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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (24 page)

BOOK: La vida después
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Las ofertas serias por la película no llegaban al teléfono de la casa, sino al despacho de Santi, que se había convertido en eficaz director de pista de aquel circo inesperado. Aunque en un principio habían barajado la idea de sacar la película a subasta —la casa Sotheby's se había ofrecido a gestionarlo todo—, Marga dijo que prefería vender inmediatamente.

—Sacarás mucho menos —le advirtió Santiago.

—Ya, pero acabaré con el asunto bastante antes. La idea de estar más tiempo recibiendo proposiciones extrañas no me seduce nada, por no hablar de que no quiero hacer equilibrios para llegar a fin de mes teniendo un cheque al portador en la caja de seguridad del banco. Además, las subastas comportan un riesgo, muchas veces no aparecen postores, y las piezas se acaban malvendiendo.

—Sí, Marga, pero lo que tú tienes no es un grabado de un pintor ni una porcelana vieja…

—Y, además, la casa de subastas se queda con un porcentaje… Al final iba a ser lo comido por lo servido, más la preocupación añadida. Mira, a mí me educaron en eso del «más vale pájaro en mano». Los de Sotheby's han pedido seis meses para organizar la puja. Yo no quiero esperar tanto tiempo. Estoy al borde de la ruina, tú mismo me lo dijiste.

De nada valieron los intentos de Santiago por hacerla cambiar de opinión. Incluso Victoria intervino para defender la idea de la subasta. Pero Marga se había enrocado. No se trataba de aceptar una miseria, por supuesto, pero habían recibido ya un par de ofertas interesantes. Aceptarían la mejor, cobrarían y luego brindarían con champán auténtico a la salud de la señorita Greta Lovisa Gustafsson.

Si Herder van Halen no hubiese sido el tipo insensible y presuntuoso que Victoria tenía suficientemente calado, hubiese hecho las cosas de forma muy distinta. Pero Herder era Herder y actuaba como le venía en gana, sin pensar en nada más que en su propia conveniencia. Por eso, en lugar de hablar primero con Victoria, llamó a la propia Marga para informarle de que quería comprar la película. Oh, no es que la Garbo le interesara particularmente. En realidad, le gustaba más Marlene Dietrich, pero quería hacer un regalo singular al Instituto de Filmografía de Nueva York. En Estados Unidos, la aparición de una cinta perdida protagonizada por una leyenda de la historia del cine había causado una sensación considerable, y «alguien» —es decir, como hubiera interpretado Victoria, alguno de los capullos de su oficina de campaña— había filtrado a la prensa que la esposa del aspirante a senador estaba implicada en el hallazgo. Hacerse con la película y donarla generosamente a una institución oficial sería una inmejorable manera de arrancar su campaña política.

—Dame tu mejor oferta y la aumentaré un diez por ciento… Y me haré cargo de los impuestos. Es un buen negocio, Marga. Para todos. Y, por supuesto, también para mí.

Si Victoria hubiese podido conocer el contenido de la conversación, posiblemente hubiese tomado el primer vuelo para plantarse en Nueva York con el único propósito de romperle la crisma al candidato Van Halen por su falta de tacto. Pero Marga era demasiado buena, demasiado conciliadora y demasiado poco amiga de enredar las cosas. Por eso maquilló un poco la historia y nunca dijo a nadie que la llamada de Herder se había producido unas horas antes de que ella decidiese no subastar la película. Ni Santiago, ni Shirley, ni Solange, ni por supuesto Victoria supieron nunca que Marga no había dado calabazas a Sotheby's por simplificar las cosas, sino porque el profesor Van Halen la había presionado nada sutilmente: «¿Una subasta? Oh, Marga, no me hagas eso… No puedo esperar meses a comprar la película… la necesito ahora, como golpe de efecto para el inicio de campaña… Te estaré eternamente agradecido… y Victoria también…»

En su bendita simpleza, Marga había considerado que probablemente aquella operación serviría para limar asperezas entre Vic y su marido… Si se hacía con la película, Herder estaría más predispuesto a iniciar una etapa de bonanza, mientras negarse a venderla sería como poner más piedras en el camino a la reconciliación. Después de todo, la oferta de Herder no era nada mala. Le había dicho que podía hacerle llegar la mitad del dinero de forma inmediata, y el resto en cuanto se materializara la venta. Marga sintió un escalofrío de alivio al pensar en la tan anhelada liquidez. «Deja que lo piense», le dijo al despedirse. Pero la decisión ya estaba tomada. Aquella misma tarde le dijo a Santiago que telefonease a Sotheby's y pidiese disculpas en su nombre por todas las molestias que les había causado.

—Tengo una sorpresa…

—¿Otra? No sé si me interesa, Marga. Llevo demasiadas en los últimos días.

—No seas tonta. Se trata de Herder. Quiere quedarse con la película.

Victoria se quitó las gafas que usaba para leer y miró a Marga con una expresión de extrañeza tan exagerada que ésta se echó a reír.

—No pongas esa cara… ni que te hubiese dicho que tu marido va a comprar un submarino.

—Pero ¿para qué demonios quiere una película antigua? Si ni siquiera va al cine…

—Bueno, no es para él. Piensa donar la cinta a una institución. Para la campaña, y todo eso. Dice que es una buena inversión en publicidad. Al parecer, allí se ha armado mucho revuelo con el asunto, y todo el mundo está pendiente del destino de la dichosa peli. Herder me llamó y me hizo una oferta.

—¿Y por qué no habló conmigo?

—Como estáis así, así… y, además… no sé, parece más serio llamarme a mí, ¿no?, como más profesional.

«Marga, por Dios. Tú no conoces a Herder. La seriedad le importa más bien poco. Sólo está pensando en lo que es mejor para él.»

—Ya. Pero, a ver, ¿qué te ofrece? Porque no creo que pretenda un trato especial sólo porque es amigo tuyo… Sería el colmo, vamos…

«Y muy típico de él.»

—Oh, nada de eso. De hecho, se ha portado muy generosamente. Aumentará un diez por ciento la mejor oferta que me hagan.

Victoria no pudo reprimir un gesto de aprobación. Vaya con Herder. Así que a veces podía comportarse como un ser humano…

—No está mal —concedió.

—Eso sí, hay que darse prisa. Los asesores de Herder…

«Maldita cuadrilla de hijos de puta.»

—… dicen que habría que anunciar la adquisición inmediatamente, antes de que se esfume la novedad. Al parecer, todo el mundo habla de la película… en la tele, en los periódicos… —sonrió—. ¿No te parece emocionante haberla visto antes que nadie?

—Sí, muy emocionante. —Victoria no era tan sensible a la sensación de primicia, o al menos ya se le había pasado el efecto de la sorpresa—. Entonces… ¿qué es lo que Herder propone?

—Quiere que le dé una cifra. Me hará una transferencia por la mitad, y entregará el resto cuando recoja la cinta.

Peligro a la vista.

—¿Cuando la recoja? ¿Qué quieres decir?

—Pues… que, como es normal, Herder quiere rentabilizar el dinero que va a gastarse. Vendrá a Madrid a materializar la compra en un acto público, con su jefe de campaña, y el director de no sé qué instituto, y unos cuantos fotógrafos, o algo así. Todo muy americano. Hasta me dijo que podíamos organizar la ceremonia en la embajada de Estados Unidos…

«¿La ceremonia? ¿La embajada? Ay, Dios.»

—No sé, pero me parece que se está pasando. Hemos encontrado una filmación de Greta Garbo, no los restos de la Atlántida.

—Ya lo sé, pero… ¿a mí qué más me da? Si tu marido y sus amigos americanos quieren venir aquí con banda de música, allá ellos. Lo que me apetece es acabar con esta aventura y volver a la vida normal. Aunque, si quieres que sea sincera, todo el lío de la película ha servido para distraerme un poco. No sé si me dará el bajón cuando Herder se la lleve debajo del brazo…

Pero Victoria ya casi no escuchaba. Sin saber por qué, acababa de recordar la primera vez que había visto
Ninotchka.
Había sido en el cine de un colegio mayor. Y, por supuesto, junto a Jan.

El precio de la película se fijó en un millón de dólares. La última oferta presentada —y que venía del mismísimo Ministerio de Cultura sueco— ascendía a casi setecientos mil euros, que Herder redondeó hasta llegar a la cifra mágica. Marga no daba crédito: según sus cuentas —«Vete tú a saber cómo las echó», se dijo Victoria, convencida de que la viuda de Jan vivía fuera del mundo—, la película no le reportaría más allá de unas decenas de miles. Aquel precioso montón de dinero iba a servirle para cancelar el préstamo que flotaba sobre la librería como una afilada espada de Damocles, para prescindir de una vez para siempre de la amenaza de la línea de crédito y para asegurar el futuro de Solange.

—Un millón de dólares… es muchísimo dinero, Victoria… ¿No… no te importa que Herder lo emplee en esto?

El gesto de Victoria fue de una indiferencia sincera.

—Por mí, como si compra pipas. Va a gastarse bastante más en su condenada campaña al Senado. Al fin y al cabo, conseguirá mucha publicidad gratis. Todo bicho viviente hablará durante días del generoso gesto del aspirante Van Halen. Además, como tú bien dijiste una vez, el dinero es suyo. Y tiene mucho, por cierto.

Solange, Shirley, Victoria y Marga cenaron juntas esa noche en un restaurante. Fue Marga quien hizo la elección: una
trattoria
de moda donde cobraban treinta euros por un plato de pasta y servían el
moscatto
en unas copas tan finas que daban ganas de intentar romperlas con un grito. Shirley estaba exultante. Se había puesto un vestido imposible de color verde oliva que le permitía lucir su generosa delantera y unos zapatos de tacón alto. Con el cabello lustroso y los largos pendientes de perlas, parecía una estrella de cine en declive. Victoria la miró con disimulo. A pesar de su interminable legión de defectos, su falta de discreción y sus salidas de tono, había algo irresistible en aquella mujer. A su lado, Solange, que llevaba un vestido sin forma combinado con unas botas militares y el pelo recogido en un moño gracias a un largo alfiler de asta, parecía la consagración de la primavera. Vic se dijo que al lado de aquellos dos ejemplares tan interesantes como distintos, ella y Marga eran la viva imagen de dos pobres mujeres vulgares. Cuando entraron en el restaurante —Shirley contoneándose como si pisara una alfombra roja, Solange displicentemente ajena a su belleza—, la gente no vio a nadie más. Marga pidió vino de Abruzzo (era el preferido de Jan, aunque quizá Marga lo había escogido porque era el único que le sonaba de toda la carta) y una cantidad desproporcionada de entremeses calientes. Vic encontró entrañable aquel afán derrochador que parecía haberle entrado ahora que el dinero había dejado de ser un problema grave. Se sintió confortada, casi feliz: estaban juntas, estaban en paz, las cuitas monetarias habían desaparecido, Shirley parecía vivir bajo los efectos de un eterno sedante… Y en cuando a Solange, había cambiado tanto su actitud en los últimos días que no parecía la misma.

«¿Era esto lo que querías, Jan? Pues aquí lo tienes. Misión cumplida. No te quejarás, ¿eh? Esto es mucho más de lo que hubieras deseado. Más de lo que yo habría creído poder conseguir hace veinte días.»

Marga se aclaró la garganta.

—Quiero hacer un brindis.

Vaya por Dios. Llegaba la hora de ponerse tiernas. Victoria detestaba los discursos. En realidad, detestaba cualquier forma de sentimentalismo. En eso era igualita que Jan. Se resignó a lo inevitable y cogió su copa.

—Deberíamos brindar por Javier… por Jan… por tu padre, Solange, que es la razón por la que estamos hoy aquí… Se fue sin que lo esperásemos, y sin saber que… que había hecho las cosas de forma que…

La voz se le quebró, y dos lágrimas enormes le rodaron por las mejillas. Menos mal que Marga no se maquillaba, o el desastre hubiese estado servido. Deseosa de acabar cuanto antes con el pequeño drama, y para evitar que Solange se contagiase de la emoción, le apretó la mano y tomó el relevo.

—Creo que todas sabemos lo que quieres decir. Vamos a beber por Jan… y, sobre todo, por el futuro que os espera. Quien diga que el dinero no da la felicidad es porque nunca ha vivido sin tenerlo.

—¡Eso es! Y, si me lo permitís, quisiera añadir algo. —La luz del restaurante se reflejaba en las perlas en forma de pera que Shirley llevaba puestas. Vic se preguntó si serían falsas. No sabía gran cosa de joyas, así que era fácil darle gato por liebre—. Quiero brindar por vosotras tres, que sois fantásticas cada una a vuestra manera, y por Javier, obviamente, y por tu amigo de la Filmoteca, y por la buena suerte… y, sobre todo, por el pobre idiota que colgó en Internet una lata vieja sin sospechar que valía una fortuna.

Solange y Vic se echaron a reír, secundadas por Shirley, que recogía los frutos de su alarde de ingenio. Marga también forzó una sonrisa. Pero fue una sonrisa extraña. La alarma interior de Victoria lanzó unas pequeñísimas señales, pero la llegada de los entrantes distrajo la atención general y acalló aquel lejano pitido que, de cualquier manera, podía ser sólo cosa de su imaginación.

—¿No habías pensado en lo que dijo mi madre?

Acababan de llegar a casa. Solange se había encerrado en su cuarto para perderse en la oscura maraña de las redes sociales, y Shirley —que había abusado del
amaretto
y hecho el camino de regreso trastabillando sobre sus tacones— se fue a la cama casi sin despedirse. Victoria hubiera deseado hacer lo mismo, pero quería aprovechar la celebración para comunicar su marcha a Marga. En diez días, Herder iba a viajar a Madrid para recoger la película con toda pompa y circunstancia —a saber la absurda fanfarria que tenían preparada sus colaboradores—, y pensaba regresar a Nueva York con él. Iba a decirle que aquel tiempo alejada de su marido le había sentado estupendamente, y que quería darse una nueva oportunidad. A Marga iba a encantarle la historia y su final feliz.

—¿En qué exactamente? Porque, después del segundo
amaretto
, contó algunas cosas…

—No, no me refiero a eso. Estoy hablando del tipo que puso las cajas en eBay sin saber lo que tenían dentro. Alguien vendió por unos euros una cosa que vale un millón de dólares.

Victoria arrugó la nariz. La verdad era que había pensado en aquel incauto dos o tres veces, entre otras cosas porque no podía creer que no hubiese dado señales de vida en cuanto saltó la noticia de la aparición de la película. Posiblemente fuese alguien tan ignorante que ni siquiera se le había ocurrido relacionar el hallazgo con la antigualla que había vendido, o bien una de esas personas que están fuera del mundo y ni siquiera ven la televisión o compran un periódico. Pero, desde luego, nunca se le ocurrió compadecer a aquel desconocido.

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