Soderman redoblaba sus saludos, lanzaba flores imaginarias y besos de aire y se llevaba las manos al pecho, fingiéndose conmovido por lo que parecía ser una ovación de gala. De pronto, hacía un gesto, como reclamando la presencia del resto del elenco, y poco a poco se apiñaron en escena la maquilladora enamorada, el utilero inconsciente y el iluminador cojitranco y borrachín deseoso de participar del minuto de gloria. Arvid los abrazó a todos, y luego, antes de fundir a negro sobre el saludo final, él y Greta se besaron.
Victoria y Douglas se quedaron en silencio, inmóviles los dos, mientras la cinta suelta carraspeaba en el proyector. Victoria se dio cuenta de que necesitaba prolongar un poco más aquel instante, con la habitación a oscuras, la película aún girando y el recuerdo de Arvid Soderman instalado entre ellos. Pero Douglas encendió la luz, y abrió de golpe las cortinas y las claraboyas, como si quisiese obligarla a regresar.
«De acuerdo, señor Faraday. He recibido el mensaje.»
—¿Qué le ha parecido?
—Ha sido increíble… todo un lujo… Después de lo que me ha contado, ha sido una suerte ver a Soderman de cerca… Bueno, relativamente de cerca, ¿eh?
Victoria se dio cuenta de que su voz sonaba falsa, de que su entusiasmo se notaba impostado. Pero ¿cómo iba a explicar a Douglas Faraday que lo que estaba sintiendo iba mucho más allá del descubrimiento de un personaje excepcional? ¿Que, mientras estaban allí, con la luz apagada, sólo estaba pensando en deslizar su mano hacia la mano de él, y apretársela fuerte, para pedirle así que no la dejase marchar? ¿Por qué demonios había encendido la luz con tanta prisa? Unos segundos antes, a oscuras, viendo juntos aquel remedo de película muda, Victoria creía estar reuniendo el suficiente valor para… para hacer algo… Quizá él se había dado cuenta. Quizá el propio Faraday intuyó que todo aquello estaba a punto de complicarse lo indecible. La oscuridad, la película. Y Arvid Soderman, como cómplice de algo que no tenía ni pies ni cabeza. Pero la luz había vuelto, y con ella, la cordura.
Bien hecho, Douglas.
Es mucho mejor así.
Él la miró como si quisiese darle la razón, con una sonrisa desapasionada y vulgar. La sonrisa que las personas correctas dirigen a los desconocidos.
—Bueno, pues esto es todo. Me temo que se me han acabado las sorpresas. —Miró el reloj—. Deberíamos darnos prisa, el tren sale a las seis menos cuarto. Nos quedan veinte minutos.
Apenas hablaron en el camino de regreso. Douglas refirió alguna anécdota relacionada con el profesor Rourke, y Victoria intentó parecer interesada, pero la conversación resultó más bien un fracaso.
«Qué lástima acabar así el día, chica.»
—No le he dado las gracias —dijo Victoria.
—Sí lo ha hecho. Pero no hace ninguna falta. En realidad, soy yo quien le agradece que haya querido venir. Me he divertido mucho.
«Ojalá pudiésemos volver a esa buhardilla, Douglas. Ojalá yo pudiera ser esa persona en la que estuve a punto de convertirme allí.» Después de un rato, con la vista fija en alguna parte, él la miró antes de seguir hablando. Victoria notó heladas las puntas de los dedos.
—¿Qué va a hacer a partir de ahora?
—Ya se lo he dicho. Regresamos a Madrid mañana por la mañana. Luego, mi marido vendrá a recogerme y volveré con él a Nueva York.
—¿Por qué?
—Porque ésa es mi vida, Douglas. Porque todo lo que me pertenece está allí. Porque tengo cuarenta y tantos años y no sabría cómo empezar otra vez.
«Ayúdeme, Douglas. Deme una razón para armarme de valor. No puedo hacer esto yo sola. Dígame que tengo motivos para romper con todas esas cosas que en realidad no me importan nada.»
—Ya veo. Es lógico. Perdone la pregunta, ha estado fuera de lugar.
—No, yo…
—He cometido varias impertinencias con usted. No es propio de mí. —Forzó una sonrisa—. Me temo que se alegrará de perderme de vista.
Ella quiso decir algo agradable que pudiese suavizar el momento, pero apenas logró componer con titubeos una frase que sonaba vagamente correcta. De todas formas, ya nada importaba. El tren acababa de detenerse, y estaban de vuelta en Londres.
Hizo parar el taxi a unos metros del hotel. Le faltaba muy poco para echarse a llorar, y no podía arriesgarse a que Solange la descubriese sollozando sobre la cama, como una adolescente en plena crisis sentimental. La idea de vagar por las calles le resultaba patética, así que entró en un café que le pareció lo suficientemente ruidoso y atestado como para que nadie reparase en ella. Se sentó en la única mesa que había libre.
—¿Qué le sirvo?
—Tarta de manzana. Y uno de esos
brownies.
Con nata y helado, por favor… y una porción de bizcocho, del de frutas.
La camarera anotó la comanda.
—¿Espera a alguien?
Victoria tomó aire.
—No. Pero estoy a punto de perder el control sobre mí misma y confío en que toda esa cantidad de dulce sea capaz de dejarme fuera de combate.
Aquella chica la miró con el ceño fruncido. Sin duda estaba tratando con una loca… Pero ella no era de esas que se achican, no señor. Si aquella vieja tragona creía que iba a desconcertarla, estaba lista.
—Muy bien. Lo decía por traerle otro cubierto. ¿No quiere nada para beber? ¿Chocolate caliente? ¿Capuchino? ¿Un batido de fresa?
—Coca-Cola
zero
.
Un gesto inalterable.
—Ahora se lo sirvo. Que disfrute su cena… o lo que sea…
Los dulces llegaron todos al mismo tiempo, y Victoria empezó a picotear de uno y de otro, untando de nata los pedazos de pastel, embadurnando de helado las porciones de
brownie
mientras las lágrimas empezaban a caer sobre el plato.
«Ahora sí que se acabó.»
Y después de todo, ¿de verdad había algo que lamentar? Volvería a Nueva York en una semana. Allí la esperaban sus amistades neoyorquinas —un delicioso y bien formado ejército de profesores universitarios, cazadores de tendencias, periodistas influyentes, analistas de mercados, colaboradores de revistas de moda, interioristas, directores de teatro y de cine, guionistas de televisión… el non plus ultra, vamos—, su ático con vistas al parque, sus tiendas preferidas, su marido.
Su marido…
Sí, su marido. Qué pasa. Herder van Halen, futuro senador, quizá futuro gobernador. Tal vez incluso, como Shirley aventuraba… imaginarse en la escalera de la Casa Blanca no sirvió esta vez para hacerla sonreír. De pronto, encontraba que la idea parecía bastante idiota incluso como broma.
Volver al lado de Herder para vivir durante semanas codo con codo hasta conseguir la dichosa nominación (aunque, según él, estaba cantada), y luego la agotadora carrera electoral al Senado. Notó una sensación de desmayo al pensar en lo que se avecinaba. Y, sin saber por qué, todas las compensaciones que antes se le antojaban suficientes —su posición, su privilegiado lugar en la sociedad, su apartamento— empezaban a parecerle pequeñas y mezquinas.
Rebañó las migas del pastel mezclándolas con la nata con la rabia del que se está cobrando una venganza.
«Anda, traga. Ponte morada, chica. Está bastante bueno. Este banquete es tu premio de consolación.»
—¡Victoria!
Era Marga, que la miraba como si no diese crédito. Al parecer, la había visto desde la calle, y ahora paseaba la mirada por los platos medio vacíos que no podían disimular haber contenido generosas porciones de golosinas.
«Por favor, no digas nada. Es lo único que me falta.»
—Hola.
—Vaya, sí que tienes apetito. ¿Puedo sentarme?
Pero no esperó a obtener el permiso. Ocupó el asiento de enfrente y se quedó observándola.
—¿Y… las demás?
—Solange quería ver
Mamma Mia!
y Shirley la acompañó. Mi madre es incapaz de resistirse a la posibilidad de bailar en público. ¿Qué tal tu día?
—Bien… Linda me llevó a conocer su casa de Hampstead.
Marga se apartó de la cara el pelo oscuro y no muy bien cortado.
—A otro perro con ese hueso, Victoria. No has estado con Linda hoy. Es más, apostaría a que tu amiga ni siquiera existe.
«Solange… ¿No habrás sido capaz?»
—Este mediodía me pasé por Faraday's Things. Quería despedirme del señor Faraday, darle las gracias otra vez y dejarle mis señas por si un día pasaba por Madrid. Pero no estaba. La señorita Starck me informó muy amablemente de que se había ido a Oxford con su amiga española, y luego añadió que desde que estabas en Londres su jefe apenas ponía el pie en la tienda. Por cierto, se puso muy contenta cuando le dije que nos marchábamos mañana.
Victoria no supo qué contestar. Por toda respuesta, rebañó el cuenco de helado y se tragó hasta la última gota de vainilla derretida.
—Marga, yo…
—Ni una palabra, Vic. Es mejor que no me digas nada. Me has contado tantas mentiras en estos días que creo que prefiero no escuchar ni una más. No sé lo que has hecho esta semana, y ya no quiero enterarme. ¿Estamos?
Su tono era más bien conciliador. Victoria le dirigió lo que quería ser una sonrisa, como diciendo «gracias por dejarlo así». Se quedaron calladas, mirándose, y Marga tomó aire.
—Yo nunca te gusté…
—¿Cómo?
—No disimules, Vic. Siempre te parecí poco para Jan.
Era la primera vez que le llamaba así, al menos delante de Victoria, y eso la convenció de que lo que Marga iba a contarle tenía su peso específico.
—Pensabas que tu amigo merecía algo más que yo, ¿no es cierto? Oh, no te esfuerces en negarlo. Además, tenías razón. Yo también lo pensaba. ¿Tienes idea de cuántas veces me pregunté qué demonios hacía alguien como Jan con una chica tan insignificante? Cuando empezamos a salir, cada vez que teníamos una cita yo pensaba que sería la última. «Ya está, ahora se le caerá la venda, hoy se dará cuenta de que no valgo nada, esta tarde empezará a preguntarse por qué está perdiendo el tiempo conmigo.» Y ¿sabes qué? Un día dejé de torturarme y decidí aceptar lo que me estaba pasando: por alguna razón misteriosa, un hombre inteligente y guapo me quería a su lado. No merecía la pena devanarse los sesos intentando averiguar por qué. Y decidí ser feliz junto a Jan. Era tan consciente de que algún día podría acabarse todo que exprimí cada uno de los minutos que pasé con él. Cada segundo, Victoria. Cada instante. No me perdí absolutamente nada. Una vez, cuando era una niña, leí una frase que me pareció terrible: «Era feliz y no lo sabía.» Me juré que no iba a pasarme nunca nada así. Yo siempre supe que era feliz. Eso es lo que me llevo por delante. Viví casi once años con Jan y disfruté cada hora que pasamos juntos. Esos casi once años son mucho más de lo que hubiera podido pedir. Muchísimo más de lo que pensé que iba a durar.
Era un parlamento muy largo para Marga, que volvió a quedarse callada mientras, por puro instinto, Victoria buscaba refugio en las briznas de tarta, en las míseras migajas de bizcocho que quedaban esparcidas por el plato.
—¿Por qué me cuentas esto? —dijo, casi en susurros.
—No lo sé. Bueno, sí. Porque quería que supieses que, en el fondo, sí fui digna de tu Jan. Creo… creo que le hice feliz… seguramente porque yo también lo era.
—Lo sé. —Se sintió aliviada al reconocer que aquella declaración era sincera—. Te juro que lo sé. Se… se le notaba tan contento desde que os conocisteis… nunca lo vi así con nadie.
—Entonces, Victoria, ¿qué te pasó conmigo? ¿Por qué no era suficiente? Yo… yo quería gustarte… y que me aceptaras… pero estabas siempre distante, y eso me obligaba a mí a ponerme a la defensiva… ¿No te bastaba con saber que Javier estaba bien conmigo? ¿No era motivo de sobra para que nos acercásemos tú y yo?
«Verdades como puños, chica. Menudo fin de fiesta, ¿eh?»
Quizá había llegado el momento de pensar en voz alta. Tomó aire antes de hablar.
—Estaba celosa de ti. Sí, Marga. Celosa. Los celos no sólo existen cuando se ama a una persona. Apareciste en la vida de Jan y lo llenaste todo… y eso me obligó a ceder terreno. Él dejó de estar disponible…
—Pero tú sabías que si te hacía falta cualquier cosa… si pasaba algo, él…
—¡Y qué! No quería a un amigo para consolarme en una desgracia ni nada parecido. Ya sé que si me hubiese atropellado un camión él hubiese estado ahí… ¡pero yo no necesitaba a Jan para que empujase mi silla de ruedas! ¡Quería irme con él al cine los viernes por la noche, y tú lo estropeaste todo!
Se miraron las dos, y luego fue Victoria la primera en reírse. Marga la siguió. La risa de Marga, pensó Victoria. Aquella risa de cristal que había enamorado a Jan y había vuelto del revés su mundo… el mundo de los dos. Aquella risa, sí, había servido para llevar sus caminos en direcciones diferentes. Para sembrar su mutuo afecto de pequeñas renuncias. Y a pesar de todo habían seguido queriéndose igual… tal vez ésa era la prueba definitiva que necesitaba su amistad, pensó Victoria. Quizá Jan y ella necesitaban un verdadero obstáculo para comprobar que el cariño que se profesaban era de verdad indestructible, aunque hubiesen dejado de ir juntos a ver películas en blanco y negro, aunque Jan no pudiera acompañarla en su larga aventura americana. Hasta entonces lo habían tenido muy fácil. La prueba, la verdadera prueba para los dos, había sido aquella separación. Y la habían superado. De una forma mecánica, Victoria buscó la mano de Marga. Ella tardó unos segundos en apretarla tímidamente, con el cuidado con el que hacía todas las cosas.
—Necesito un trozo de tarta de chocolate —dijo Victoria.
—Pide dos raciones, anda.
La camarera trajo dos porciones de un pastel pringoso y excesivamente dulce, con un chorro de nata montada en una esquina y una bola de helado.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No cenar, desde luego. Toda esta cantidad de azúcar me está sentando como una patada.
—No me refiero a eso, Victoria. Ya sé que no vas a contarme qué demonios te ha pasado estos días, pero te he pillado cebándote mientras llorabas.
—¡No lloraba!
—Sí lo hacías. Te vi desde la calle.
Había apartado su ración de tarta. La verdad es que estaba bastante mala, como si la hubiesen hecho hace ya días.
—No puedo contarte nada, créeme.
—Ya te dije que no quiero que lo hagas. Además, no soy curiosa. Sólo te pregunto qué va a pasar en el futuro.
—Nada nuevo. Me voy a Nueva York, con Herder, y colorín colorado.
Marga torció el gesto, y luego —qué raro, sin pedir permiso— dio un trago a los restos de Coca-Cola, aguada por el exceso de hielo.