Supo que había algo que Jan no le estaba diciendo, algo que ni siquiera él era capaz de explicar. Quizá fue el único que, con sólo un apretón de manos, descubrió al estúpido que vivía dentro de Herder van Halen. Mientras el resto de conocidos y amigos caían rendidos bajo su influjo de americano guapo y distinguido —parece
el Gran Gatsby
, le había dicho alguien—, Jan había visto en Herder algo que no le gustaba. Exactamente lo mismo que Victoria había tardado años en descubrir. Ahora que lo había hecho, ahora que conocía al verdadero Herder, se preguntaba qué demonios venía a continuación, qué se hace cuando tu marido ya no te gusta y no te atreves a volver a empezar llevando sobre los hombros la conciencia de una relación fracasada, y sobre todo, cuando eres incapaz de enfrentar la incomodidad que supone un nuevo cambio de vida.
Sí, eso era: el matrimonio la hacía sentir muy cómoda. Había algo confortable en el hecho de ser una mujer casada —y podía decirlo bien alto, porque durante casi cuarenta años había sido soltera— y no estaba dispuesta a volver a convertirse en una cuarentona solitaria con un divorcio a sus espaldas y un futuro incierto delante de las narices. Sería distinto si se hubiese casado con Herder a los veintiocho años, y estuviese considerando la posibilidad de un divorcio desde la cómoda atalaya de los treinta y tantos. Entonces podría plantearse el asunto con más o menos tranquilidad. Pero cuando la próxima década es la de los cincuenta lanzarse de cabeza a lo desconocido evidencia una notable falta de sesera. Y Victoria no era lo que se dice una estúpida.
Por eso llevaba más tiempo del recomendable cocinándose a conciencia en su propio rencor, en una rabia sorda que con el paso de los meses iba haciéndose más y más ingobernable. A veces se preguntaba hasta dónde podía llegar aquella sensación de hastío, de pura incomodidad, que le provocaba la sola presencia de Herder. Y ése era el principal problema: la profunda antipatía que su marido despertaba en ella. Desalentada, se decía que había algo muy infantil en ese sentimiento tan primario. A veces hubiese preferido odiar a aquel hombre, detestarlo con cada una de las fibras de su cuerpo, que experimentar hacia él lo que podía ser una pura pulsión de desgana. No es que abominase de Herder. Simplemente, le caía fatal.
Victoria estaba segura de que Herder van Halen no tenía la menor idea de lo que ella sentía. En realidad, a Herder le preocupaba muy poco todo lo que no estuviese directamente relacionado consigo mismo: sus clases en la universidad, sus publicaciones, sus conferencias y sus veleidades arribistas. Quería entrar en política, y había empezado a preparar el desembarco multiplicando su actividad académica y su presencia en foros más bien populistas con acceso a los
lobbies
que crecían en Nueva York como las setas en otoño. Herder van Halen, descendiente de uno de los cuatrocientos de la señora Astor, caucasiano, rico por su casa y eminente profesor universitario, llevaba meses en feliz chalaneo con asociaciones de hispanos de la Costa Este, participando en campañas cívicas y promoviendo iniciativas vanguardistas —la última, conseguir que una marca de cereales pagase unas clases de inglés para inmigrantes adultos que seguían sin conocer la lengua de su patria adoptiva—, convencido de que si Chicago había sido capaz de lanzar a la Casa Blanca a un tipo negro, la población del estado de Nueva York bien podía dejarse conquistar por un aspirante a senador rubio y de ojos azules que abrazaba a líderes hispanos tras hablarles con soltura en su propia lengua, contaminada sólo por su ligero y musical acento de Nueva Inglaterra.
Herder pensaba presentarse a las siguientes elecciones al Senado con las bendiciones de su distinguida familia, que se había declarado dispuesta a apoquinar la pasta necesaria para conseguir la nominación. Los Van Halen estaban convencidos de que las ambiciones de Herder acabarían haciendo de ellos los próximos Kennedy, así que no importaba lo que tuviesen que invertir si el apellido Van Halen iba camino de convertirse en parte de la historia de la Gran Nación Americana. El jefe de campaña de Herder repetía media docena de veces al día que el aspirante a senador Van Halen era un candidato de ensueño: rubio, alto, guapo y atlético —más de lo que JFK había sido nunca, con sus eternos problemas de espalda y sus alergias a media docena de cosas—, cultísimo y millonario. Que además fuese profesor en una de las mejores universidades del país y hablase tres lenguas aparte de la suya añadía más puntos al marcador. Su paso por el ejército hubiese sido la guinda del pastel —ya se sabe lo mucho que encandila a los americanos la historia del héroe—, pero Herder nunca manifestó interés por la vida militar, y hasta había escrito artículos incendiarios en contra de la política de Bush en Iraq, así que nada había que hacer en ese sentido. Por fortuna, la Era Obama había inaugurado una nueva etapa en la que el antimilitarismo podía despertar la simpatía de los votantes, y a eso se agarraba Herder. Por lo demás, el cuadro de sus virtudes lo completaba una hermana homosexual con pareja estable —Victoria hubiese pagado cinco mil dólares por estar presente el día en que Berenice van Halen confesó a sus exquisitos papás que le iban las chicas—, la superación de una leucemia durante su primera juventud… y su esposa española. Victoria Suárez de Castro, con su sonoro apellido, su procedencia europea —sí, los americanos tenían claro por fin que España no limita con México— y su atractivo aspecto mediterráneo.
«Su esposa es una Jackie Bouvier del siglo XXI», había dicho a Herder uno de sus asesores para justificar lo esencial que sería la implicación de Victoria en la campaña. Ella había accedido a pedir un año de excedencia en la universidad de Grace —donde daba clase de Relaciones Internacionales— para ayudar a su marido a obtener la nominación. Todos aquellos tipos —publicistas, jefes de prensa y demás parafernalia preelectoral— decían que si Herder van Halen era el candidato perfecto, su esposa no se quedaba atrás: aquella distinguida morena de largas piernas, profesora en una universidad de menor prestigio que la de su marido que colaboraba como analista de temas internacionales en dos o tres publicaciones importantes, resultaría mucho menos agresiva para el votante medio que una abogada correosa o una barracuda de Wall Street que ganase más que Herder —durante la campaña de Obama, fue un problema publicar que el sueldo de Michelle era mejor que el de su marido—. Por otra parte, el modelo «matrona adorable entregada a su familia» había finiquitado con la mujer de George Bush, así que a nadie le preocupaba mucho que los Van Halen no tuvieran hijos. Herder sí los tenía: dos chicos y una chica de su primer matrimonio. Sólo habría que llamarlos de vez en cuando para las sesiones de fotos y sacarlos en alguno de los mítines de fin de campaña si su ex mujer no tenía inconveniente. Y, desde luego, mientras Herder fuese tan generoso con la pensión que le pasaba, no es fácil que la antigua señora Van Halen pusiese problemas a la hora de exhibir a su ejemplar descendencia.
A Victoria le importaba un bledo tener un marido senador. De hecho, le importaba un bledo a qué se dedicara Herder. La relación entre ambos había pasado de ser tensa a no ser. Cada uno tenía su vida, y su existencia común se limitaba al intercambio de palabras más o menos amables cuando coincidían, de milagro, en alguna de las siete habitaciones de su apartamento de la calle Setenta y dos. Victoria se sentía como un verdadero gusano cuando se enfrentaba al hecho de que aquel apartamento constituía otra razón para no divorciarse de Herder. Era el lugar más maravilloso del mundo, o al menos eso pensaba ella, con sus vistas a Central Park, su luminoso salón con chimenea y la terraza de veinte metros cuadrados con la pequeña fuente de piedra y las enredaderas frondosas que le daban el aire equívoco de un patio romano. Hubiese sido capaz de matar por aquella terraza, un jardín en miniatura en el Upper East Side. No, ni todos los Herder van Halen del mundo conseguirían que renunciase a aquel paraíso urbano. Además, gracias al ingente trabajo de precampaña, Herder estaba en casa mucho menos que antes, aunque ahora sus ausencias había que atribuirlas a las ansias de nominación y no a la amante de turno. De todos modos, pensaba Victoria, el señor Van Halen tendría que revisar su conducta sexual si pretendía zambullirse en las aguas procelosas y pacatas de la política norteamericana, donde las infidelidades y el puterío, por fino que sea, no están lo que se dice bien vistos. Por lo demás, para ella no había problema en seguir adelante con el pacto de no agresión que habían firmado hacía tiempo, e incluso estaba dispuesta a hacer su parte de trabajo, que hasta ahora se había limitado a unas cuantas meriendas con señoras, cenas con posibles donantes y dos o tres apariciones públicas en actos benéficos, donde entraba agarradita de la mano de Herder. Una mano, por cierto, que siempre estaba helada.
Herder salió de la ducha envuelto en una toalla, y Victoria tuvo que admitir que seguía siendo un hombre atractivo, aunque era incapaz de sentir por él ni una sombra de lo que pudiera confundirse con deseo físico. Por primera vez desde que salieran de Nueva York, se preguntó por qué demonios había insistido en acompañarla a Madrid. No era capaz de recordar la última vez que habían pasado juntos más de veinticuatro horas seguidas —y veinticuatro horas junto a Herder no eran fáciles de olvidar— y sin embargo se había empeñado en emprender con ella un largo y pesado viaje trasatlántico. Victoria estaba segura de que había gato encerrado tras tanta amabilidad, pero ahora no tenía tiempo ni ganas de investigar los motivos del lobo. Le había venido muy bien que la secretaria de Herder se ocupase de comprar los pasajes, pedir un coche para el aeropuerto y reservar un hotel en Madrid, así que eso era lo que ya había sacado de la compañía del profesor Van Halen: la perfecta logística de aquel viaje inesperado. Quizá debería haber pedido a esa Brittany, o comoquiera que se llamase, que le hiciera también el equipaje. Seguro que ella no se hubiese olvidado de meter en la maleta la ropa apropiada, pensó, e instintivamente miró el vestido que acababa de comprarse.
—Me voy a duchar.
—¿A qué hora es eso?
Victoria cerró sin contestar la puerta del baño. Ése era el profesor Herder van Halen: un tipo capaz de llamar «eso» al funeral por la persona a la que más había querido su mujer en sus cuarenta y seis años de vida.
Llegaron al tanatorio al filo de las doce. Para sorpresa de Victoria, Herder la tomó de la mano al bajar del coche. Ella se dijo que era la costumbre: debía de creerse que estaban en alguno de sus dichosos actos de campaña. Se dio cuenta de que alguna gente los miraba y pensó desapasionadamente que formaban una pareja atractiva: Herder van Halen, alto y bien plantado, impecable en su traje oscuro, llevando de la mano a una mujer sofisticada y esbelta, que protegía el rostro bronceado detrás de unas enormes gafas de sol. Hubiesen quedado bien en una revista, se dijo amargamente Victoria.
—¿Dónde es?
—En la sala cuarenta y dos. Escucha, Herder… eh… ¿Te importa si entro sola?
—Pero ¿por qué?
Herder parecía decepcionado, como si no quisiera renunciar a su parte del pastel. Como si ejercer de marido de Victoria fuese en esa ocasión un triunfo social. Victoria pensó que iba a tener que defender con uñas y dientes el deseo de prescindir de su compañía, pero Herder van Halen debió de recordar de pronto que allí no había nadie a quien pedir el voto, ni tampoco fotógrafos ante los que hacer el paripé de matrimonio perfecto.
—Si es lo que prefieres… Debe de haber una cafetería por alguna parte, ¿no?
Ella se sintió vagamente agradecida. Notó un atisbo de ternura hacia él, y le besó en la mejilla.
—Seguro que sí. El funeral empieza en media hora. Te espero dentro.
Para su sorpresa, cuando Herder se alejó, notó algo parecido al pánico. Incluso tuvo la tentación de llamarlo, pero sabía que hubiese sido una claudicación. Después de todo, se dijo, incluso muerto Jan era cosa suya y no tenía nada que ver con Herder, ni con su matrimonio deficiente, ni con su soledad. Eran ella y Jan. «Yo sola, a partir de ahora», pensó, y notó un dolor agudo en el centro del pecho.
Avanzó hacia la sala. Vio algunas caras conocidas pero, afortunadamente, nadie pareció reparar en ella. Sí, era preferible haber dejado a Herder a buen recaudo: yendo con él no era fácil pasar desapercibida, y a Victoria no le apetecía pararse a saludar, ni intercambiar cortesías sociales en semejante escenario. Qué espantoso invento eran los tanatorios, pensó. Qué forma maquiavélica de colectivizar el dolor, de convertir la muerte en algo seriado. Por otro lado, aquella eficiente organización de los decesos —salas numeradas, pantallas que informaban de la ubicación de los cuerpos— podían entenderse como una forma de quitar hierro al drama, como si cada uno de los fallecidos y su corte de duelo fuesen parte de una cadena de montaje.
—¡Victoria! ¡Oh, no sabes cuánto me alegro de verte!
Chloe. Rubia, alta, francesa, de ojos glaucos y piel traslúcida. Delgadísima, por supuesto. Victoria no pudo evitar echar un vistazo a su cintura de avispa ni a sus bien torneados brazos. Chloe siempre presumía de no necesitar gran cosa para conservar la línea de una veinteañera: «Es cuestión de comer equilibradamente y sentirse bien con una misma.» Victoria se había prometido estrangular a Chloe si alguna vez repetía en su presencia aquel puñetero mantra del bienestar interior como clave para estar estupenda. A partir de los cuarenta, la única forma de conservar la línea es matarse en el gimnasio, alimentarse de ensaladas sin aliñar y pasar las cenas a base de té verde con sacarina o, si hay suerte, un yogur desnatado. Además, sabía por Solange que Chloe se había sometido a dos o tres operaciones de estética que nada tenían que ver con la armonía interior, a no ser que el budismo diga algo del levantamiento quirúrgico de glúteos y la reducción de cartucheras mediante bisturí. Sea como fuere, allí estaba, espléndida desde su uno setenta y cinco sin tacones, luciendo un pantalón de lino crudo y una blusa negra de seda que era exactamente la indumentaria perfecta para su dudoso papel en aquella función indeseable: el de madre de la hija del muerto. Se había maquillado muy ligeramente, apenas un poco de base y algo de colorete sobre los pómulos marcados a cincel, y su cabello dorado tenía tan buen aspecto que parecía recién salida de un salón de belleza.
—Querida… Menos mal que has llegado. Solange no hacía más que preguntar por ti.