A partir de entonces, entre Arvid Soderman y el único nieto de Henry Faraday se inició una curiosa amistad que duró hasta la muerte del primero. Durante la semana, el joven Faraday iba a sus clases, estudiaba, redactaba sus trabajos y se reunía con su tutor de Christ Church. El viernes y el sábado participaba de la vida universitaria en los
pubs
y en los
colleges
vecinos, entrenaba con el equipo de remo de la universidad e intentaba olvidar a Mischa en sus primeros escarceos con otras estudiantes. Pero en las mañanas de domingo, indefectiblemente, Douglas Faraday se unía al señor Soderman en sus excursiones por la campiña, que tenían como objetivo localizar nuevas remesas de material para la tienda. Por lo general comían juntos en algún
pub
de los pueblos vecinos y luego, antes del té dominical, regresaban a la ciudad. Para Soderman, aquellos paseos fueron al principio una forma de vaciar de amargura el corazón herido, pues cada vez que intentaba contar a sus contemporáneos su historia de amor con Mischa, éstos pretendían sólo obtener detalles procaces de la iniciación en los misterios del sexo de mano de una mujer madura, y nunca se mostraron muy interesados por lo que el episodio había tenido de hecatombe sentimental. Arvid Soderman sí. Mientras los chicos de Christ Church y los compañeros en el equipo de remo querían saber cómo tenía las nalgas Mischa Laurentin, Soderman se interesaba por el color exacto de sus ojos. Cuando sus amigos le preguntaban si su patrona en París no ponía problemas a la hora de subir a una mujer a la habitación, el sueco prefería enterarse de si habían paseado juntos por la Isla de San Luis o si habían escuchado a los músicos callejeros en los puentes del Sena. Arvid Soderman se quedaba en silencio cuando Douglas, al borde de las lágrimas, recordaba su peregrinaje por París en busca de una pista de Mischa. Sus colegas, sus compañeros, le decían que había tenido mucha suerte al librarse de ella tras la aventura: «Imagínate cómo sería tu vida si hubieses seguido con ella y un día te dieses cuenta de que estabas viviendo con una verdadera momia.» Por frases como ésa dejó Faraday de hablar de Mischa delante de la gente de la universidad, y reservó para Arvid Soderman las lamentaciones y los buenos recuerdos.
Pasaron las semanas, y una noche, después de haber participado en una fiesta y bailado con media docena de muchachas en flor, Douglas se dio cuenta de que hacía muchas horas que no pensaba en Mischa. Cuando se lo comentó a Soderman, él sonrió.
—Por eso sobrevivimos. Porque un día empezamos a olvidar. Y eso es lo que nos salva, Doug. Espero que no cometas el error de sentirte culpable por eso. El ser humano nace con el derecho a ser feliz, y ese derecho implica también una obligación. La felicidad es también una cuestión de voluntad, de perseverancia. Recuerda siempre que no hay nada de malo en querer estar vivo.
Él lo estaba. Posiblemente, no se había librado del todo del recuerdo de Erich, pero desde hacía tiempo mantenía una relación con un profesor de Historia Moderna que era miembro del Trinity College. No vivían juntos —Austin Peters tenía sus habitaciones en el
college
—, pero se veían casi a diario, y el profesor solía llevar a Arvid como acompañante en las celebraciones académicas.
Douglas no tuvo mucha ocasión de tratar a Peters. Era un hombre serio y callado, aparentemente tímido, de expresión algo triste. Cuando Soderman los reunió una tarde frente a la mesa del té en el apartamento de Banbury Road, Peters estuvo muy correcto, pero trató al invitado de Arvid con esa amabilidad distante que ejercitan con maestría los buenos ingleses. Estuvo irreprochable, pero gélido. Correcto, pero en absoluto simpático. Hizo a Douglas media docena de preguntas cuya respuesta estaba claro que no le interesaba, emitió algunos comentarios corteses sobre la excelencia de Christ Church College y elogió sin pasión alguna el programa de estudios que había elegido. No se ofreció a ayudarle si necesitaba algo en su carrera, apenas tocó el té y se marchó exactamente una hora después de haber llegado. Arvid Soderman no volvió a hacerlos coincidir nunca más.
—Tardé mucho en entender que Peters estaba celoso. Sí, eso fue lo que ocurrió: aquel hombre de sesenta años veía a un joven junto a la persona a la que amaba y se sentía inseguro y vulnerable. En aquel momento hasta me hizo gracia… ahora me doy cuenta de que no hay nada divertido en el sufrimiento de otra persona. Y supongo que, aun sin quererlo, causé algún daño a Austin Peters.
Victoria hubiese querido decirle que lo entendía. Que, a lo largo de los años, las amantes, las novias, incluso la esposa de Jan, habían tenido que pagar la cuota de dolor provocada por aquella amistad que sólo para ellos dos era pura, era limpia y no tenía matices ni dobleces. La idea de que ella y Douglas Faraday pudiesen estar unidos por el destino común de la incomprensión y —sí, por qué no admitirlo— un cierto sentimiento de culpa le provocó una sensación muy rara.
«Sí, señor Faraday, tenemos en común algo más que una pérdida dolorosa. Algo más que a Jan.»
—El profesor Peters no fue el único en desconfiar de Soderman y de mí. Mi amistad con un hombre mayor y solitario que vivía en una buhardilla y recorría las colinas mercadeando con chismes antiguos dio para más de una conversación a la salida de las clases. Cuando lo supe no me afectó, ni mucho ni poco. Ahora me sorprendo al recordar la naturalidad con la que pasé por encima de todos aquellos comentarios venenosos, lo poco que me importaba ser objeto de rumores malintencionados. ¿Sabe? Creo que, a los dieciocho años, yo era un muchacho bastante interesante.
Igual que Jan, pensó Victoria. Jan, que tenía sus propias normas para todo, que hacía oídos sordos a las opiniones ajenas, que vivió siempre como quiso, que siempre tomó la decisión correcta, la más justa, aunque a veces no fuese la más sencilla… En ese momento, el recuerdo de Jan se volvió tan intenso que Victoria sintió una especie de sacudida.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, claro… Es que… hace un poco de calor aquí…
Faraday le tendió un vaso de agua, que Victoria apuró pese a no tener sed.
—¿Mejor?
—Sí. Continúe…
—Mi amistad con Soderman duró toda la vida. Fue una especie de abuelo de repuesto, un familiar postizo… o un ángel de la guarda, según se mire. En los años de Oxford se convirtió en mi confidente, mi aliado o mi defensor, en función de lo que yo necesitara. Fue él quien me acompañó a Londres para justificar ante mi padre los dos primeros suspensos de mi vida, fruto, seguramente, del despiste del inicio de la vida universitaria. Él me enseñó a conducir y luego me regaló mi primer coche. Arvid dio el visto bueno a mi primera novia —una preciosa pelirroja de Edimburgo— y él también me aconsejó que la dejase cuando le confesé que empezaba a aburrirme con ella pero no quería romperle el corazón. Cuando acabé el segundo curso me regaló un billete de avión a Roma, y cuando conocí a Jenny fue la primera persona que se dio cuenta de que no debía dejarla escapar. Durante años, estuvo presente en todos los momentos importantes de mi vida… pero también en los más insignificantes. Eso es la amistad, supongo.
Douglas Faraday acababa de cumplir treinta años cuando Arvid Soderman enfermó. Se tomó su sentencia de muerte con una serenidad envidiable: «Soy casi octogenario y me han pasado tantas cosas que puede decirse que he tenido bastante —dijo, mientras Faraday intentaba asimilar la noticia—. El mundo no es tan grande, querido Douglas. Hay que ir haciendo sitio a los que vienen. Y aún tengo tiempo para dejar bien arregladas algunas cosas.»
—Fue entonces cuando me habló de la película. No sé si alguien supo de su existencia antes que yo. Quizá el abuelo Faraday compartió el secreto, pero ni siquiera estoy seguro. Para Arvid, aquella filmación de Greta Garbo era mucho más que una curiosidad valiosa, y es posible que quisiese evitar que alguien bienintencionado intentase convencerlo de que debía venderla.
Una tarde de otoño en que Faraday había acudido a visitar a su amigo enfermo —ya estaba casado, y vivía en Londres con su esposa—, Arvid Soderman le dijo que había algo que quería enseñarle. Ante la sorpresa de Douglas, montó un proyector de cine con la rapidez de un prestidigitador, y colocó en la bobina una cinta enorme. Apagó las luces, y en la única pared blanca de la sala —las otras prácticamente desaparecían bajo cuadros, tapices, esmaltes y relojes antiguos— se proyectó brevemente una historia inconclusa protagonizada por la inconfundible Greta Garbo.
—Nunca antes me había hablado de su amistad con Greta, ni de su extraña infancia en Estocolmo o de su trabajo como dependiente en unos grandes almacenes. Hasta entonces, Arvid había actuado como si su vida hubiese empezado en una tienda de antigüedades berlinesa y junto a Erich Kohl. La historia de cada persona tiene muchos capítulos, y Soderman se había guardado aquél para su particular canto del cisne. Me dijo que a su muerte quería legarme todas sus pertenencias. No le pregunté por Peters, aunque luego me enteré de que habían roto poco después de diagnosticarle su enfermedad. Nunca supe si fue el profesor quien le abandonó a él, o si fue Arvid el que eligió pasar solo los últimos meses de su vida. En cualquier caso, Soderman quería hacerme su heredero. El pequeño apartamento que había pertenecido a mis abuelos, cada uno de los objetos que había atesorado en los últimos años, su participación en Faraday's Things… todo sería mío cuando él muriese. No le pregunté por qué. Tal vez lo encontraba obvio: Arvid no tenía familia, así que… ¿qué mejor que poner sus posesiones en manos de un amigo? Me dijo que podía hacer con todo aquello lo que mejor me pareciera. Sólo me pedía un favor: que no vendiese la película y, un día, la legase a mi hijo. Eso fue lo que hice, Victoria. Le di a Jan la posesión más preciada del mejor amigo que tuve.
Victoria no dijo nada. Miró a Faraday y luego sonrió. Jan aseguraba que, cuando Victoria sonreía así —cosa que ocurría en ocasiones muy contadas—, era capaz de iluminar una habitación. Douglas Faraday, que no lo sabía, estaba pensando lo mismo.
—Es una historia increíble… No podía imaginar que…
—¡Douglas!
Una mujer de edad mediana se acercó a ellos. Lucía un elegante vestido malva y una cartera de piel de cocodrilo. A Victoria le llamó la atención el extraordinario color plateado de su pelo, que llevaba cortado a la altura de las mejillas, como las
flapper
de los años veinte. O como Mischa…
—¡Emma! ¿Ya son las seis? Qué rápido pasa el tiempo.
Acércate, ven… Te presento a Victoria van Halen, una amiga española…
La recién llegada le tendió la mano y ladeó la cabeza como para verla mejor. Sin saber por qué, a Victoria le molestó aquella curiosidad tan mal disimulada.
—¿Van Halen? Suena muy poco latino…
—En realidad es el nombre de mi marido. —Se volvió hacia Douglas—. Bueno, gracias por su tiempo. Debería…
Justo en ese momento, un grupo entró en el salón y se dirigió hacia donde estaban. Él hizo las presentaciones: eran dos matrimonios amigos. Todos saludaron a Victoria con cierta efusividad, pero aunque fueron algo más discretas que la tal Emma las mujeres también escudriñaron disimuladamente a aquella extraña que se había colado de rondón en lo que consideraban su terreno. «Quizá estas tres cacatúas hayan estado marcando con orina el perímetro en torno al Garrick», pensó Victoria, y se le escapó una sonrisa al pensar que, por primera vez en mucho tiempo, era ella el espíritu inexperto, la nota discordante por anacrónica, el verso suelto de una reunión, y se sintió estúpidamente joven.
—Vamos al Hampstead —dijo uno de aquellos hombres, un tal Lockwood—. ¿Le gusta Harold Pinter? Tenemos entradas para
Silence.
—La crítica no ha dicho cosas muy buenas.
—La crítica no tiene ni idea. —«He aquí a un fanático de Pinter», pensó Victoria—. ¿Le gustaría venir con nosotros, señora Van Halen? Hemos comprado un palco y nos sobran dos asientos.
Se hizo un silencio que sólo duró un segundo pero que bastó para que aquellas tres mujeres fulminasen con la mirada al autor de la invitación. Estaba claro que no querían compañía. El instinto batallador de Victoria surgió de algún lugar: «¿Y si digo que sí? La señora Lockwood no hablará con su marido hasta el día de Navidad, por lo menos…»
—Es muy amable, señor Lockwood, pero ya había hecho planes para esta noche. —Se volvió hacia Faraday y le tendió la mano—. Douglas, gracias por todo. Ha sido una tarde estupenda.
Acompañó la declaración con un aleteo de pestañas muy poco casual y se sintió perversa: «Si no queréis caldo…»
—La acompaño a tomar un taxi.
No hablaron hasta llegar a la calle.
—No sé quiénes son sus amigas, pero creo me detestan…
—No… ellas no…
—¡Oh, vamos, es una broma! En serio, Douglas, mil gracias por contarme la historia entera. Ha sido estupendo escucharle. Y es usted un gran narrador… Mischa le habría fichado para uno de sus personajes en el teatro. Debería probar suerte como actor.
—Lo pensaré. Tal vez cuando me jubile…
Se rieron brevemente.
—Jan hubiese disfrutado con la conversación de esta tarde. De hecho, estoy convencida de que le habría hecho muy feliz haber tenido ocasión de conocerle a usted de verdad.
Le pareció que la mirada de Douglas Faraday se nublaba un poco y se arrepintió de haberse puesto tan trascendente.
—¿Cuándo se marcha?
—Pasado mañana. Es hora de volver a la vida real, ¿no le parece?
Él no contestó.
—Me gustaría despedirme de usted…
Se quedaron en silencio.
«No me gustan las despedidas. No me gusta decir adiós. No me gustan las escenas de película.»
—Le haré una visita en la tienda. —Le estrechó la mano otra vez—. Ha sido un placer, Douglas.
Un taxi pasó justo en aquel momento, y Victoria entró tan deprisa como pudo. Tuvo la sensación de que Douglas Faraday se quedaba mirando el coche mientras se alejaba, pero prefirió no volverse para comprobarlo.
«Pues esto es todo, chica.»
—¡Tía Vi!
—¡Victoria! ¡Aquí!
Shirley y Solange estaban en el vestíbulo del hotel, pero ella ni siquiera las había visto al entrar.
—Pareces en las nubes, querida…
—No, yo… estoy cansada… Llevo todo el día trabajando.
—Espero que tu amiga te haga un buen regalo. Te has pasado las vacaciones ayudándola… No me parece muy considerado por su parte, la verdad. Pero eso no es cosa mía, así que no diré nada. Ah, mira, ahí está Margaret.