Meses después, convertidos ya en una pareja sólida, Erich confesaría que Arvid sólo le había llamado la atención por su amistad con la Garbo, y Soderman le correspondía diciendo que lo único que de él le interesaba era su condición de experto en montajes de material cinematográfico. Al hablar con él, Arvid había recordado las tres bobinas grabadas con imágenes de Greta que había sacado de Estocolmo y que llevaban ocho años durmiendo el sueño de los justos en un baúl de su casa. Sea como fuere, Erich Kohl visitó la tienda de antigüedades, y Arvid se extralimitó en sus deberes de anfitrión invitándolo a comer. Dos meses más tarde, Erich y Arvid se colaban de tapadillo en los estudios de la UFA para ver juntos, por primera vez, el material grabado por Soderman once años antes en un plato de Estocolmo.
—¿Qué te parece? —preguntó Arvid.
—¿Parecerme? Es Greta Garbo, amigo mío. Con eso basta.
Se rieron los dos. Ni uno ni otro habían previsto que podían enamorarse y ser felices al mismo tiempo que en su ciudad, en su país, empezaban a cocinarse acontecimientos que cambiarían para siempre el curso de su historia y de la historia del mundo.
En el verano de 1932, un año y medio después de su primer encuentro frente a un cine, Arvid Soderman alquiló un piso en el mismo edificio de la Opernplatz en el que Erich Kohl poseía un pequeño apartamento amueblado. No se atrevieron a mucho más: cada vez quedaba menos de aquel Berlín permisivo y biempensante de los años veinte, y ninguno de los dos tenía la menor intención de enfrentarse a un escándalo. Así que Arvid se instaló una planta por encima de Erich. Era lo más parecido a vivir juntos que podían permitirse sin renunciar a la discreción.
Fue en aquella época cuando Arvid empezó a decir a menudo que era una pena no hacer algo con la película que había filmado en 1920.
—Tengo dos horas de material…
—Casi todo inservible, perdona que te lo recuerde.
—Sí, pero como alguien dijo una vez, es Greta Garbo y con eso basta. ¿Recuerdas quién fue?
Erich nunca había sido muy firme en sus negativas, así que acabó cediendo al capricho de Arvid y alquiló en secreto un costoso estudio de montaje. Una noche en que iban a cenar fuera, dio al taxi una dirección en el extrarradio.
—Pensé que habías reservado en Konnope…
—Pues te equivocaste. —Le señaló una bolsa que llevaba en la mano—. Aquí está nuestra cena.
Eran un montón de sándwiches de queso y embutido. Aquella noche, bajo la dirección de Arvid, Erich convirtió las dos horas de material en bruto grabadas cuando Greta Garbo era una desconocida en doce minutos y medio de algo que podía ser el inicio de una película. Cuando acabaron era ya de día. Al salir de los estudios les dio en la cara un sol magnífico que se filtraba a través de los árboles de un parque cercano. Arvid llevaba bajo el brazo la película montada, e iba pensando que no era posible ser más feliz.
La conversión de Hitler en Führer y el advenimiento del Tercer Reich los cogió a los dos por sorpresa. Ni a Erich ni a Arvid les interesaba la política. Como ciudadano sueco, Arvid se sentía legitimado para ignorar los avatares de su patria adoptiva. En cuanto a Erich, ni siquiera había votado en las elecciones de 1930. Vivían en su isla particular, casi al margen de cuanto acontecía, convencidos de que los vaivenes del poder no eran cosa suya. Cuando el 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado canciller, algunos de sus amigos manifestaron una abierta inquietud por el ascenso de aquel tipo tan escasamente atractivo, que ellos dos conocían a través de las soflamas incendiarias que lanzaba y que proyectaban antes de las películas en las salas de cine. Arvid empezó a fijarse en que, al margen del contenido de sus discursos apocalípticos, había algo terrible en él. Fuese o no cosa de Hitler, Berlín había cambiado, y también el país.
Lo comentó con Erich, que frunció el ceño y se quedó pensando.
—Quizá debería haber ido a votar hace tres años. —Le pasó la mano por el brazo y dibujó una sonrisa clara en su rostro, que conservaba un aire infantil—. Oh, venga, no pongas esa cara. Hitler no me gusta lo más mínimo, pero ¿qué nos importa a nosotros lo que pueda hacer?
Años después, Arvid recordaría aquellas palabras, preguntándose cuántos como Erich las habían pronunciado.
—¿Qué demonios pasa ahí?
Desde la Opernplatz llegaba un griterío espeluznante. Arvid y Erich se asomaron a la ventana. En la plaza, cientos de jóvenes habían encendido una hoguera y arrojaban libros a las llamas en medio de alegres cánticos, aplausos y risas. La noche de mayo, templada y azul, se tiñó de humo y del olor acre del papel quemado mientras hordas de estudiantes de la Universidad Von Humboldt saludaban con himnos el holocausto de los libros. Erich se apartó de la ventana, pero Arvid se quedó allí, de pie, mirando las llamas y sintiendo una difusa sensación de bochorno, como si, a su manera, todos hubiesen ayudado a prender aquella lumbre. Las noticias del asalto y el saqueo del Instituto de Ciencia Sexual habían llegado sólo cuatro días antes, pero incluso ante aquella evidencia había preferido creer que no había nada grave de qué preocuparse: «No puede ser para tanto, esto es cosa de unos cuantos exaltados». Y en aquel momento, frente a su casa, bajo su ventana, Arvid Soderman intuyó que la hoguera amenazante en la que ardían los libros se había convertido en símbolo del futuro terrible que esperaba al país en el que había aprendido a vivir, a sentir y a amar.
La vida seguía, pero Berlín y la rutina de Erich y de Arvid sobrevivía en una especie de inquietud continua, en la calma insoportable que hace presagiar la inminencia de un desastre. Y, en contra de lo que ellos habían creído, también su pequeño mundo se volvió del revés. Un día supieron que Eldorado, un famoso club de clientela homosexual que habían frecuentado tiempo atrás, había sido clausurado indefinidamente. Semanas después cerraron la revista
Die Freundschaft
, en la que Erich colaboraba haciendo críticas de cine. A la nueva Alemania no le gustaban los hombres que amaban a otros hombres y obstaculizaban la dispersión de la gloriosa raza aria. Algunos amigos de la pareja habían manifestado su intención de abandonar la ciudad, tal vez incluso el país.
—¿Y a dónde vamos a ir? —contestó Erich cuando Arvid le planteó la posibilidad de emigrar—. Yo no hablo más idioma que el mío. Tú tienes tu negocio… No somos ricos, Ar, ¿de qué viviríamos? Tal vez otros puedan salir de Alemania y mantenerse con sus rentas… pero nosotros no. Vamos a esperar. Quizá… quizá las cosas se calmen un poco a partir de ahora. Y muchas de esas historias horribles que circulan por ahí… Bueno, quizá son sólo rumores…
—¿Rumores? ¿Te pareció un rumor lo de la quema de libros? Lo viste igual que yo, Erich… Esto no tiene buena pinta.
—De acuerdo, no la tiene… pero… pero vamos a esperar un poco, ¿de acuerdo? Este país ha vivido momentos muy difíciles… todo el mundo está nervioso. Y es posible que al nuevo gobierno se le estén yendo las cosas de las manos. Démonos unos meses, Arvid… Si la situación no mejora, te prometo que hablaremos en serio de marcharnos. Pero no ahora. Por favor…
Arvid cedió. Y lo hizo por Erich. De no haber estado él, hubiese liquidado de cualquier manera las existencias del negocio para largarse de aquella ciudad, a la que de pronto le costaba reconocer.
Pasaron los meses, y como Erich había augurado, las cosas se sosegaron. Pero era sólo en apariencia. Berlín, como el resto del territorio, flotaba en una paz superficial e inquietante. Cada día llegaban noticias contadas en susurros que hablaban de detenciones, de arrestos, de personas que desaparecían sin dejar rastro e iban a parar a los campos de trabajo. A Arvid le dijeron que el gobierno de Hitler empezaba a concentrar su atención y sus iras en la población judía, a cuyos miembros consideraba enemigos de la nación germana. Ahora dejará de preocuparse por nosotros, pensó, y se sintió un completo miserable por encontrar cierta paz en la angustia de otros.
Una tarde, cuando estaba a punto de cerrar la tienda, Arvid Soderman recibió la visita de Otto Berr. Hacía casi diez años que no veía a su antiguo abogado, así que se sorprendió al verle entrar. Estaba muy cambiado, aunque no tanto como para no haberle reconocido a la primera. Había perdido casi todo el pelo y buena parte de los kilos que le sobraban, y los espejuelos que se ponía para leer parecían haberse vuelto indispensables. Por lo demás, conservaba su aspecto afable, aunque las arrugas de la frente le habían hecho perder parte de aquella expresión beatífica de otros tiempos.
—¡Señor Berr! ¡Qué sorpresa más agradable!
—No me dé la mano, señor Soderman. Ésta no es una visita de cortesía. Enséñeme una pieza, la que sea. Si alguien nos ve, debe pensar que soy un cliente.
A pesar de su perplejidad, Arvid obedeció de inmediato. Tomó de un estante una lámpara votiva y la puso sobre el mostrador. Berr empezó a hablar sin mirarle, como si toda su atención estuviese concentrada en la pieza.
—No tengo mucho tiempo, señor. Escúcheme con atención: debe usted salir de Berlín cuanto antes…
—¿De Berlín? ¿Yo?
—Usted y su amigo Kohl. Hace tiempo que les están vigilando…
Berr dio la vuelta a la lámpara con tan poco cuidado que Arvid sintió ganas de reconvenirle por su escasa delicadeza.
—¿A nosotros…? Pero… ¿quién?
—La Gestapo… Tal vez no lo sepa, pero el Reich ha creado una oficina para combatir la homosexualidad. Por favor, controle su sorpresa… sólo soy un cliente que está buscando un regalo de bodas.
Arvid sintió que le costaba tragar. Se dio la vuelta y cogió otra pieza, esta vez la figura en bronce de un guerrero japonés. La colocó delante de Berr, que fingió examinarla.
—Al frente de la oficina está un tipo despreciable, Josef Meisinger… Es amigo de alguien a quien usted conoce bien. Su primo, Markus Meyer, suele ser su compañero de correrías. Es él quien le ha puesto sobre su pista.
El primo Markus… Arvid tenía que hacer esfuerzos para evocar a aquel muchacho rubicundo y fornido, de piel lechosa y ojos muy claros, al que jamás había vuelto a ver después de aquel almuerzo tan poco amistoso en casa de sus padres. De él le quedaba, como una broma triste, el recuerdo de la frase definitiva con la que lo había calificado sin esperar siquiera a que estuviese en la calle. «Es completamente marica.» Por lo visto, el joven Markus había grabado aquellas palabras con sangre y fuego en el mejor lugar de su memoria.
—Tienen que marcharse de la ciudad… háganlo discretamente. No lleve equipajes aparatosos, finja que se va sólo por unos días, que le ha surgido un viaje de trabajo… o alguna obligación familiar en el extranjero. ¿Dispone de dinero en metálico?
—Tengo algunos miles en casa, en una caja fuerte… y en mi cuenta bancaria hay…
—Olvídese del banco. Si retira una cantidad importante, despertará sospechas. La Gestapo tiene gente en todas partes. Coja lo que tenga a mano e intente recuperar lo que pueda una vez esté en el extranjero.
Levantó la figura como para calibrar el peso, y sus ojos miopes se encontraron con los ojos azulísimos de Arvid Soderman. Tenía las pupilas húmedas de miedo.
—Siento traerle tan malas noticias, señor Soderman.
—No… Se lo agradezco infinitamente… Supongo que me está salvando la vida.
—Eso no lo sabemos ni usted ni yo. Pero me quedo tranquilo si dice que va a hacerme caso.
—Claro… me… nos iremos mañana mismo. Hay un tren a París que sale a las diez y media. Iré ahora mismo a la estación y compraré los billetes… Ya volveremos cuando todo se tranquilice.
—Es una buena decisión.
A Arvid se le ocurrió entonces una idea.
—Señor Berr, quiero que se lleve la lámpara… Es usted un cliente, ¿recuerda? Después de pasar aquí más de media hora, será mejor que no salga con las manos vacías.
El otro asintió con una sonrisa, y arrugó aún más sus ojillos de ratón alarmado. Arvid se reprochó haber dejado pasar tanto tiempo sin recordar a aquel hombre. Envolvió la lámpara con un cuidado exquisito y se la entregó al abogado.
—Aquí tiene, señor… No, por favor, no la pague… La apuntaré en su cuenta, ¿eh?
Fue la última vez que Arvid Soderman vio con vida al señor Berr. Unas semanas más tarde la Gestapo lo detuvo en su propia casa y lo trasladó a un campo de trabajo acusado de colaborar en contra del Reich. Su pista se perdió para siempre en 1938.
Aquel día, Arvid Soderman cerró su tienda un poco más tarde de lo habitual. Recogió su despacho con cuidado, retiró de la caja todo el dinero que había e, intentando creer que estaba exagerando, quemó en la chimenea un montón de notas personales, algunas fotos vagamente comprometidas y cualquier documento del que se pudiesen extraer conclusiones equivocadas o no. Luego tomó el tranvía y se dirigió a la estación central, donde compró dos billetes de tren a París.
—¿Que nos vamos mañana? Pero ¿por qué?
—Erich, estoy intentando explicártelo… Me ha llegado una información fiable de que en los próximos días las cosas en la ciudad pueden ponerse feas, así que no estaría de más tomarse unas vacaciones.
Había decidido no decir a Erich toda la verdad hasta estar seguros en Francia.
—Pero ¿y la tienda? ¿Y mi empleo?
Arvid no dijo nada, pero Erich pudo leer en sus ojos una compasión que le resultó profundamente humillante. Hacía meses que apenas tenía trabajo. Los estudios habían reducido su actividad, y llevaba semanas sin ser requerido para ningún montaje. A pesar de todo, había decidido mantener la ficción de que seguía estando muy ocupado, tal vez para no enfrentarse a las razones por las que ya nadie contaba con él.
—Bueno, todo el mundo tiene derecho a descansar durante unos días, ¿no? —Se acercó a él y lo tomó del brazo—. Además, hace siglos que queremos conocer París. Este momento es tan bueno como cualquier otro. No me digas que no te apetece salir de la ciudad una temporada… En cuanto a la tienda, me temo que últimamente las ventas han bajado tanto que da igual que abra o que cierre.
El rostro de Erich pareció relajarse un poco.
—Serán sólo un par de semanas… Necesito poner un poco de distancia con todo esto. Llevo unos meses con los nervios de punta. Y París debe de estar precioso. Vamos, Erich, hazlo por mí… Me sentará muy bien, nos sentará bien a los dos. Visitaremos el Barrio Latino, la Madeleine y el Louvre. Iremos en barco por el Sena, beberemos vino de Burdeos y comeremos pato todos los días. Y luego volveremos con un montón de recuerdos que harán que nuestros amigos se mueran de envidia.