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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (43 page)

BOOK: La vida después
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—¿Por qué?

—Vaya pregunta. Porque es mi marido. Y porque tengo una vida allí.

—Ojalá yo fuese Javier —dijo Marga, después de unos segundos en los que se retorció sin piedad un mechón de pelo—. Tu querido Jan hubiese sabido qué contestar a eso. Pero yo soy una patosa, así que supongo que voy a decir las cosas con muy poca mano izquierda. No te enfades, ¿vale?… Mira, Victoria, está claro que no eres feliz… Te has pasado casi un mes alejada de tu marido y, aunque te agradezco mucho que lo hayas hecho, no me pareció que echases de menos a Herder durante estas semanas. Y ahora que estás a punto de volver con él, te encuentro llorando encima de media docena de tartas… que, dicho sea de paso, te van a perforar el estómago…

Victoria sintió que las lágrimas volvían a subírsele a los ojos. «A ver si ahora va a resultar que te has vuelto una blandengue.»

—Ay, Marga… es que…

—No me interrumpas, por lo que más quieras. Creo que es la primera vez en la vida que me atrevo a dar un consejo a alguien, y no sé cuánto me va a durar el arranque… Mira, no sé qué es lo que pasa entre Herder y tú. Nunca me has hablado con franqueza, y no tienes por qué hacerlo. Yo no soy Jan —sonrió— y entiendo que prefieras no contarme tus cosas. Pero tengo ojos en la cara, y en estas semanas te veía… no sé, triste no es la palabra…

«Amargada, Marga. Así es como estoy. Soy una cuarentona amargada que va por ahí comiendo pasteles porque no se atreve a hacer un corte de mangas a su vida de color de rosa.»

—… resignada. Sí, eso es.

Victoria le dirigió una sonrisa afectuosa. «Eso suena más caritativo.»

—Pues has dado en el clavo. Sí, Marga, así es precisamente como me siento: resignada. He decidido conformarme con lo que tengo. A veces es lo más inteligente que se puede hacer.

Volvió a meterse en la boca un trozo de aquel pastel amazacotado. «La verdad es que está asqueroso», pensó mientras lo tragaba. Marga torció el gesto.

—El caso, Victoria, es que en estos últimos días estabas distinta. Te cambió la cara. Y, mira, no sé qué habrá tenido que ver en esto el tal señor Faraday… pero no eres la misma persona que llegó a Londres. Sí, ya sé que estás pensando que suena cursi… lo soy un poco. Pero ni en un millón de años me harías creer que esta semana no te ha pasado algo, aunque no quieras explicarme qué…

Victoria sentía la cabeza como una olla a presión. Dos lágrimas enormes se le escaparon de los ojos, y ni siquiera se las secó. Marga se sentó a su lado y la atrajo hacia sí. En contra de lo que era habitual en ella, no se escabulló, sino que buscó refugio en aquel abrazo.

—Marga… es que es muy difícil… es que no sé ni por dónde empezar… ojalá supiese cómo hacerlo… ojalá…

Ella le acarició el pelo.

—Ya se nos ocurrirá algo, ¿eh? Eres una persona excepcional, Victoria… única entre un millón… Y no lo digo porque lo pensara Javier. Yo también lo pienso. No te conformes, Victoria… No se te ocurra conformarte. Sea lo que sea, te mereces algo más que vivir a medias los próximos años.

De pronto a Victoria dejó de importarle estar llorando. Llevaba semanas pensando que Jan la había obligado a cuidar de su mujer, y de repente se daba cuenta de que quizá era al revés.

Quizá Jan había pensado que era ella quien más necesitaba de alguien que la cuidase.

—Pero ¿qué hora es?

—Las nueve y media. No te preocupes, vamos bien de tiempo…

—Bueno, eso es mucho decir. Tú no sabes lo que se tarda en los controles de Heathrow… Pero ¿dónde demonios se ha metido mi hija?

—Dijo que tenía que hacer un recado… No te preocupes, Shirley, el taxi no está aquí todavía.

—Pero vendrá en cinco minutos. ¿Y Victoria?

—Está cerrando su maleta.

—¿Se encontraba mejor?

—Creo que sí. Marga estuvo con ella toda la noche. Por lo visto se le cortó la digestión.

—Lo que tendríamos que haber hecho era llamar al médico del hotel. En lugar de eso, le tocó a la pobre Marga hacer de enfermera. Mi hija siempre acaba llevándose la peor parte.

—De eso nada, Shirley. La peor parte me la llevé yo, que tuve que irme a dormir contigo. Roncas como un serrucho, que lo sepas.

—¿Yo? Imposible. No he roncado en mi vida. Lo habrás soñado, Solange. Ay, por Dios, me estoy poniendo mala. ¿Tienes hecho tu equipaje? Y recuerda lo que me has prometido.

—Que sí… El día que se entregue la película te pondré mensajes para contártelo todo en directo.

—Pues que no se te olvide. No sabes cómo lamento perdérmelo. Me encantan esas cosas: los flashes, las cámaras… Pero ¿dónde demonios se habrá metido Margaret? Si viene el taxi, me tendré que marchar sin despedirme. Y a saber cuándo volveré a verla… ¿Qué diantres tenía que hacer precisamente hoy? ¿No podría haber dejado todo listo ayer por la tarde?

Los desayunos del Wolseley eran variados y deliciosos. Las mesas estaban cubiertas de gofres con sirope, cestas de bollos daneses, platos de huevos con salchichas, lonchas de beicon crujiente, tomates fritos, judías sobre tostadas, tarritos de jalea y cuencos de mantequilla rizada. Pero Douglas Faraday sólo desayunaba café americano y un zumo de naranja, casi siempre leyendo el
Times.
Aquella mañana, sin embargo, no llevaba el periódico debajo del brazo, y sorbía el café con mucha menos gana que otras veces. Un buen observador habría dicho que estaba triste, pero los ingleses se precian de no escrutar el estado de ánimo ajeno. Estaba tan absorto en lo que quiera que estuviese pensando, que no vio a aquella mujer hasta que ella se sentó a su mesa provocándole un pequeño sobresalto.

—Señor Faraday… ¿Se acuerda de mí? Soy Marga Solano. Siento molestarle pero tengo… tengo que hablar con usted.

4

LONDRES-MADRID

A las doce menos cuarto, cuarenta y cinco minutos antes de que empezara la rueda de prensa, había un pequeño caos en la embajada americana. El avión que traía a Madrid a Herder van Halen y a todo su séquito —ayudantes, publicitarios, periodistas— se había retrasado más de cuatro horas, y ahora se enfrentaban al dilema de retrasar la rueda de prensa o bien traer directamente a los americanos desde el aeropuerto sin hacerles pasar antes por el hotel para que pudieran descansar. Alguien dijo que posponer el encuentro con la prensa no era muy buena idea: los representantes de los medios españoles podrían marcharse para no volver, y los que venían desde Estados Unidos, relajarse demasiado y caer en brazos de Morfeo. Era preferible no dar oportunidades a la mala suerte, así que cumplirían con el horario previsto. Una flotilla de coches recogería a los recién llegados nada más bajar del avión y los trasladaría al edificio de la embajada.

—Qué demonios, ya dormirán cuando se mueran.

La frase, cómo no, era de uno de los colaboradores de Herder, que llevaba dos días en Madrid organizando el acto y, básicamente, volviendo locos a todos con sus ocurrencias.

Habían hecho las cosas a la manera americana: la mesa de los protagonistas estaría en un pequeño escenario, adornado con banderas de barras y estrellas intercaladas con la enseña española. En la mesa, además de Herder van Halen y Margarita Solano, como propietaria de la cinta, estaría el embajador americano y, por supuesto, Victoria. Ésta había sido una pequeña fuente de conflicto, pues la esposa del aspirante no acababa de comprender la necesidad de su presencia en la mesa principal.

—Señora Van Halen, es usted la esposa del candidato. La compra de esta película simboliza el arranque de la campaña para la nominación. ¿De verdad cree que su presencia es prescindible? ¿Qué cree que dirían los votantes del profesor Van Halen si su mujer no estuviese a su lado en el momento más… ehhh… más emotivo de la carrera electoral?

Y Victoria cedió. No tenía ganas de discutir con los asesores de Herder. En realidad, no tenía ganas de discutir con nadie. Todo lo que quería era que la dejasen en paz. Meterse en la cama y dormir mucho tiempo seguido —tal vez cien años, como la princesa del cuento—, y despertarse sin recordar nada de su vida anterior. Oh, sí, eso hubiera sido maravilloso.

Habían regresado de Inglaterra dos días antes y con el tiempo justo para recibir las últimas instrucciones acerca de la dichosa rueda de prensa. Desde entonces había dormido poco y mal —ella, que era un lirón— y ni siquiera tenía apetito. Era la primera vez en su vida que no le apetecía trasegar pasteles en un mal momento, y quiso interpretarlo como una señal. Tal vez había llegado el momento de cambiar muchas cosas. Para eso sirven las crisis, se dijo. Para volver a empezar. No le faltaba tanto para cumplir cincuenta años, y quizá aquélla era la ocasión de encarar la madurez con serenidad, inteligencia y la actitud más correcta ante la vida. La vida después de Jan. Y después, cómo no, de conocer a Douglas Faraday.

Victoria se había prohibido volver a pensar en él nunca más. Aquel inglés que había revolucionado por unos días su ordenada conciencia debía pasar a formar parte de las cosas imposibles, de toda la legión de renuncias a las que nos obliga el sentido común. Pero, a pesar de todo, media docena de veces al día le asaltaba el recuerdo de aquel hombre que tanto se parecía a Jan, y entonces era imposible no preguntarse si las cosas podrían haber sido de otro modo.

«Claro que no, chica. Esto no es una película, ni tú una actriz de cine mudo.»

Por supuesto que no. Era la guapa y respetable esposa de un futuro senador por Nueva York, profesora universitaria y experta en Relaciones Internacionales. Es decir, alguien que no tenía nada en común con un anticuario inglés con edad suficiente como para ser su padre.

Un tipo que, de hecho, era el padre de su mejor amigo.

Y entonces, si había hecho lo correcto, ¿por qué demonios se sentía tan mal? ¿Por qué el recuerdo de Faraday la asaltaba cada dos por tres, antes de dormirse, justo al despertar? ¿Por qué andaba mustia y triste, arrastrando los pies como un alma en pena, sonriendo sin ganas y cediendo dócilmente a las genialidades del equipo de Herder?

«Pero si hasta has dejado que te escojan el vestido.»

Pues sí, allí estaba ella, luciendo un traje sastre de
cheviot
que le daba un calor espantoso, encaramada en unos zapatos de cocodrilo que no sabía de dónde habían salido.

«Por lo menos son de tu número. Consuélate, chica.»

—Señora Van Halen… su marido llegará en unos minutos… Tal vez sería mejor que usted y la señora Solano ocupasen ya su puesto en la mesa junto al embajador. Así todo el mundo estará colocado cuando el señor Van Halen entre por la puerta lateral. Encenderemos las luces en ese momento…

«Las luces… Ay, Dios…»

Junto a ella, Marga se mordía las uñas sin compasión.

Llevaba un vestido gris bastante bonito, y había ido a la peluquería aquella mañana. Parecía más pequeña y frágil que nunca, y a Victoria le dieron ganas de abrazarla.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Muy nerviosa. Afortunadamente, pude convencerles de que no era buena idea que hablase yo.

—Claro que no. —Le frotó un hombro—. Eso déjaselo a Herder. Se le da de miedo. Y no te preocupes. En cuestión de un rato todo habrá acabado.

—¿Cómo estás tú?

Victoria le dirigió una sonrisa más bien poco entusiasta.

—Ahí vamos. Pero, como te he dicho, esto está a punto de acabar también para mí. Volvemos a Nueva York esta misma noche.

Marga miró nerviosamente hacia los lados.

—Nunca se sabe, Victoria… Yo ya he aprendido a no hacer planes… siempre puede haber sorpresas…

—¿Qué quieres decir…?

—Mira, ya sé que no soy Jan… pero también soy tu amiga, ¿de acuerdo? Y… no soy tan tonta como puedo parecerte… A veces la solución a los problemas es mucho más sencilla de lo que nos creemos… Basta con llamar a las cosas por su nombre… ser transparente, vamos…

«Pero ¿de qué diantres está hablando Marga? ¿Y qué quiere decir con eso de llamar a las cosas por su nombre?»

—Marga… ¿Se puede saber…?

—Señoras, por favor. —Un tipo con un pinganillo se les acercaba—. Entren en la sala. El señor Van Halen está llegando al edificio. Tenemos un minuto…

Se sentaron junto al embajador, que las saludó a las dos y habló brevemente con Victoria sobre el «formidable muchacho» que era Herder van Halen. El candidato a senador entró en ese momento, y alguien inició un aplauso que otros —¿quiénes?— correspondieron, con lo cual la banda sonora fue la más adecuada para la puesta en escena. Los fotógrafos empezaron a hacer su trabajo mientras Herder saludaba al embajador y a Marga, y abrazaba efusivamente a su esposa antes de besarla en los labios. Los flashes arreciaron. Victoria hubiese querido salir corriendo.

«Demasiado tarde, chica.»

El embajador dio la bienvenida a todo el mundo y cedió la palabra a Herder.

—Gracias por haber venido. Gracias, sobre todo, a quienes se han desplazado desde Estados Unidos. Gracias a la embajada americana y a mi buen amigo Gordon Bridgewater por habernos brindado su hospitalidad. Gracias a Margarita Solano, que ha hecho posible este momento, y gracias sobre todo a mi esposa, Victoria, por estar siempre a mi lado. —Se volvió hacia ella y le apretó la mano. Victoria se dijo que para Herder debió de ser como espachurrar un pez muerto—. Dejen que les cuente una historia: desde mi juventud, he sentido una indomable fascinación por Greta Garbo…

Mientras Herder desgranaba los detalles de su loco amor por la divina, una música comenzó a sonar, y una pantalla de cine estratégicamente colocada empezó a regalar imágenes de películas de la señorita Garbo. Allí estaba la reina Cristina de Suecia, y estaba Mata Hari, y Ninotchka… estaban los personajes del cine mudo, y los primeros mitos del sonoro, pero, mientras miraba la pantalla —que era una forma de no tener que mirar a Herder—, Victoria se dijo que para ella Greta Garbo ya no sería la diva intocable convertida en leyenda, sino una chiquilla de quince años que sólo buscaba divertirse junto a su mejor amigo. Junto a Arvid Soderman, que había pasado por el mundo ignorando las reglas, incluso aquellas que le marcó el destino. Para él no habían existido fronteras ni normas: se las había saltado todas en su camino hacia una particular forma de felicidad. Eso es el valor, pensó Victoria. El mismo valor que a ella le había faltado para aprovechar la gran ocasión de su vida. Se sintió pequeña y triste, y el corazón se le agarrotó en dos deseos imposibles: abrazar a Jan y entrar en el túnel del tiempo para regresar al instante en que desperdició su oportunidad junto al hombre al que podía haber querido más que a cualquier otra cosa en el mundo.

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