamente independiente, y eso implicaba dejar de vivir de prestado. Pasó el tiempo. El abuelo Faraday murió en 1954, cinco años después de que yo naciera. El día de su funeral fue la primera vez que tomé conciencia de la existencia de Arvid Soderman. Mi madre dijo siempre que no era posible, pero le aseguro que recuerdo el momento exacto en el que entró en nuestra casa y abrazó llorando a la abuela Mavis. Era un hombre delgado y no muy alto, enteramente vestido de negro, con el pelo de un blanco deslustrado, y la piel tan clara que se le transparentaban las venas. Llevaba una corbata de luto sobre la camisa almidonada, un bastón en la mano que no necesitaba para caminar y un anillo de oro en la mano izquierda. Sí, Victoria, aquella tarde lo conocí, y fue también esa tarde cuando entendí que no era verdad eso que me habían dicho de que los hombres no lloran. En contraste con la sobria tristeza de mi padre y los parientes del abuelo, Arvid Soderman sollozaba abiertamente por la desaparición de su amigo. Aquella fue toda una lección para mí.

Aunque posiblemente al niño Faraday le hubiese gustado cultivar su trato, en los años siguientes apenas vio a Arvid Soderman, que se convirtió en una especie de pariente lejano que le enviaba generosos regalos por Navidad y por sus cumpleaños y del que se contaban historias sorprendentes que formaban parte de los recuerdos familiares: su amistad con el abuelo Henry, las tardes de compras en Berlín junto a la abuela Mavis, su huida de Alemania, las mil y una argucias de las que echaba mano para proveer de las mejores piezas a Faraday's Things… Tras la muerte de Henry Faraday, las visitas de Soderman a Londres se espaciaron mucho más, y al final era ya su hijo Michael quien se trasladaba a Oxford de vez en cuando para recoger el fruto de sus siempre ventajosas transacciones.

Pasó el tiempo. Douglas Faraday se convirtió en un muchacho destinado a heredar el negocio de la familia, y fue enviado a París al acabar la escuela secundaria para perfeccionar el idioma francés que hablaba sólo a trancas y barrancas. Allí se enamoró por primera vez y de la mujer menos indicada, y sus padres tuvieron que obligarle a volver a Inglaterra. Tres meses más tarde empezaría los estudios superiores en Christ Church College, en la Universidad de Oxford, donde su padre y su abuelo habían sido alumnos destacados en una época que era cada vez más lejana.

Fue Mavis Faraday quien informó a Arvid Soderman de que el nieto de Henry estaba a punto de trasladarse a la ciudad. A él le costó creer que el tiempo pudiese pasar tan deprisa, y de inmediato se puso a disposición de los Faraday para cualquier cosa que el joven Douglas pudiese necesitar durante su estancia en la universidad.

—Yo no tenía el menor interés en citarme con Soderman ni con nadie que perteneciese a la órbita de mi familia. En aquel momento los odiaba a todos. Me sentía víctima de la incomprensión, la injusticia, el destino y demás zarandajas. Estaba en plena convalecencia del abandono de Mischa y tenía la sensación de que el mundo entero se había puesto en mi contra. Pero la abuela Mavis me había dado instrucciones precisas: el señor Soderman me esperaba el día de mi llegada a las cuatro en punto para tomar el té en el Hotel Randolph. Y allí me fui, mustio y de un pésimo humor, preparado para soportar a un vejestorio que seguramente tenía la intención de sermonearme como ya habían hecho mi padre, mi madre y mi abuela.

Pero no lo hizo. Arvid Soderman había sido juzgado tantas veces que se declaraba incapaz de convertirse en la conciencia de nadie, y en lugar de un anciano cascarrabias desgranando reproches acerca de su mala cabeza y su escaso sentido de la responsabilidad, Douglas Faraday encontró a un adulto afectuoso y compasivo que se compadeció del dolor de su corazón en lugar de quitarle importancia. «Ah, Douglas… es terrible. No hay pena más grande que la que nace del amor perdido. Y te lo digo por experiencia.»

—Era exactamente lo que necesitaba escuchar. Llevaba días enteros oyendo a adultos que me tachaban de estúpido por haberme enamorado de quien no debía, y de pronto allí estaba aquel hombre mayor que no sólo se apiadaba de mí sino que decía entender y respetar mi sufrimiento. Como puede imaginarse, le abrí el corazón. Le hablé de Mischa, y de lo que sentía por ella, y hasta le confesé que me había abandonado. Él dijo entonces que sabía perfectamente lo que es esperar a una persona que no va a llegar nunca, y me contó su propia historia: me habló de Erich, de aquella triste mañana en Berlín, de Frieda Kohl, que le dio la noticia más terrible de su vida mientras un mozo de estación anunciaba la salida del tren. Fue así como supe que Arvid Soderman era homosexual. Aún ahora me sorprende la naturalidad con la que, a mis dieciocho años, asumí que los protagonistas de aquella historia de amor eran dos hombres. Tal vez era mucho más maduro de lo que mi familia pensaba. Tal vez me habían educado mejor de lo que yo creía. O tal vez es que la desdicha nos vuelve más sabios, más comprensivos… y también más buenos.

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