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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (5 page)

BOOK: La vida después
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Hubo una época en que a Chloe debió de remorderle la conciencia y propuso a Jan compartir la custodia de Solange. La niña viviría en París durante el curso, y él la tendría durante las vacaciones escolares. Por fortuna, no hubo que discutir aquel plan descabellado —que, con los antecedentes de Chloe, estaba destinado a acabar como el rosario de la aurora—, porque para entonces Solange era ya una terca preadolescente de doce años que había heredado parte del carácter de ambos, lo que se traducía en una tozudez a prueba de bala (regalo de bienvenida de Jan) y nada desdeñables dosis de egoísmo (aportadas por mamá). Solange puso el grito en el cielo al enterarse de los planes de su madre, y declaró que necesitarían a un ejército bien entrenado para llevársela a París. Si Chloe quería verla —jamás la llamaba mamá—, que tomase un avión o que se la llevase en verano a la Riviera con el novio de turno. Jan conocía demasiado bien a su hija como para no tomar en serio su determinación, así que habló con Chloe y le explicó que «de momento» Solange no tenía muchas ganas de mudarse. Chloe hizo pucheros —lo mismo que cada vez que alguien le llevaba la contraria— y luego lo superó, diciéndose quizá que sería mejor así. Solange y ella hubiesen chocado a las primeras de cambio. Aquella hija suya no era lo que se dice una jovencita dócil.

Victoria sospechaba que era precisamente su carácter indómito lo que más gustaba a Jan de su chiquilla. Quizá de haber sido una criatura manejable y dulce, no hubiese sentido por ella semejante pasión. ¿A quién se parecía en ese aspecto? No a Jan, desde luego, que era más bien conciliador y obsequioso. En cuanto a Chloe, la madre de la criatura era la diplomacia en persona, y no podía acusársela de envenenar los genes de su hija con algún instinto rebelde ni con el espíritu desabrido tan propio de Solange. Victoria no quería pensarlo, pero alguna vez se le había pasado por la cabeza que, mucho más que a sus padres biológicos, aquella niña se parecía a ella cuando tenía su edad. Lo cual venía a demostrar que la genética no es una ciencia exacta. Y, al fin y al cabo, echando cuentas estrictas, posiblemente Solange había pasado con ella mucho más tiempo que con la propia Chloe.

—¡Tía Vi!

Solange apareció como un ciclón para echarse a llorar en los brazos de Victoria, que tuvo la sensación de que aquella niña había estado esperando su llegada para dar rienda suelta a toda su legítima pena. Conocía bien a Solange. Probablemente había estado haciéndose la fuerte delante de Chloe y de los otros. Pero la persona que sollozaba en su hombro tenía sólo dieciséis años, y era una niña. Una niña sin padre, posiblemente destrozada, posiblemente muerta de miedo, triste como nunca en su vida, desorientada. Y muy sola. Victoria no sabía qué decirle, así que la dejó llorar sobre el lino color café con leche de su vestido nuevo mientras le acariciaba el pelo, hasta que fue ella quien se separó.

Victoria pudo verla entonces por primera vez en dos años, y a punto estuvo de lanzar un grito. La niña a la que había despedido en el JFK con un aparato corrector en los dientes, la piel moteada por el acné y la espalda encorvada de patito feo había regresado envuelta en lágrimas, pero también convertida en una belleza deslumbrante. Tenía la misma piel transparente de su madre, y el pelo lacio, heredado de Jan, enmarcaba una prodigiosa mezcla de las atractivas facciones de ambos. Tenía los ojos grises y los labios gruesos, el cuello digno de una reina masái y unos pómulos por los que hubiese matado cualquier fabricante de cosméticos. Su figura espigada y quebradiza —había crecido mucho y estaba delgada como un junco— hacía recordar a aquellas modelos del
heroin chic
, tan en boga durante los primeros noventa, pero, a pesar incluso de su aspecto demacrado por la tristeza, había en el rostro de Solange algo saludable y fresco. Podía ser lo que en ella quedaba de la niña que había sido… o tal vez, quizá, la marca indeleble de su padre, que era uno de esos hombres que, pase lo que pase, conservan un aura de limpieza, como si siempre acabasen de salir de la ducha.

—Menos mal que has llegado —dijo—. Ya no podía más.

Se echó a llorar otra vez. Victoria hubiese preferido no oír aquellas palabras. Estaba sucediendo lo que más se temía: que esperasen de ella mucho más de lo que podía dar. Después de todo, ¿qué iba a resolver con su presencia en Madrid? No podía cambiar lo inevitable. Jan había muerto. Notó que algo se retorcía dentro de ella. Era el dolor en estado puro. Un dolor palpable, físico, asombrosamente real.

—¿Dónde está Marga? —preguntó, reprochándose no haberse interesado antes por ella.

—La han llevado a tomar el aire. Se mareó —Victoria advirtió un mohín de burla en la cara perfecta de Solange.

—Hace mucho calor aquí.

—Hace mucho calor en todas partes. Mírala, ahí viene.

Había un matiz de desprecio en su tono de voz. Una alarma saltó en el interior de Victoria, pero prefirió no hacerle caso. Apretó la mano de Solange antes de soltarla, y la joven se alejó sin mirar siquiera a Marga. Las alarmas volvieron a sonar, y esta vez se escuchaban sorprendentemente cerca.

—Ay, Victoria…

La voz de Marga se ahogó en un gemido y no pudo decir nada más. Se abrazó a ella del mismo modo que Solange, como buscando un refugio, pero Marga parecía mucho más pequeña y más indefensa. Victoria tuvo la sensación de que estaba sosteniendo a una persona diminuta, toda piel y huesos, próxima a desvanecerse o a desaparecer convertida en polvo. Era como sujetar a un náufrago a punto de hundirse. Victoria se preguntó si era ella la más adecuada para hacerlo. Si de verdad estaba en condiciones de impedir que la corriente de la desgracia se llevase para siempre a aquella mujer que balbuceaba su nombre entre sollozos que le agitaban el pecho.

—No sé qué voy a hacer sin él.

A Victoria le hubiera gustado contestar «yo tampoco», pero sabía que no hubiera sido justo. Apartó a Marga suavemente y le pasó la mano por la cara.

—Ya lo supongo. Pero no tienes que pensar en eso ahora.

Se arrepintió de inmediato de aquella frase dicha con una voz que ni siquiera le pareció suya. Eso era lo peor: que a Marga le quedaba mucho tiempo para hacerse aquella pregunta.

—¿Quieres entrar a verlo?

Al escuchar el ofrecimiento, Victoria sintió que algo se encogía en su interior. ¿Entrar a verlo? ¿A ver qué? ¿Una caja? ¿Un cuerpo yacente, una cara cerúlea, unas manos sin vida? No, muchas gracias. Para ella, Jan ya no estaba allí.

—No, Marga.

No quiso explicar más. Quizá debió decir aquella frase manida de «prefiero recordarlo vivo». En realidad, era algo más complicado. Para Victoria, lo que quiera que hubiese allí dentro era una funda. El mero recipiente de algo que ya no existía. De buena gana hubiese reñido a Marga por exhibir los restos de Jan a la curiosidad ajena. A él le hubiese espantado la sola idea de su cuerpo en exposición, sometido a las miradas de terceros, algunos de los cuales a lo mejor ni siquiera habían sido amigos suyos. Victoria se dijo que aquello parecía una feria: había gente entrando y saliendo de la cámara mortuoria, charlando, fumando, saludándose incluso con sonrisas y abrazos —uno no puede evitar alegrarse al encontrar a un amigo—, hablando por el móvil. Victoria se felicitó una vez más por haber obviado el vestido negro que tan importante se le había antojado al aterrizar en Madrid. Aparecer en el tanatorio vestida de luto hubiese sido una forma de participar voluntariamente en aquel vodevil detestable. Ahora encontraba absurdas sus prisas por llegar al funeral, la veloz carrera en dirección al aeropuerto de Nueva York, el avión tomado casi al vuelo. ¿A qué venían las urgencias? ¿Qué importancia tenía estar presente o no en una ceremonia estúpida cuyo paso lo marcaban las reglas sociales? Le quedaba toda la vida para llorar por Jan, así que no tenía mucho sentido hacerlo allí. Debería marcharse, se dijo, escapar de aquel circo. Sería lo que Jan hubiese hecho: largarse. Ahí os quedáis todos. Que os aproveche la fiesta.

Jan…

Alguien tomó a Marga del brazo.

—Tienes que entrar. Van a cerrar la caja —le dijo en un susurro. Ella bajó la cabeza, como rindiéndose, y se dejó conducir hacia dentro. De pronto se dio la vuelta y cogió a Victoria de la mano.

—Vendrás luego a casa, ¿verdad?

Victoria hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se quedó allí, de pie, viendo cómo una mujer a la que no conocía se llevaba a Marga. Pensó que sería una de esas personas que aparecen como por sorpresa en los momentos de crisis y dirigen con diabólica eficacia toda la orquesta del dolor. Alguien lo suficientemente ajeno al drama como para tomar decisiones útiles, desde redactar una necrológica a pedir un coche fúnebre. Victoria se dijo que posiblemente aquella mujer ni siquiera conocía a Jan, y eso le daba un puñado de puntos de ventaja a la hora de resultar eficiente. Pensó que era una suerte vivir en el otro extremo del mundo: de lo contrario, Marga hubiese delegado en ella la miserable burocracia que sucede a una muerte. Confiaba demasiado en su buen juicio. En realidad, Victoria no hubiese resultado demasiado útil en una circunstancia así. Resulta sencillo ser eficaz cuando puedes aislarte del drama, vivir la tragedia desde la periferia y evaluarla a distancia. Pero no era el caso, no señor. De ninguna forma quería comparar su pérdida con la de Marga, ni por supuesto con la de Solange… pero la muerte de Jan también le dolía.

Le dolía más de lo que era capaz de explicar. Mucho más de lo que nadie sería capaz de comprender. Sólo Jan lo hubiese entendido. Pero Jan estaba muerto.

Volvió a sentir otra sacudida. Si Jan ya no estaba para comprenderlo todo, para ponderarlo todo, ¿qué iba a hacer ella a partir de entonces? La idea de saber que Jan se encontraba al otro lado del teléfono, conectado a su correo electrónico, presente siempre a muchas millas de distancia, a siete horas de avión era suficiente para hacerla sentir protegida y segura. Jan hubiese sido capaz de salir corriendo desde el último rincón del mundo de habérselo pedido Victoria. Habría atendido sus llamadas en mitad de la noche, y dejado cualquier cosa empantanada para acudir en su ayuda. Es cierto que nunca había necesitado tal cosa, que siempre telefoneaba a Jan a horas civilizadas, que nunca había reclamado su presencia urgente al otro lado del charco. Sin embargo, le bastaba con saber que él estaba allí incondicionalmente, a su eterna disposición, a su servicio. Por eso se sentía capaz de hacer frente a cualquier catástrofe: cuando los malos tiempos llegasen iba a vivirlos de la mano de Jan. Pero ahora él se había ido a un lugar donde no había móviles, ni cuentas de correo electrónico. A un lugar del que no se regresa ni siquiera para ayudar a una amiga. ¿Qué iba a hacer a partir de entonces? ¿Qué iba a hacer sin Jan?

—Dicen que va a empezar el oficio…

Herder apareció como por arte de magia. Victoria tuvo que reconocer que tenía una pinta estupenda. Ni siquiera sudaba dentro de su sobrio traje oscuro. Debía de ser el único: a su alrededor había una docena de tipos con humedad en el labio superior y las pecheras de las camisas empapadas. Cogió el brazo que él le ofreció y, como le pasaba siempre, se sintió vagamente protegida por la contundente presencia del profesor Van Halen.

Entraron en la capilla, pero se quedaron detrás. Todos los asientos estaban ocupados por parientes y amigos llorosos, y Victoria prefirió no mezclarse con ellos. Después de todo, el suyo era un caso aparte. Reconoció que, quizá de forma inconsciente, estaba tan convencida de la exclusividad de su relación con Jan que rechazaba la idea de mezclarse con el duelo oficial. Así que dejó que los supuestos lugares de privilegio los ocuparan otros. Delante, separadas entre sí por alguien a quien no supo identificar, se sentaron Solange y Marga.

Marga… Aun ahora, doce años después, Victoria no podía creer que había sido culpa suya que Jan la conociera. Fue por casualidad, como suceden casi todas las cosas importantes. Ella y Jan estaban esperando mesa en la barra de un restaurante, y una joven se le acercó para felicitarla por una conferencia que había dado en la Universidad. Era algo sobre Gadafi, aunque ya no lo recordaba muy bien. Victoria la atendió con aquella amable displicencia con la que estaba convencida de que había que tratar a los desconocidos. Fue simpática pero distante. Agradeció los comentarios y los elogios sin perder la sonrisa, pero evitó dibujar un gesto que diese a entender que tenía algún interés en profundizar en la charla, menos aún en alargarla. Muchos admiraban su habilidad para mostrarse encantadora y al mismo tiempo no ceder ni un centímetro de su territorio. Sabía medir los tiempos, y detectar cuándo había llegado el momento de precipitar una despedida con una frase que no admitiese réplica. Con aquella chica había llegado el momento de hacerlo, y ya estaba buscando las palabras precisas cuando la pelmaza inoportuna pareció reparar en Jan.

—Perdone… ¿Es usted Javier Alonso?

Coincidencia por coincidencia, resultaba que aquella apasionada de los dictadores libios trabajaba como correctora en la editorial que estaba a punto de publicar un libro de Jan, y lo había reconocido por la foto de la cubierta.

—Es increíble… —Le estrechó la mano con el fanatismo de una
groupie
—. No suelo tener oportunidad de saludar a los autores, ¿sabe? Creo que su libro es estupendo.

—¿Te interesa la cuestión de Chechenia?

Victoria estaba convencida de que Jan sólo pretendía ser cortés, pero era un error dar cuerda a aquella pesada.

—Bueno, me interesa la política internacional…

Genial. Les estaba estropeando el aperitivo una pardilla con ínfulas culturetas que saltaba ágilmente de Muamar el Gadafi al conflicto de las repúblicas ex soviéticas mientras corregía pruebas de imprenta.

—Me llamo Marga Solano. —Volvió a estrecharle la mano—. Perdonen, no quería interrumpirlos. Ya me voy. Me ha encantado el libro… Y la conferencia, claro. Enhorabuena. A los dos…

—Muchas gracias. Hasta la vista.

Victoria ni siquiera comentó con Jan la interrupción. Muchos años después se atrevería a reconocer que había olvidado a aquella chica en el mismo momento en que se despidió de ellos para alejarse en dirección a una mesa, donde daría cuenta en soledad del menú del día. Si se la hubiese encontrado en la calle al día siguiente, ni siquiera habría sido capaz de recordarla. Y, desde luego, nunca pensó que Jan pudiera haberse fijado en ella. Era tan evidentemente vulgar que la descartó de inmediato de los gustos de su amigo, que siempre se había inclinado por mujeres de fuste, altas, delgadas, llamativas. Mujeres bellas, mujeres que despiertan la envidia de otras mujeres y la admiración de todos los hombres, especialmente si es otro quien las lleva al lado. Mujeres interesantes, seductoras, deseables, diferentes. Marga no era así. Su mediocridad resultaba tan notable que hasta la novia más celosa hubiese permitido a su pareja emprender junto a ella un largo viaje alrededor del mundo. No parecía alguien que se debiera tener en cuenta, o eso fue lo que Victoria pensó. Y se equivocó, claro. De medio a medio. Porque aquella veinteañera insignificante, tan escasamente atractiva, que no era alta ni baja, delgada ni gruesa, rubia ni morena, que no era lista, ni chispeante, ni simpática, ni tenía una personalidad arrolladora ni una inteligencia fuera de lo común, consiguió lo que ninguna mujer había logrado en treinta y tantos años: que Jan se enamorara de ella.

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