—¿Cómo se le ocurrió venderla en la red?
Esta vez, el señor Faraday se echó a reír.
—Oh, bueno, eso sí tiene una explicación curiosa. Verán, uno de mis amigos está empeñado en que el comercio electrónico obligará a cerrar todas las tiendas tradicionales en menos de diez años, incluidos los anticuarios. Yo no soy de esa opinión, así que cruzamos una apuesta. Coloqué en eBay un montón de cacharros sin valor y aposté cien libras a que no sería capaz de deshacerme de ellos —al hablar miraba a Marga, como suponiendo que estaba mejor predispuesta que Victoria a apreciar la anécdota—, pero me equivoqué: lo vendí todo en menos de cuarenta y ocho horas. Bien es verdad que no saqué gran cosa, pero el éxito me ha sorprendido.
—Pues no tiene usted mucha suerte últimamente: en dos días ha perdido cien libras y un millón de dólares.
Marga miró a Vic con el ceño fruncido. ¿A qué venía tanta aspereza? ¿Por qué estaba siendo tan desagradable con aquel hombre, el simpático señor Faraday, todo un caballero inglés que aceptaba su derrota con tanta elegancia? Por fortuna, él no pareció inmutarse.
—Ya se lo dije, el juego es así. —Hizo una seña para llamar al camarero—. Anote esto en mi cuenta, por favor. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a la tienda. Ha sido un placer conocerlas. Marga, deseo de corazón que disfrute del dinero. Y gracias por haber provocado esta situación tan agradable. No suelo hacer muchos tratos con personas como usted. Hasta siempre, señoras.
Y se fue. Visto de espaldas, con el paso elástico y su espeso pelo gris, el señor Faraday parecía veinte años más joven. Vic y Marga estuvieron mirándole hasta que salió al tráfico alborotado de Picadilly Street en dirección a su pequeña isla del tesoro. Victoria llamó al camarero.
—Tráigame dos
scones
con crema… y una porción de pastel de cerezas, por favor. ¿Tú no quieres nada?
—No… Bueno, sí, otra taza de té.
—… Y té para dos. Gracias.
Victoria se volvió hacia Marga.
—Bien, pues asunto zanjado. El señor Faraday no quiere tu dinero. Sólo había en el mundo alguien más estúpido que tú, y era el vendedor de la película. Estamos de suerte. Marga, eres doscientos cincuenta mil dólares más rica que hace treinta minutos, y yo voy a celebrarlo con una sobredosis de azúcar. Debería haber pedido dos raciones de tarta, ¿no?
—No lo sé… todavía estoy un poco… Vamos, que no me hago a la idea de lo que ha pasado. Qué hombre más increíble, ¿verdad?
—Sí. Muuuuuy increíble. —Ni siquiera miró al camarero que le puso delante los
scones
cubiertos por una espesa capa de nata batida y bañados en mermelada. La emprendió con los dulces con la voracidad de un náufrago—. Está riquísimo… ¿De verdad no quieres un poco?
—No tengo hambre… Por cierto, ¿no has estado más bien arisca con Faraday?
Vic dejó los cubiertos en la mesa y ladeó la cabeza como si acabase de hacer un descubrimiento.
—Un poco, a lo mejor. Era un momento muy raro… y, además, los tipos tan estirados como él me ponen un poco nerviosa.
—No es estirado.
—Oh, sí que lo es. No te preocupes, apostaría a que ni se ha dado cuenta. Estaba tan subyugado por tu generosidad que no creo que fuese capaz de reparar en otra cosa.
—Puede ser… Debería llamar a mi madre y a Solange para quedar con ellas. Se van a quedar de piedra cuando les contemos lo que ha pasado.
—Claro. Llama, llama. Y habrá que hacer planes para estos días, ¿eh? Ya que estamos aquí, que Solange lo vea todo. La Torre, la abadía, los parques y hasta ese horrible invento de Madame Tussauds. —Probó el pastel de cereza—. Vaya, hacía siglos que no comía una tarta tan buena. A lo mejor pido otro trozo, si no te importa… o unas lionesas.
—Lo que quieras. No sé cómo puedes comer tanto dulce y no pesar cien kilos.
Pero Victoria no pensaba en la posibilidad de engordar. Necesitaba más y más azúcar mientras notaba cómo el corazón —su pobre corazón, que llevaba tanto tiempo dolorido— amenazaba con escapársele del pecho, como un pájaro asustado.
Solange, Marga y Shirley esperaban a Victoria en la recepción, las tres en zapatillas de deporte, armada la primera con una cámara digital, para iniciar una visita a la ciudad. Victoria, que conocía Londres perfectamente, había elaborado un completo plan de actividades para aquella semana de vacaciones. Verían las casas del Parlamento, la catedral de San Pablo, las momias del Museo Británico y los Van Gogh de la National Gallery. Harían un picnic en Green Park, cruzarían el puente del Millenium y subirían a la noria gigante. Curiosamente, era Shirley la que parecía más excitada en dura competencia con Solange, pues, a pesar de haber crecido en Inglaterra, sólo había estado en Londres un par de veces y nunca había tenido ocasión de hacer las cosas que hacen los turistas.
—¿Dónde está Victoria? Vamos a llegar tarde.
—Madre, nadie nos espera en ningún sitio. Tenemos siete días por delante, así que tómatelo con calma. Mira, ahí viene.
El rostro de Victoria reflejaba una notable contrariedad.
—¿Qué pasa?
—Cambio de planes. He llamado a Linda Sommer, una antigua colega que está dando un seminario de verano en la London School of Economics, y se ha empeñado en que nos veamos hoy.
—¿Y no puedes quedar con ella en otro momento?
—Supongo que sí… pero de esta forma me quito el compromiso de encima y quedo libre el resto de la semana. Os acompañaré en el paseo por Westminster y luego me reuniré con Linda para comer con ella. No sé cuánto me entretendrá, hace siglos que no nos vemos. En marcha, ¿eh? No perdamos el tiempo.
—Pues eso estaba yo diciendo… pero mi hija se toma la vida con tanta calma que…
Victoria se marchó a las once y media. Dijo que se había citado con su compañera en un pequeño restaurante de Pall Mall, pero al llegar allí caminó en dirección a Picadilly Circus y luego siguió subiendo por Picadilly Street hasta llegar al número 160. Allí estaba el Wolseley. Respiró hondo, entró y se sentó a esperar.
Douglas Faraday apareció a las doce y cuarto. Victoria lo vio llegar, con el cabello gris protegido por un gorro impermeable de la lluvia tenaz que había empezado a caer a media mañana. Llevaba una gabardina clara, y unos zapatos de gamuza que comenzaban a estropearse por culpa del agua. Un camarero lo condujo hasta la que debía de ser su mesa habitual, y le entregó el menú, al que apenas echó un vistazo antes de pedir: probablemente se sabía la carta de memoria. Le sirvieron agua y una copa de vino blanco. Victoria lo observó durante algún tiempo. Lo vio colocarse la servilleta sobre las piernas, beber distraídamente un sorbo de vino, probar sin mucho interés la sopa de tomate y cortar pedacitos del
pudding
de riñones antes de llevárselo a la boca. Faraday comía despacio y sin mucho apetito. A Victoria le pareció que estaba triste —los ojos, el gesto lejanamente contrito—, pero ni siquiera pensó en compadecerse de él. Estaba demasiado ocupada escrutándolo, observando sus gestos menores, estudiando libremente cada uno de los correctos rasgos de su rostro de
lord
inglés, la piel blanca respetada por los largos días sin sol, aquella barba tan bien recortada, la nariz definitiva, la frente limpia y surcada por las arrugas algo camufladas por el cabello espeso. Se fijó en sus muñecas estrechas, en el correcto dibujo de sus hombros, en su postura al sentarse a la mesa —el tronco erguido, los antebrazos firmemente apoyados, la cabeza alta—, aplaudidos, a buen seguro, a su paso por un internado caro como el que había servido para educarla a ella. Le vio limpiarse cuidadosamente los labios antes y después de beber, aprobar con un gesto casi imperceptible las idas y venidas del servicio, sonreír a un niño pequeño que tropezó con su silla. En apenas treinta minutos supo de Douglas Faraday todo lo que necesitaba. Esperó a que le sirvieran el postre —una bola de helado de vainilla— para acercarse a su mesa.
—Hola, señor Faraday.
La sorpresa de él, si es que llegó a sentirla, no duró más allá de un par de segundos. Se puso de pie para tenderle la mano.
—Señorita Suárez…
—En realidad, soy la señora Van Halen.
—Claro. ¿Quiere sentarse conmigo?
Faraday la ayudó a acomodarse y luego volvió a su sitio, Hubo unos segundos de silencio en los que sólo se miraron. Victoria supo que era su turno.
—¿Quién es usted?
—Un anticuario muy despistado que pierde pequeñas fortunas por no hacer bien las cosas.
Ella no supo si aquel hombre estaba jugando o bien intentaba gastar a la desesperada sus últimos cartuchos.
—Ya. Por favor, no me cuente otra vez la aventura del huevo Fabergé. Y en cuanto a lo de esa historia absurda de las ventas
online…
¿De verdad piensa que voy a tragármela?
Faraday apartó la copa de helado, que empezaba a derretirse, y tamborileó los dedos sobre el mantel blanco.
—¿Quién cree que soy, señora Van Halen?
—Dígamelo usted. No es a mí a quien le gustan las apuestas…
Él la miró unos segundos. Victoria tuvo que contener el impulso inexplicable de agarrar aquellas manos tan bonitas y apretarlas muy fuerte para comprobar que ya las conocía, que eran apéndices hasta cierto punto familiares, unas manos a las que ya se había aferrado, que le habían acariciado el pelo, que habían servido para secarle las lágrimas tantas y tantas veces.
—Supongo que ya lo imagina. Sí, señora Van Halen. Soy el padre de Jan.
Douglas Faraday pidió dos copas de brandy, incapaz de adivinar que a Victoria le hubiese confortado más una ración de tarta de chocolate o unos profiteroles rellenos de crema. Al camarero le sorprendió la brusca ruptura de la rutina del señor Faraday: siempre comía solo, no bebía más alcohol que una copa de vino y empleaba alrededor de cuarenta minutos en el almuerzo.
—Permítame un momento. —Sacó un teléfono móvil del bolsillo. Aquel artilugio de última generación no casaba mucho con su imagen de anticuario de novela—. Señorita Starck… anule mis citas de esta tarde. Ha surgido algo importante… No, no se preocupe, estoy perfectamente. Gracias por todo… Sí, adiós.
Guardó otra vez el teléfono y dio un sorbo corto a la copa de licor.
—¿Sabe lo que me dijo Jan? «Si Victoria te ve, se dará cuenta de todo.» Pensé que era una exageración por su parte. Nadie puede ser tan perspicaz… Pero luego, cuando la conocí ayer, entendí la preocupación de mi hijo. Es usted una de esas personas que parecen tener rayos x en los ojos. Consiguió ponerme nervioso, ¿sabe?
Victoria no tocó el coñac. De pronto, el techo abovedado y los espejos que desde las paredes multiplicaban el interior diáfano del restaurante amenazaban con venírsele encima.
«Necesito salir de aquí.»
—Señor Faraday. ¿Podemos… podemos dar un paseo?
—Claro. —Hizo una señal familiar al camarero y se puso de pie—. Vamos. ¿Ha traído paraguas? ¿No? No se preocupe, aquí pueden prestarme uno.
Salieron y se encontraron con el mundo en ebullición. El aire de Londres, pesado y gris. El cielo bajo. El tráfico de Picadilly Street, los autobuses rojos y los taxis negros y brillantes, como enormes insectos. Y gente, mucha gente, arriba y abajo, unos llenos de prisa, otros disfrutando del paseo, parándose frente a los escaparates de las tiendas, entrando y saliendo de las cafeterías, sorbiendo bebidas en vasos de plástico, solos, en grupo, en pareja: la fauna idéntica de todas las grandes urbes del mundo. Pero estaban en Londres. Calle abajo, en el Circus, se adivinaban los neones —muchos sustituidos ya por pantallas de led— y los carteles de los musicales del West End. Un entorno demasiado intenso, demasiado urbano, demasiado caótico. Por suerte, muy cerca se extendían las verdes praderas de Green Park. A Jan le encantaban los parques de Londres, con sus alfombras de césped jugoso y bien cortado que crujían bajo la escarcha en invierno, y en verano conservaban intacta la frescura artificial, el verde forzado de la campiña urbana.
Jan. Con él había descubierto Londres —y tantas otras cosas— hacía veinticinco años. Pero Jan había muerto, y de pronto se encontraba paseando junto a un hombre que decía ser su padre.
Un hombre que se parecía dolorosamente a él.
Echaron a andar bajo un enorme paraguas negro. Victoria pudo sentir que el señor Faraday olía a una mezcla de loción de afeitado y tabaco de pipa. Pensó que le gustaría agarrarse de su brazo, pero no se atrevió. Caminaron un rato sin hablar. Green Park estaba lleno de turistas que desafiaban el mal tiempo. Después de todo, estaban en Londres… ¿Quién iba a esperar una radiante tarde de agosto?
—Gracias —murmuró—. No sé qué me ha pasado ahí dentro… Era como si me faltase el aire, creí que iba a desmayarme delante de todo el mundo. Habría sido una escena lamentable… No hubiese podido usted volver por el Wolseley en mucho tiempo.
—Bueno, tal vez ha llegado la hora de cambiar de restaurante. Llevo cinco años almorzando en el mismo sitio. ¿Se encuentra mejor, señora Van Halen?
—¡Oh, por favor! —De pronto le irritaba tanto autodominio, tanta templanza—. Vamos a dejarnos de cortesías. Es usted el padre de mi mejor amigo… Llámeme Victoria, ¿quiere?
—Douglas.
—De acuerdo, Douglas. Y ahora, por favor, cuéntemelo todo o… o volveré al restaurante y armaré un escándalo, y entonces no tendrá más remedio que buscarse otro sitio para comer.
El chaparrón dio una tregua y Faraday cerró el paraguas. «Ahora tendremos sol», dijo. A Victoria le maravillaba la habilidad con que los ingleses aprendían la disciplina de la lluvia, y cómo eran capaces de adivinar la duración de cada aguacero. Posiblemente, Faraday sólo estaba ganando tiempo, pero sacudió suavemente el mango de asta y las últimas gotas se desprendieron de la tela impermeable. Luego se volvió hacia ella.
—Supongo que nunca oyó hablar del padre de su amigo Jan. Pues deje que le diga que yo tampoco sabía que tenía un hijo… Verá, hace un mes y medio, alguien me llamó desde España. Dijo ser un amigo de Mischa Laurentin. —Aseguró el paraguas con el corchete y volvió a ponerle la funda—. Mischa… Hacía cuarenta y siete años que no oía ese nombre. La conocí en París. Yo acababa de cumplir dieciocho años. Mis padres me habían enviado allí a perfeccionar el francés durante un curso antes de empezar mi carrera en Oxford. Obviamente, apenas iba a clase. Me dedicaba a vagar por las calles, pasaba las mañanas en los museos, las tardes en los cafés, las noches donde podía. Fueron los meses más felices de toda mi vida. Imagínese el París de los años sesenta, y a un joven con dinero en el bolsillo, ninguna responsabilidad y todo el tiempo del mundo. Una ciudad preciosa y la vida por delante. El paraíso, ¿no? Fue entonces cuando conocí a Mischa. Ella trabajaba en una obra que estaban representando en una sala de aficionados cerca del mercado de Montorgueil. Entonces el teatro no me interesaba mucho, pero recuerdo perfectamente que programaban
El malentendido
, de Camus. Un amigo mío bebía los vientos por una actriz muy guapa que actuaba en la obra, así que me convenció para que le acompañase a una función. Mischa hacía el papel de la Madre. ¿Conoce el texto? La mujer cruel que urde un plan para asesinar a un hombre que resulta ser su hijo. Un personaje terrible. No es que me impresionara la actuación, pero tampoco era un experto. Al acabar, invitamos a cenar a aquella joven que tanto gustaba a mi compañero, y para despejar sus recelos le dijimos que se trajese a una amiga. Y lo hizo. Vino con Mischa. Cuando la vi, sin el maquillaje exagerado que llevaba en escena, con el pelo tan bonito y sus grandes ojos grises, y aquella forma de andar, como si flotase…