—Está bien. —Solange la besó, y luego se volvió hacia su madre—: Tú te vas ya, ¿no?
—Sí. Mi vuelo sale dentro de dos horas. Estaré un rato con Marga, y luego tomaré un taxi para el aeropuerto.
Aquella mujer era increíble. Iba a largarse así, dejando a su hija huérfana. Claro que ése era el
modus operandi
de Chloe: salir pitando de todas partes donde hubiese un atisbo de conflicto. Besó a su hija y la abrazó teatralmente con sus hermosos y blancos remos de cuarentona sofisticada.
—Sé fuerte, mi amor. Te llamaré esta noche, ¿de acuerdo?
Solange ni siquiera contestó. Se alejó por el pasillo, dando pasos rápidos con sus elegantes zapatos de
ballet
. Chloe no se movió del vestíbulo. Dedicó a Victoria una mirada de resignación, y ella supo que había llegado el momento de las confidencias. O, al menos, del remedo de ellas.
«Vamos, Chloe, juguemos a ser amigas. Cuéntame algo que no sepa. Pídeme un consejo, ayuda, consuelo… Es lo que toca, ¿verdad?»
—¿Qué me dices de la camiseta? ¿Tú crees que se puede andar por ahí con esa cosa larga y estirada? Le dije que se pusiera una blusa con los
leggins
grises, pero ni caso. Es testaruda como ella sola.
Victoria sólo pudo componer una mueca desmayada. Lo último que esperaba era que Chloe sacase a colación el asunto de la indumentaria de su hija. Por fortuna, enseguida cambió el tercio para meterse en la piel de la madre preocupada.
—Está destrozada, la pobre. Adoraba a Javier… Pero eso tú ya lo sabes. Más adelante me gustaría que se viniese conmigo a París. Cuando acabe todo este lío de las colecciones. Diciembre es un buen mes, aunque hace tanto frío…
Estupendo. Chloe iba a aplazar cuatro o cinco meses la visita de su hija sin padre. ¿De qué demonios estaba hecha por dentro aquella mujer?
—La verdad es que Solange y yo no nos conocemos mucho. —Había un tono desapasionado en su confesión—. Yo era tan joven cuando nació… Supongo que no me ocupé mucho de ella. Y luego estaba Javier, claro. Me lo puso demasiado fácil llevándosela enseguida.
Así que ahora la culpa de que Chloe fuese una madre horrible era sólo de Jan. Victoria sintió deseos de pegarle. ¿Y si lo hiciera? ¿Se sentiría mejor si fuese capaz de dar una bofetada a Chloe? Una bofetada sonora, con la mano abierta y el factor sorpresa multiplicando su efecto humillante. Cualquier cosa antes de seguir allí de pie, en el recibidor, escuchando obviedades.
—Victoria… Me dijeron que estabas aquí.
Tardó unos segundos en reconocer la voz de Santiago Lema. Llevaban seis o siete años sin verse, y le sorprendió encontrarlo distinto, aunque no era capaz de explicar en qué había cambiado. Estaba más delgado, sí. Y a lo mejor también tenía menos pelo. En definitiva, el tiempo también había pasado para él. Como para todos. Santiago le tendió la mano, y a ella le pareció absurda la formalidad del gesto, así que lo besó en las mejillas. Junto a ellos, Chloe no perdía ripio. Victoria sospechaba que se sabía la historia. O, al menos, una parte. Quizá Jan se la había contado.
—Chloe, ¿nos dejas un momento?
Santiago, tan poco amigo de formalidades y ceremonias. Tan directo, tan escasamente diplomático cuando era necesario.
—Oh, claro que sí. Tendréis cosas de que hablar.
«Tendgeis cosas de que hablag.» Maldito Jan. Nunca había sabido cerrar la boca. Por fortuna, Chloe se alejó meneando su privilegiado esqueleto, su culo respingón protegido por un pantalón de diseño.
—¿Cómo estás?
Qué pregunta tan torpe, pensó Victoria. Sonrió y se encogió de hombros.
—Intentando hacerme a la idea, supongo. —Se dio cuenta de pronto de que hacía mucho calor en aquel vestíbulo—. Oye, ¿qué pasó exactamente? Marga no me explicó nada. Y tampoco iba a preguntarle a ella, o a Solange.
—No hay mucho que contar. Fue un infarto. Se desplomó en la calle. Llegó muerto al hospital. Ni siquiera se dio cuenta.
«Y tú qué sabes. Qué sabemos nosotros de lo que pasa en esos segundos previos a la muerte. Cuánta conciencia, cuánta lucidez hay en ese último instante.»
—No estaba seguro de que fueras a venir. Marga no se enteró muy bien de lo que le contestaste.
—Si te digo la verdad, yo tampoco sé lo que le dije… ni lo que me dijo ella. Me vine casi a ciegas, fíjate.
—¿Por qué no me llamaste?
Eso, ¿por qué?
—No tengo tu número. —Era una forma elegante de responder «porque llevo siglos sin hablar contigo y no eras la persona con la que me apetecía comunicarme en ese momento».
—El caso es que yo sí iba a llamarte porque… Bueno, hay algo de lo que deberíamos hablar. Se trata de Jan.
Un pinchazo en el estómago. Victoria se preguntó si, de ahora en adelante, iba a sentirse así cada vez que oyese aquel nombre.
—Tú dirás…
—Ahora no, Victoria. Es largo de explicar y no estamos en el sitio más adecuado. Éste es el número de mi despacho. Llámame mañana, a la hora que tú quieras, y nos vemos un momento.
Guardó la tarjeta justo cuando Marga apareció por el vestíbulo.
—Victoria… Te estamos esperando para comer algo. Ven tú también, Santiago.
—No, gracias, tengo que marcharme. —La besó tras estrecharla unos segundos en un abrazo—. Te llamo después, ¿vale? Y no te preocupes por nada. Yo me encargo de lo que haga falta.
Santiago Lema, el eficiente abogado. Qué amable de su parte ofrecerse para todo. Victoria pensó si también iba a abrazarla a ella para despedirse, pero no lo hizo.
—Hasta mañana, Vic.
En el salón, alguien había dispuesto una mesa de bufé tan bien surtida que parecía un bodegón de Arcimboldo.
Victoria se dio cuenta de que tenía hambre. Llevaba casi un día sin comer, a excepción de los aperitivos del avión y las sobras de los bollos en el hotel. De buena gana se hubiese colocado en el mejor sitio junto a la comida para dar cuenta de la tortilla de patata, las empanadas chilenas y la fuente de embutidos, pero, como bien había advertido Marga, había demasiada gente esperando por ella. La noticia de su presencia había corrido como la pólvora entre los asistentes al funeral. Victoria está aquí. Victoria. Sí, la que vive en América, la que se casó con un ricachón. La amiga de Jan. La amiga de Jan. La amiga de Jan. Y, a continuación, las dobles miradas, las sonrisas maliciosas, las mismas expresiones irónicas que le resultaban tan familiares desde hacía casi treinta años. ¿Y si se marchaba ahora, antes de dar a las fieras su diaria ración de carnaza? ¿Y si los dejaba a todos con un palmo de narices, hurtándoles la oportunidad de escrutarla, de analizarla, de hacer elucubraciones malignas sobre su estado de ánimo? Debían de estar encantados con el espectáculo: ella y Marga bajo el mismo techo, listas para echar de menos a Jan, consolándose mutuamente, compitiendo quizá en el dolor por la pérdida.
Conocía a la mayoría de la gente —aunque había olvidado casi todos sus nombres—, pero también había personas extrañas a las que un alma caritativa habría puesto en antecedentes de la situación. Victoria comprobó, consternada, que unos y otros tenían intención de ofrecerle sus condolencias, de convertirla en merecedora de una atención especial. Los mismos que habían dado el pésame a Solange y a Marga pretendían otorgarle el mismo tratamiento supuestamente afectuoso que a la viuda y a la hija de Jan. Y se propuso firmemente hacerles fracasar. Supo poner distancia. Dar a aquellos abrazos, a aquellos besos, la frialdad recíproca de un saludo social. No lloró, no se le quebró la voz, y por supuesto no dio las gracias a los que querían confortarla. Cuando alguien le decía «lo siento mucho», ella contestaba «yo también», colocando así al otro al mismo nivel de pesar. Tras terminar los saludos se sintió agotada. Hubiese sido capaz de dormirse allí mismo, sentada en la silla incómoda que alguien le había ofrecido, y que rechazó para acercarse a hablar un rato con Marga. Asumiendo que no habría fuegos artificiales, decepcionados tal vez por la insultante normalidad que se respiraba allí, los asistentes se dedicaron a la comida. Victoria se sirvió un emparedado. Marga dijo que no tenía apetito.
—Lo siento, pero no me entra nada en el cuerpo. ¿Ya has visto a Solange? —preguntó.
—Sí. Chloe la mandó a echarse un rato. Le vendrá bien descansar. ¿Cómo está?
—No lo sé. —Dibujó una sonrisa desangelada—. Ni siquiera sé cómo estoy yo. Ha sido tan inesperado que…
—Pero ¿Jan estaba mal? ¿Tenía problemas de corazón?
Victoria no conocía de nada a la mujer que acababa de plantarse entre ambas con la pregunta impertinente, pero de muy buena gana le hubiese propinado un empujón. ¿Por qué tenía la gente esa manía de investigar en las razones de una muerte? Y, sobre todo, ¿no habría nadie mejor a quien preguntar que a una viuda?
—No. No que yo sepa —balbuceó Marga.
Victoria supo que iba a echarse a llorar otra vez e, instintivamente, le pasó la mano por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Todas las miradas se volvieron hacia ellas. «Qué gran momento», pensó Victoria.
Por fortuna, Chloe entró en ese instante.
—Bueno, yo tengo que irme.
—¿Tan… tan pronto? Solange se llevará un disgusto al saber que no vas a quedarte. ¿No puedes retrasar el regreso un par de días?
—Ah, no… Estoy hasta arriba de trabajo. Ya ha sido una locura dejar París en este momento. Acabo de hablar con Jean Claude y dice que no puede prescindir de mí ni un día más.
«Y dale con el dichoso Jean Claude.»
—Pero es que la pobre Solange… No sé, creo que para ella sería de mucha ayuda que estuvieses por aquí.
Victoria notó que le sudaban las palmas de las manos. La insistencia de Marga empezaba a incomodar a Chloe, no porque le importase mucho lo que le estaba diciendo, sino porque gracias a sus súplicas había una veintena de personas pensando al mismo tiempo que era una pésima madre.
—Mira, Marga, ya hablaré con Solange por teléfono. Esta misma noche la llamaré desde casa… Pero no puedo quedarme en Madrid de ninguna de las maneras.
Marga se echó a llorar otra vez, y el gesto de fastidio de Chloe se convirtió en una mueca de desprecio. Suspiró poniendo los ojos en blanco, y luego cambió con Victoria una mirada que quería ser de complicidad, aunque no encontró respuesta. Le dedicó una sonrisa seca antes de abrazarla.
—Siempre le decía que hubiera hecho mejor casándose contigo —susurró, a modo de despedida.
Victoria sólo pudo desear que nadie más hubiese oído aquellas palabras que, como todo lo que venía de Chloe, estaban cargadas del peor de los venenos.
Herder se había empeñado en almorzar con un antiguo compañero de hermandad. Siempre que viajaban, aparecía algún viejo colega del Lambda Kappa Omega (o algo por el estilo) con el que había que comer mientras se recordaban batallitas que tenían como escenario las verdes praderas de la Universidad de Brown. Victoria se preguntaba cuántos miembros tendría la dichosa
fraternity
de su marido (cientos, a juzgar por su facilidad para materializarse en cualquier sitio), y si éstos andaban diseminados por el mundo como una secta de pelmas empeñados en recordar su alegre pasado universitario delante de terceros. Porque, claro, para la sesión rememorativa los simpáticos muchachos de Lambdaloquefuera necesitaban público. Así que Victoria se había convertido en una experta en el arte de escuchar con una sonrisa mientras pensaba en sus propios asuntos todo el repertorio de las tontas barrabasadas que un puñado de gamberros hijos de papá perpetraban con el fin de divertirse. Le ayudaba pensar que al menos no estaba sola en el suplicio, pues todos los miembros de la fraternidad que había conocido estaban casados, de forma que entre sus mujeres solía establecerse cierta complicidad resignada que resultaba un consuelo mínimo. Mal de muchos… Pero, en aquella ocasión, las cosas se torcieron. Porque Lauren, la esposa de Frank Wilson, no podía ser, como ella, una simple espectadora del
show
. También era miembro de una fraternidad femenina de Brown —la muy enrollada Alpha Pi—, y había conocido a su marido y al propio Herder en aquella época de desenfreno postadolescente. De modo que Victoria se quedó sola ante el peligro mientras aquellos tres se acordaban de la noche en que habían asaltado la piscina del campus para darse un baño desnudos o de aquel estudiante húngaro que se partió la crisma intentando entrar por un balcón en el cuarto de su novia americana. La conversación no fue más allá del profuso intercambio de anécdotas —la mayoría de ellas ya rememoradas en otras reuniones— y Victoria nunca supo qué demonios estaban haciendo en Madrid los señores Wilson.
Por fortuna, la reunión se disolvió temprano. A las cuatro. Y sin demasiadas contemplaciones, Frank Wilson declaró que tenía que descansar un poco.
—¿Cuándo volvéis a Nueva York?
Herder miró brevemente a Victoria.
—Mañana por la tarde.
Ella se sintió confortada. Así que ya había fecha para el regreso. Se alegró. No le quedaba nada que hacer en Madrid. Sólo ver a Santiago y escuchar lo que tuviera que decirle. Y eso ocurriría en cuestión de una hora. Se despidió de Frank y de su mujer —a él, por cierto, se le empezaban a cerrar los ojos—, y escuchó cómo Herder y Lauren hacían votos por no perder el contacto antes de arrancarse a cantar por lo bajini una bochornosa cancioncita de su época dorada. Frank no les siguió al estribillo. Se había quedado dormido en su cómodo sillón de mimbre y ni siquiera aquella muestra de nostalgia en versión musical fue capaz de despertarlo.
Cuando se bajó del taxi, Victoria pudo sentir en el rostro una ráfaga de calor seco, y aquella sensación sirvió para acentuar su desánimo. Se había dado cuenta de que no tenía ganas de ver a Santiago. Incluso habría preferido regresar junto a los señores Wilson para seguir escuchando historietas de hermandad, siempre y cuando Frank hubiese vuelto ya del mundo de los sueños. Además, le resultaba difícil pensar que ella y Santi tuviesen algo que decirse después de tantos años y de tantas cosas que habían pasado. «Se trata de Jan», le había dicho, pero Victoria pensó que podría ser una argucia para proponer una cita que, en otro caso, ella probablemente no hubiera aceptado.
Habían quedado en una pastelería de la calle Serrano. Fue ella quien propuso el sitio, aduciendo que estaba cerca de su hotel, pero en realidad lo eligió porque se le antojaba un lugar impersonal y vacío de todo significado. El mejor territorio para reencontrarse con un tipo al que había amado desesperadamente durante más tiempo del que quería reconocer.