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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (19 page)

BOOK: La vida después
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—Sé que dejó lo de la Bolsa, gracias… Y también el dinero que hay en la cuenta. Sé que Javier no tenía una nómina, y lo que es un contrato de obra. ¿Qué es lo que te crees, Santiago? ¿Qué soy una mema que está en la inopia? ¿Me consideras una inútil?

Santiago y Victoria intercambiaron una mirada de sorpresa. Lo último que esperaban era una reacción así de la dulce y dócil Marga.

—No, claro que no…

—Pues no es lo que parece… ¿Sabes lo único que no entiendo? Lo de la cancelación de la póliza del seguro. ¿En qué estaba pensando Javier? ¿Por qué no me lo dijo?

Ahora parecía estar enfadándose con Jan. Victoria se vio obligada a intervenir.

—Marga… tal vez necesitaba el dinero para algo en concreto… Algún gasto inesperado al que no pudieseis hacer frente. Tal vez Jan no quería preocuparte…

Marga se volvió hacia Victoria con los ojos vidriosos y una indefinible expresión en la boca. No hacía falta ser muy listo para adivinar que estaba hecha una furia, que la olla a presión que llevaba días calentándose estaba a punto de estallar.

—Oh, bueno, lo que faltaba… Victoria, la defensora de causas perdidas. ¿No puedes escuchar una crítica a Javier sin sacar la cara por él? ¿Qué demonios sabes tú de nuestras finanzas, o de qué narices hizo mi marido con el dinero del seguro?

Victoria bajó la cabeza. En realidad,

lo sabía. En ese momento debería haberse callado. Quizá encogerse de hombros, quizá marcharse de la sala haciéndose la ofendida, segura de lo que ocurriría a continuación: Marga saldría trotando tras ella para implorar clemencia. Pero la espita de su propia olla exprés también necesitaba aligerarse. Victoria había perdido a su mejor amigo, y además estaba renunciando voluntariamente a su casa y a su vida para meterse en un poco apetecible berenjenal. Por eso fue incapaz de cerrar el pico. Porque tras lidiar con Solange y con Chloe, de aguantar las impertinencias de Shirley y las llantinas de Marga, había llegado al límite de su buena voluntad.

—Pues resulta que lo sé todo, Marga. Jan me lo contó en su momento. ¿Recuerdas el viaje alrededor del mundo que querías hacer para celebrar vuestro aniversario de bodas? Un mes y medio dando saltos por ocho países distintos. Jan esperaba un anticipo por su nuevo libro, y a última hora los editores lo redujeron a la mitad. El viaje iba a pagarse con ese adelanto y él no quiso decepcionarte suspendiéndolo, así que echó mano del seguro.

Justo cuando acabó de hablar, Victoria hubiese dado un par de años de vida por poder manejar el tiempo y retrasar un miserable minuto las manecillas del reloj. Con eso habría bastado para no compartir con Marga aquel secreto absurdo. ¿Qué más daba que pensase que Jan había usado aquel dinero para… para jugar en un casino… o para comprar un quintal de pastillas de turrón? ¿Por qué tenía que haberle referido con pelos y señales lo que era algo privado que Jan había querido confiarle a ella? En ese instante se sintió obligada a mirar dentro de sí misma: muy en el fondo, le había contado la verdad a Marga porque necesitaba subrayar su lealtad hacia Jan… y también dejar patente que éste le contaba absolutamente todo. Eso era lo que había hecho, recordar a la viuda de su amigo —o más bien restregarle por las narices— el grado de confianza que había habido entre ellos dos.

—Así que te lo contó —la voz de Marga sonaba muy rara, como un poco más grave de lo habitual—. Cogió un dinero que estaba guardado para otra cosa y te lo contó a ti y no a mí.

«¿Era esto lo que querías, pedazo de bruja? Pues nada, ahí lo tienes. Disfruta del desastre. Eres un bicho, Victoria Suárez.»

—Bueno, no tiene tanta importancia —Victoria intentó, sin ningún éxito, que su voz sonase incluso cordial, como si estuviese ventilando asuntos sin trascendencia—. Mira, yo creo que Jan se dio cuenta de que había hecho una tontería, y me lo contó a mí para… para que lo animara. Ya sabes que siempre he sido una cabeza de chorlito en lo que se refiere al dinero. Seguro que necesitaba que alguien como yo le dijese que un viaje maravilloso merecía mucho más la pena que un seguro de vida. Y, por cierto, eso fue lo que hice. (Mentira cochina. Pese a su tendencia manirrota y su nulo sentido del ahorro, Victoria le había dicho a Jan que consideraba una majadería rescatar una póliza para comprar dos billetes de primera clase al otro extremo del mundo.)

—Ehhh… Marga, Vic… Eso son cosas vuestras… —Sin saberlo, Santiago acababa de remachar el clavo:
cosas vuestras.
A ver qué tal le sentaba a Marga eso de que Jan fuese cosa de alguien más que de ella—. Tenemos que hablar de asuntos prácticos.

—A mí no me queda nada de qué hablar. Creo que por hoy he tenido bastante pragmatismo.

Y salió de la habitación, blanca como el papel y extrañamente erguida, como si se hubiese propuesto mantener cierta apostura digna frente a lo que consideraba una humillación en toda regla. La puerta se cerró tras ella —suavemente, por supuesto: Marga no era de las que dan portazos—, y el ruido leve de sus pasos se perdió por la casa.

Victoria volvió a sentir la pulsión de meterse en la boca a puñados todo el plato de chocolatinas que, por cierto, nadie había tocado, pero hasta ella se daba cuenta de que no era el mejor momento para comer bombones.

—Vaya por Dios —dijo al fin.

—Sí, eso. La verdad es que no has tenido mucho tacto…

Victoria pensó que quizá había llegado el momento de que todas las personas de aquella casa tuviesen ocasión de reventar. ¿La estaba pinchando Santiago para producir otro estallido?

—¿A qué venía decirle en qué se había gastado Jan el dinero del seguro?

—Pues porque de no saber la verdad, nuestra amiga iba a pensar cosas muy raras. Treinta mil euros no se evaporan así como así… Tú deja la cuestión en el aire, y verás como en menos que canta un gallo Marga empieza a sospechar que Jan usó el dinero para ponerle un piso a algún ligue. Al menos lo utilizó para una buena causa.

—Vic… Tú y yo sabemos perfectamente que lo que hizo Jan fue una estupidez. Y Marga también lo sabe. La idea de que él compartiese contigo su falta de sesera no va a ayudarla a sentirse mejor.

—¿Por qué?

—¡Deja de hacerte la tonta! Esta mujer se ha quedado sin marido y sin recursos, y encima tiene enfrente a una listilla diciendo «oh, Marga, pero yo ya lo sabía… ya sabía que el inconsciente de tu marido había malgastado en un viaje a todo tren vuestros ahorros para el futuro, y me parece muy bien, Marga, porque Jan y yo somos así de despreocupados».

Victoria sintió que el rubor se le subía a la cara. Quiso defenderse aclarando que «en realidad» no había animado a Jan a vaciar la hucha, pero Santiago no parecía tener interés en escucharla.

—No puedes refregarle a Marga cada dos por tres tu espléndida relación con Jan, la confianza que tenías con Jan, la libertad con la que te hablaba Jan… No puedes recordarle continuamente que te lo contaba todo ni que hay una parte de él que sólo conoces tú, no puedes remachar día sí día también lo mucho que os queríais y lo perfecto que era todo entre vosotros… Y menos ahora, Vic, menos ahora que Jan está muerto.

Qué terrible es que te recuerden lo que ya sabes, que te consideres una miserable y alguien diga en voz alta que está de acuerdo contigo. Para desconcierto de Santiago, Victoria no dijo nada. Ni siquiera intentó justificarse, mucho menos llevarle la contraria. De pronto no era una mujer de mundo, la reputada politóloga, la esposa del millonario con ínfulas políticas, sino aquella cría asustada que había conocido hacía un siglo, cuando ni él ni Victoria, ni mucho menos Jan, podían siquiera presentir todas las trampas amargas que les tenía reservadas la suerte. Allí estaban, casi treinta años después, tristes como niños obligados a entrar en una nueva etapa vital, cuando creían que su futuro se había encauzado. Cuando, en un ridículo alarde de inocencia, pensaban que ya todo estaba hecho, que sus vidas estaban ordenadas, que todo funcionaba como debía. La muerte de Jan había venido a recordarles que no había nada escrito, que el destino podía lanzarles al paso algunas sorpresas indeseables. Sin dejar de fruncir el ceño, Victoria miró a Santiago y por primera vez en aquellos días se dio cuenta de que él también iba a echar mucho de menos a Jan.

—Vic, a lo mejor ahora soy yo el que se ha pasado. Olvida lo que te he dicho, ¿vale? Estoy preocupado, nervioso… Y bastante cabreado con Jan, que se ha muerto dejando a su mujer y a su hija en una situación económica delicada. Esto es serio, Victoria. Pueden perderlo todo.

—No lo entiendo…

—Es muy sencillo. Los ingresos de la librería apenas bastan para contener los gastos. Hay una póliza de crédito de la que se ha echado mano en los últimos meses, y los intereses están creciendo. Estoy preocupado, Vic. Mucho. —Recogió su libreta y la guardó en un maletín—. En fin, ya veremos cómo se resuelve esto. De momento, Marga y Solange tienen que firmar unos papeles en la notaría. Diles que vengan a mi despacho mañana a las nueve y las acompañaré.

Se marchó. Victoria se quedó sola en el salón, mirando el primoroso juego de café, las servilletas de lino y las bandejas de golosinas. Se comió seis bombones y la mitad de las tejas de almendra mientras daba vueltas a lo que acababa de suceder. Qué escena tan lamentable. Qué innecesario era lo que había ocurrido… Quiso pensar que Marga había exagerado un poco, pero tuvo que rendirse a la evidencia: ella había estado completamente inoportuna.

¿Por qué lo había hecho? ¿Había algún motivo que la impulsase a molestar a Marga en un momento en que lo que necesitaba eran sólo demostraciones de afecto? Estaba allí para cuidar de la familia de Jan, y todo lo que hacía era meter el dedo en el ojo a su viuda. De acuerdo, se había portado muy bien quedándose en Madrid para arreglar las cosas con Solange y ofreciéndose a ayudar en la librería, pero eso no le daba derecho a aprovechar cualquier oportunidad para incordiar a Marga.

De pronto se dio cuenta de que pinchar a la esposa de Jan era algo que hubiese querido hacer durante todos aquellos años. No se trataba de hacerle daño, de lastimarla en lo más hondo, sólo quería hacerla saltar. Después de todo, aquella mujercita era la culpable de que Jan hubiese dado un giro a su vida, a la vida que ella y su mejor amigo habían imaginado juntos, no como pareja, por supuesto, sino como compañeros, colegas y cómplices.

Cuando Jan conoció a Marga, estaban a punto de incorporarse a un proyecto de investigación que auspiciaba la Universidad de Nueva York y que financiaba generosamente un banco de inversiones. En realidad, era a Victoria a quien habían hecho la oferta —era ya profesora titular en la Complutense, y había formado parte de varios grupos de trabajo en foros internacionales—, pero ella había puesto como condición que Jan se uniese al equipo. No hubo problema: el perfil de un periodista experto en relaciones internacionales y autor de tres monografías sobre conflictos era más que bienvenido. La universidad pretendía elaborar un estudio superlativo sobre conexiones entre grupos terroristas internacionales, y quería contar con expertos de una docena de países. El presupuesto era estratosférico y había dinero a espuertas. Dinero para sueldos, dinero para contratar ayudantes, dinero para hacer viajes… Posibilidades infinitas para recorrer los puntos calientes del globo, de Líbano a Cachemira, de las sierras de Colombia a Chechenia, de Irlanda del Norte al País Vasco. El sueño dorado de cualquier politólogo. Y, por si fuera poco, el centro de operaciones de todo aquel tinglado iba a ser una pequeña isla superpoblada de la Costa Este americana. ¿Quién podría pedir más?

Por supuesto, los dos conocían Nueva York —según Jan, era algo que había que hacer antes de cumplir los treinta—, pero la oportunidad de vivir allí durante dos años se les antojaba un regalo. Era el momento perfecto. Victoria podía pedir una excedencia en la universidad y el trabajo nómada de Jan le permitía pasar largas temporadas en cualquier sitio. Además, Solange tenía cuatro años. A esa edad, uno puede adaptarse a todos los lugares del mundo, y la inmersión en un nuevo idioma es inmediata. Sería bueno para todos. La niña aprendería inglés, ellos tendrían aventuras con personas nacidas en Belice, en Surinam y en Nueva Caledonia. Desayunarían
bagels
con crema de queso, cruzarían en bicicleta el puente de Brooklyn y mirarían con generosa compasión a los pobres mortales que hacen cola para subir al Empire Estate, declarando así su estatus de turistas. Aquella estancia les pondría para siempre a salvo de la condición de viajeros accidentales. Incluso después de dejar la ciudad seguirían siendo neoyorquinos en excedencia, y podrían iniciar las conversaciones diciendo «cuando yo vivía en Manhattan…». Ahora, Victoria sonreía al recordar aquellos planes. Llevaba diez años en Nueva York y jamás había montado en bici por el puente. En cuanto a la crema de queso para desayunar, le daba bastante asco.

Marga había aparecido en la vida de ambos sólo unos meses antes de que se materializara el proyecto neoyorquino. Cuando Jan empezó a hablar demasiado a menudo de la chica de la librería, cuando Victoria supo que se multiplicaban sus encuentros y sus citas, una lucecita de alarma se encendió en su interior, pero intentó apaciguar los malos augurios pensando en los rascacielos, los cafés del Village y las posibilidades de viajar a la sierra peruana en busca de las huellas de Sendero Luminoso. ¿Quién iba a cambiar semejante perspectiva por una correctora de erratas que vendía libros los fines de semana? Pese a todo, aquella luz siguió parpadeando. Quizá gracias a eso el día que Jan llegó diciendo que quería casarse con Marga, Victoria no se sorprendió. «¿Y el proyecto?», le dijo, como si sus planes para los próximos dos años fuesen un detalle que Jan hubiese olvidado involuntariamente. Él se encogió de hombros como el niño que intenta disculparse tras haber perdido la cazadora en el patio del colegio. Ella sonrió: «Una oportunidad así sólo vas a tenerla una vez en la vida.» Y él la abrazó: «Por eso lo hago.» Victoria estuvo a punto de echarse a llorar: por primera vez en muchos años, ella y su mejor amigo habían empezado a hablar de cosas distintas.

Victoria se fue a Nueva York tres meses más tarde, dos días después de la boda de Jan. Habían fijado la fecha de la ceremonia en función de la de su partida —lo cual fue el germen de la feroz antipatía de la madre de la novia hacia la amiga de su yerno, que no pudo entender a qué venían tantas consideraciones— y, como si se tratara de una broma, Jan partió de viaje de novios el mismo día que Vic volaba hacia Manhattan. Hablaron por teléfono aquella misma mañana. Victoria no le dijo que le entristecía la idea de emprender sola la aventura imaginada para ambos. Simplemente se mofó sin disimulo del destino elegido para la luna de miel, un
resort
de lujo en la Riviera Maya, que por supuesto era una concesión a los gustos pequeñoburgueses de la bobalicona de Marga. Luego hablaron de cosas prácticas, del apartamento que Victoria había alquilado, de su horario de trabajo y de la generosidad del patrocinador del proyecto, que le había enviado un billete en primera clase. Ninguno de los dos se puso sentimental. Se despidieron como si fuesen a encontrarse en un par de días. Sólo que aquella vez las cosas eran distintas. Por primera vez en casi veinte años, Jan y Victoria no tenían la menor idea de cuándo iban a volver a verse.

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