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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (6 page)

Volvieron a verse unas semanas después de aquel encuentro casual, en la presentación del libro que Jan había escrito y que Marga Solano había corregido diligentemente hasta liberarlo de erratas y comas mal puestas. Cuando la reconoció —después de que Marga la saludase efusivamente—, Victoria tuvo un arranque de maldad, y se preguntó desde cuándo las editoriales invitaban a las presentaciones al personal subordinado. Se arrepintió de inmediato de su propia crueldad, y se impuso la penitencia de ofrecer a Marga un sitio a su lado. Ella la siguió como un perrito faldero, o como una chiquilla feúcha a quien ha convocado a una fiesta la más popular del instituto.

—Muchas gracias, de verdad. Me siento un poco fuera de lugar aquí. Como no conozco a nadie… Me enteré de la presentación por el periódico, y como el señor Alonso fue tan amable conmigo el otro día, pensé ¿y por qué no? Cualquier momento es bueno para aprender algo nuevo, ¿no le parece?

—Trátame de tú —le dijo, más que nada para esquivar la pregunta absurda que acababa de hacerle—. No soy tan vieja.

—Oh, no, desde luego que no… No es por eso… es que… No sé cómo decirlo, las personas como usted, bueno, como tú… me imponen respeto, ¿sabes? Viajan por el mundo contando lo que saben, la gente las escucha y todo eso. Entiende que es muy difícil no sentirse un poco intimidado cuando se es alguien como yo.

«Alguien como yo.» Eso había dicho. Aquella declaración de humildad —o, para ser más exactos, de voluntaria humillación— provocó en Victoria una rara mezcla de ternura y desprecio. Quizá eso es la compasión, pensó, y se sintió profundamente mezquina porque, al fin y al cabo, lo que Marga Solano pensaba de sí misma era a grandes rasgos lo mismo que pensaba ella. Sintiéndose magnánima, cambió de tema y le contó alguna frivolidad sobre el presentador del libro —un ex ministro reciclado en analista político e impuesto por la editorial (era igual de malo como analista que como ministro)—, que Marga escuchó con los ojos muy abiertos y la sonrisa incrédula del que ha sido transportado muy cerca del nirvana de las revelaciones y los chismes del mundo intelectual. Fue la propia Victoria quien insistió en que se quedara al cóctel posterior: «Así podrás saludar a Jan», dijo, y Marga obedeció agradecida, y compró un ejemplar del libro para pedir que se lo firmara.

Tomaron juntas una copa de un vino áspero y barato —Victoria tuvo que recordarse que, después de todo, Jan no era un autor de
bestseller
—, y a Marga se le soltó un poco la lengua. Era licenciada en Filología Inglesa, y llevaba años saltando de un empleo precario a otro esperando la convocatoria de unas oposiciones que no llegaban nunca. Daba clases de inglés a domicilio, corregía textos para las editoriales y los fines de semana hacía turnos de doce horas en una librería. Victoria volvió a sentir una ráfaga de vergüenza al recordar su poca piedad catalogando a aquella chica. Cuando llegó Jan, le dio la mano con menos energía que la otra vez, y le tendió tímidamente el libro con intención evidente mientras susurraba su nombre, «Marga», dando por hecho que no había motivo para que lo recordara. Alguien reclamó a Jan antes de que pudiese rubricar la primera página, y Victoria volvió a quedarse sola con ella.

—¿Hace mucho que estáis juntos? —preguntó.

—¿Quiénes? ¿Jan y yo? No estamos juntos… Bueno, no en ese sentido. Somos amigos desde hace siglos.

—Ah. Oh. Lo siento…

—¿El qué? ¿Qué no estemos juntos?

—No —se rió—. Haberlo preguntado. Es una impertinencia. Y, además, tampoco es asunto mío.

«Tienes razón, no lo es», fue la respuesta que tuvo Victoria en la punta de la lengua, pero luego recordó los fines de semana haciendo horas extras en una librería y las correcciones mal pagadas.

—No te preocupes. Le pasa a mucha gente.

Era verdad. Victoria, igual que el propio Jan, llevaba años respondiendo a ese tipo de inquisiciones. A pesar de todo, no se había acostumbrado a ellas, y todavía le molestaban, pero la pobre chica no tenía la culpa. Volvió a imaginarla dejándose los ojos sobre galeradas llenas de erratas para completar su magro sueldo de vendedora de libros, y decidió que al menos aquel día la señorita Marga Solano iba a tener un lugar de privilegio en el espectáculo que se había resignado a ver de lejos. Pasó la siguiente media hora paseando con ella de grupo en grupo, presentándole a un crítico de cine, a una actriz, al conductor de un informativo de televisión, a dos o tres escritores en el umbral de la fama… Definitivamente, la chica estaba pasando una tarde memorable, y Victoria se sintió bien consigo misma por habérsela proporcionado. Después de todo, era bastante simpática y menos simple de lo que le había parecido la primera vez.

—Ya estoy de vuelta. —Jan cogió una cerveza prácticamente al vuelo.

—A saber por cuánto tiempo. Marga, que te firme el libro antes de que alguien vuelva a llevárselo.

—Victoria, Victoria, Victoria… Sabía que iba a verte por aquí.

Era Jaime Alguero, director de un periódico de tirada nacional, y últimamente perejil de todas las salsas que se cocinaban en Madrid. Victoria siempre se preguntaba de dónde sacaba el tiempo para participar en una tertulia radiofónica, escribir dos artículos semanales, intervenir en programas de televisión y de paso dirigir un diario. Aquel tipo no le caía bien, pero era una de esas personas con las que es mejor mantener una relación cordial, así que le dedicó una sonrisa y un apretón en el brazo.

—Cuánto tiempo, Jaime.

—Vamos a tomar una copa. El hombre del día está bien acompañado, y yo tengo que hablar contigo.

Y, con las mismas, se la llevó a una esquina. Mientras sorbía sin ningún interés la segunda copa de aquel vino horrible y escuchaba la proposición de Alguero para escribir una columna en las páginas de opinión, pudo ver a Marga riéndose de algo que Jan había dicho. Tenía una risa preciosa, sonora y frágil. Una risa de cristal. De pronto le pareció mucho menos vulgar. Aquellas carcajadas nada escandalosas habían obrado una especie de prodigio. Jan seguía hablando, como si pretendiese azuzar el grato concierto de buen humor, y Marga le miraba con la expresión radiante de una quinceañera que acaba de aceptar una primera cita con el guapo de la clase. Victoria no supo por qué se notaba tan rara. De pronto, Marga le recordó a aquella Eva Harrington de la película de Cukor, y se avergonzó al reconocer que empezaba a sentirse como la mismísima Margo Channing.

Después de aquella tarde, y durante mucho tiempo, Victoria se preguntó cómo habrían sido las cosas de no haberse empeñado en pagar con amabilidad una absurda penitencia por su actitud supuestamente arrogante. Si hubiese contenido sus instintos piadosos, si no se hubiera empeñado en jugar al hada madrina. Si aquella tarde se hubiese limitado a saludar a Marga Solano en lugar de pasearse con ella por la fiesta, introduciéndola en todos los grupos como si se tratase de su mejor amiga o de su hermana menor de vacaciones en la ciudad. Llevaba siglos sin pensar en ello, pero ahora volvió a hacerlo, y se preguntó una vez más qué grado de responsabilidad tenía en el nacimiento de un romance sin pies ni cabeza. Porque aquella tarde el querido Javier Alonso Nance, famoso periodista y reputado politólogo, se colgó de una mujercita insignificante que ni siquiera estaba en su misma órbita. De alguien que, de haber seguido girando el mundo en la dirección adecuada, se hubiese contentado con suspirar por él desde la otra orilla de la contraportada de un libro. Y de pronto allí estaba Jan, telefoneando a Marga, invitando a Marga, yendo a buscar a Marga a la puerta de la librería mientras sus compañeras vigilaban entre risitas la llegada de aquella conquista de primer nivel. Y lo peor es que Victoria no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que el propio Jan le confesó que iba a pedirle a Marga que se casara con él. A la inexistente, a la gris Marga Solano. Victoria prefería no darle demasiadas vueltas, pero íntimamente la elección de Jan había provocado en ella algo parecido a la decepción, y le dieron ganas de decirle: ¿y para esto has esperado tanto?

De todas formas, se alegró. Oh, claro que lo hizo. Por Jan. Y, sobre todo, por Solange. La niña se estaba criando en un afectuoso desorden de padre solícito, abuela amorosa y amiga bien predispuesta, pero no estaría de más que tuviese cerca algo parecido a una madre —ya que no se podía contar con Chloe para llevar con soltura semejante título—, y ésa era una necesidad que iría creciendo a medida que Solange lo hiciera. Sólo por eso, la noticia de la boda de Jan era ya algo digno de ser celebrado. Por otro lado, pensaba Victoria, un alto porcentaje de mujeres hubiesen considerado amenazante la presencia de una niñita de cinco años que iba en el lote del Príncipe Azul.

Sabía bien lo que significaba aquello, pues en su momento había sido una pequeña cenicienta cuando su padre viudo se casó por segunda vez. Es cierto que su madrastra no era la del cuento —jamás la obligó a levantarse al amanecer para fregar los suelos, ni a comer las sobras de la cocina—, pero siempre se las arregló para hacerle saber que estaba de más. La llegada al hogar de los gemelos —dos príncipes guapos y rubios que hubiesen complacido la imaginación del propio Andersen— la relegó definitivamente a un segundo plano. Fue entonces cuando la situación se complicó. La Reina Mala sugirió que, ya que los niños daban tanto trabajo y le absorbían todo el tiempo que no pasaba preguntando al espejo quién era la más hermosa del reino, ¿no sería preferible enviar a Victoria a un internado donde pudiera completar su educación? (Su educación. ¡Ja! Si estaba en mitad de la EGB, por el amor de Dios.) El caso es que el Rey Padre pasó por el aro. Superado el primer disgusto, Victoria se dijo que había tenido suerte: a otra huerfanita menos afortunada la habían enviado al bosque para que se la cargara un cazador, y acabó haciendo de criada para siete enanos mineros. Al menos, a ella la habían facturado a un distinguido colegio de Cornualles.

Volvía a casa de su padre tres veces al año: en Navidad, durante las vacaciones de Pascua y quince días en verano (el resto lo aprovechaba para aprender francés en Normandía). Las visitas a aquella casa se le antojaban a Victoria demasiado largas. Por supuesto que no había discusiones, ni malas caras ni escenas desagradables, pero ella se sentía como un bicho raro, y le costaba trabajo recordar que tres de aquellos seres compartían su ADN. No llevaba ni una hora en la casa familiar cuando ya estaba preguntándose qué demonios pintaba allí mientras su madrastra acababa de poner la mesa sin aceptar su ayuda y sus hermanos le enseñaban sus juguetes. En cuanto a su padre, le ofrecía refrescos y bombones con la solicitud obsequiosa que la gente bien educada reserva a los extraños. Si hubiese sido una invitada ajena a toda aquella
grey
compacta —el papá, la mamá, los dos guapos pequeñajos—, el trato que le dispensaban no hubiese sido muy distinto. Todos eran tan amables que Victoria recordaba a cada segundo que estaba allí de prestado. Por eso, cuando acabó los estudios secundarios, se matriculó en la universidad que quiso y se buscó una plaza en un colegio mayor sin consultar la opinión de nadie. Aquellos años le habían servido para aprender inglés, francés… y a apañárselas sola.

Ahora mantenía con todos una civilizada relación en la distancia. Su padre y su madrastra pasaban su jubilación en Mallorca. Sus dos medio hermanos vivían en Barcelona, pero hacía seis o siete años que no se veían. Tiempo atrás, cuando acababa de casarse, uno de ellos la había llamado porque pensaba viajar a Nueva York y necesitaba alojamiento. Victoria le facilitó el nombre de tres hoteles, pero en ningún momento le ofreció su casa y ni siquiera se sintió mal por ello. No creía en la voz de la sangre, y por eso le daba exactamente igual que alguien que llevase la suya se viese obligado a dormir bajo el puente de Brooklyn.

Cuando Jan empezó a salir con Marga, Victoria se conjuró consigo misma para evitar que Solange pudiese vivir una situación ni remotamente parecida a la suya. Era difícil imaginar que la historia se repitiera —Jan no tenía nada que ver con el calzonazos insensible que había demostrado ser su padre—, pero por si acaso decidió estar alerta ante cualquier signo sospechoso. Por fortuna, tardó poco en darse cuenta de que no había nada de qué preocuparse: Marga se rindió a Solange de la misma forma apasionada y sin condiciones con que se había rendido al propio Jan. Su amor por la niña no era parte de una estrategia de seducción ni una forma de trágala. La quería de verdad, sin fisuras de ningún tipo, y estaba dispuesta a cuidarla, a protegerla y a amarla de la misma forma que lo hubiera hecho con sus propios hijos de haberlos tenido. Claro que eso no sucedió. Jan decía que ninguno de los dos deseaba descendencia, pero Victoria siempre sospechó que aquélla era una verdad a medias. Hubiese apostado la mano derecha a que la buena de Marga había sublimado sus deseos de maternidad en beneficio de la aversión de Jan a aumentar la familia.

Una vez, cuando llevaba un tiempo casado, Jan habló del asunto con Victoria. No quería más hijos, dijo. Se sentía incapaz de multiplicar voluntariamente el inmenso caudal de preocupaciones, inestabilidades y miedos que había sentido al criar a Solange. Amaba a aquella niña mil veces más que a su propia vida, y aquel amor traía de la mano una insoportable fuente de inquietudes, de responsabilidades ante el presente y el futuro. Le contó que tras nacer la pequeña había desarrollado un miedo cerval a viajar en avión, porque por primera vez en su vida tenía motivos para temer a la muerte, y cuando superó aquella fobia se sorprendió a sí mismo levantándose media docena de veces cada noche para comprobar que la niña seguía respirando. Cuando iba con ella por la calle se le pasaban por la cabeza todo tipo de horrendas eventualidades —un perro rabioso que la mordiera, un coche fuera de control que se la llevara por delante, un ladrillo desprendido que le abriese la cabeza—, así que tardó siglos en dar con Solange un paseo mínimamente relajado. Aunque había ido sobrellevando y hasta venciendo toda aquella legión de paranoias, aún experimentaba una indeseable inquietud cuando se separaba de Solange más de unas horas. Se angustiaba cuando tenía fiebre, pensaba que podía sufrir de meningitis si vomitaba y cada vez que la chiquilla decía estar cansada empezaba a ver la amenaza de un ELA o una esclerosis múltiple. La había llevado a urgencias tantas veces que en el Hospital del Niño Jesús Jan era una especie de leyenda urbana entre los médicos de guardia, los enfermeros y hasta los celadores: el padre pirado que llegaba al borde del colapso nervioso cuando su hija tosía tres veces seguidas. No, en modo alguno sería capaz de pasar por lo mismo con otra criatura.

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