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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (29 page)

Pero ¿por qué demonios no había compartido con Victoria la existencia de un padre? ¿Cuántas veces había ayudado a Jan a especular sobre la identidad paterna? Aquellas elucubraciones llegaron a convertirse en un juego, y el padre imaginario podía ser un banquero suizo, un ladrón de guante blanco, un mafioso calabrés o un pobre
clochard
alcoholizado que vagaba por los puentes del Sena. Hubo una época en que les dio por construir una rocambolesca historia en la que el padre misterioso era un célebre director de cine. Atando cabos y reconstruyendo fechas, adjudicaron el título sucesivamente a Jean-Luc Godard, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. En los sesenta, Mischa era hermosa y París, una fiesta. ¿Por qué no podía haber tenido una aventura con cualquiera de aquellos hombres? La férrea resistencia de la madre de Jan a desvelar la verdad los obligaba a ellos a ejercitar la imaginación, a construir un castillo de naipes, aunque fuese con el único propósito de pasar un buen rato. Y resulta que, casi en su lecho de muerte, Mischa había decidido hablar… No obstante, Jan prefirió seguir ignorando lo que durante años había intentado saber. «Oh, Jan, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué no me llamaste enseguida para hablarme de ese sobre que te había dado tu madre? ¿Por qué no lo abrimos juntos, por qué no me permitiste ir contigo en busca de tu padre? ¿Por qué no quisiste que participase de algo así?» Y, como había hecho varias veces en los últimos días, Victoria volvió a enfadarse con su amigo, y tuvo que aplacar su cólera con una copa de
mousse
de chocolate. «Te odio, Jan. Por tu culpa acabaré siendo una de esas cuarentonas gordas en las que juré no convertirme.»

Jan… y su padre desconocido, el aristocrático Douglas Faraday, anticuario de profesión y perfecto caballero inglés, que usaba pañuelos de tela y no se alteraba por nada. Todo un cliché, el señor Faraday. Hubiese podido trabajar como extra en cualquier película de James Ivory. Claro que Jan también. El parecido entre los dos era alarmante. Sin embargo, Victoria no comprendía cómo Faraday había dado por buena la noticia de su paternidad sin exigir pruebas fehacientes. Y de inmediato recordó que Jan había hecho exactamente lo mismo cuando Chloe le comunicó que estaba embarazada. Ya sabía a quién había salido el biempensante, el incauto Jan. De tal palo, tal astilla. Digno heredero el uno del otro. Jan asumió casi a ciegas la tutela de una criatura que bien podía ser de otro, y Faraday acababa de desprenderse de un objeto que valía un millón de dólares para asegurar el futuro de una descendencia que aceptaba como suya sin otro indicio que la buena voluntad.

Vaya par de filántropos, cada uno a su manera. No había duda, también en eso eran iguales. Faraday hubiese tenido derecho a exigir certezas absolutas antes de hacer regalos carísimos. Dieciséis años atrás también habría sido justo que Jan dudase… y, sin embargo, no lo hizo y se llevó a Solange con la misma ligereza con la que Faraday había renunciado a una fortuna.

Un tipo singular, el señor Faraday. Y lleno de buena voluntad. Victoria se sintió turbada al recordar que se había desmoronado delante de él. ¿Cómo había podido permitirse semejante desliz? Ella era una persona contenida, llena de sobriedad emocional. Alguien capaz de controlar sus propias reacciones, de apretar los dientes y aguantar el chaparrón, tragándose las lágrimas o la bilis, según el caso. Jamás perdía las formas, mucho menos los nervios. Ni siquiera Herder la había visto nunca fuera de sí. Sólo Jan lo había hecho. Y ahora, Douglas Faraday, el hombre a quien dos días antes ni siquiera conocía, acababa de unirse al selecto y restringido club de espectadores del Hundimiento de Victoria Suárez de Castro. «Ahora pensará que soy una de esas blandengues que van por ahí buscando un hombro en el que llorar. Alguien como Marga. Como Shirley. Incluso como Chloe, a la que le encanta montar el número.»

Claro que, después de todo, ¿qué le importaba a ella lo que pudiese creer un hombre que vivía a ocho horas de avión de Nueva York, que estaba fuera de su lista de amistades, de sus conocidos, fuera de su mundo? Había accedido a citarse con Faraday al día siguiente, pero después… después entonaría aquello de «si te he visto no me acuerdo». Daría cerrojazo al asunto de la película en cuanto se formalizase la venta (aquella transacción carnavalesca organizada por Herder y en la cual prefería no pensar), y olvidaría para siempre al padre de Jan y las extraordinarias circunstancias en las que le había conocido. Olvidaría, incluso, que había llorado delante de él y —Dios mío— que hasta le había hecho confidencias. ¿De verdad le había contado que la atormentaba el hecho de no haber podido despedirse de Jan? ¿Que hubiese querido verlo por última vez, incluso agonizando? ¿Que empezaba a dudar de su afecto? Si ella misma se avergonzaba de aquellos pensamientos, ¿cómo se había atrevido a exhibirlos delante de una persona de la que no sabía nada? Y sin embargo, aquella confesión le había resultado… liberadora. Sí, ésa era la palabra. Compartir con Faraday una verdad dolorosa había sido como soltar un poco de lastre. Posiblemente, Jan se sintió igual cuando le dijo que estaba a punto de morir…

—¿No quieres tallarines, Victoria?

Marga le tendía un bol de pasta de un dudoso color amarillo.

—No… no tengo mucha hambre.

—Comes como un pajarito —aseveró Shirley. Victoria sólo pudo sonreír. Debería haberla visto media hora antes, hinchándose de pastel de frutos rojos.

—¿Qué tal tu compañera?

—Ah… bien… —«¿Qué dices, idiota? ¿Quieres cargarte tu coartada?»—. Bueno, bien, bien no… regular.

—¿Y eso?

—Pues… —«Piensa en algo bueno, ya que no lo has hecho antes, mientras te forrabas a tarta y espuma de chocolate»—. Tiene problemas con las clases. Está preparando unos seminarios y la ha pillado el toro.

Bien. No era fácil que Shirley, Marga o Solange quisiesen más detalles sobre las actividades de la London School of Economics.

—Por eso he tardado un poco más. Estuve echándole una mano para organizar la documentación… Y es posible que mañana me necesite otra vez. Solange, por favor, pásame las gambas. Tienen muy buena pinta…

Las gambas tenían un aspecto más bien miserable, pero era una forma como otra cualquiera de cambiar de tercio.

—¡Tía Vi! Has venido a Londres para estar con nosotras y ahora te vas a pasar todo el tiempo con una amiga…

El gesto contrito. El mohín de la boca y los ojos implorantes. La voz quejumbrosa. Solange estaba desplegando toda la artillería de pobre niña abandonada.

—Solange, haz el favor. —Sorpresa, sorpresa: Marga se había adelantado a cualquier reacción—. Victoria ya ha estado demasiado disponible para ti y para mí en los últimos días. Si quiere citarse con una amiga, no creo que tenga que pedirnos permiso.

¿De verdad era Marga quien había hablado así? ¿Era suyo ese tono cortante, esa mirada definitiva que puso en su sitio a la adolescente caprichosa sin necesidad de levantar la voz? ¿Qué había pasado? ¿Era el aire de Londres, o es que —después de once años— Marga estaba aprendiendo por fin a tratar a su hijastra?

—¿Alguien quiere más rollitos? Porque yo voy a pedir otro.

E incluso Victoria, que seguía notando en el estómago el peso del merengue con frambuesas, se apuntó a otra ronda de pringosas especialidades chinas.

El Garrick estaba situado en el corazón del West End. Era uno de esos clubes de caballeros que habían servido de inspiración a Julio Verne para retratar el hábitat de Phileas Fogg. Que Faraday fuese socio de uno de aquellos reductos de otra época parecía una forma de apuntalar su imagen: un rico y elegante anticuario que sale de casa por las noches para ir al club. Aquel hombre hubiese encajado a la perfección en una novela de Elizabeth Gaskell, y en eso pensaba Victoria mientras un portero la acompañaba al salón.

Douglas Faraday la estaba esperando y se puso en pie al verla entrar. Llevaba un traje de lana marrón oscuro, y una corbata discreta sobre la camisa blanca. A Victoria le pareció algo más joven que la otra tarde, y automáticamente calculó su edad: si contaba dieciocho, tal vez diecinueve, al nacer Jan, ahora debía de rondar los sesenta y dos años. No tenía mal aspecto, considerando que estaba al borde de la jubilación. Un camarero le ofreció una bebida. Victoria pidió lo mismo que estaba tomando su anfitrión: una tónica con ginebra.

—Me alegro de que haya venido. ¿Qué tal les ha ido el día?

—Bien. Haciendo turismo desde las nueve de la mañana.

Habían pasado la jornada explorando la City, desde la catedral de San Pablo hasta el centro Barbican. Habían visto el Museo de la Ciudad y cruzado a la otra orilla por el puente, y llegado a pie hasta la Torre, donde hicieron el consabido
tour
del tesoro y la obligada visita a las jaulas de los cuervos.

—Estará cansada…

—No se preocupe. Hemos vuelto pronto y he podido echarme.

—Me alegro. Londres puede resultar agotador cuando se pretende ver todo en pocos días.

¿A qué venían tantos rodeos, tanto interés por su estado? «¿Lo han pasado bien? ¿Qué les ha parecido la catedral? ¿Le duelen los pies después de tanto andar?» Victoria se preguntó si acaso el ambiente del club servía para envarar aún más a Faraday y lo obligaba a desplegar un cúmulo de cortesías innecesarias. Sintió un descenso en su estado de ánimo, y se arrepintió de haber aceptado aquella invitación a cenar. Le había parecido muy buena idea reunirse con Faraday a última hora de la tarde, para así poder aprovechar el día junto a Solange y las demás, pero ahora encontraba absurda aquella cita, y le angustiaba un poco la perspectiva de pasar dos horas junto a un desconocido. Miró a su alrededor, como para interrumpir el intercambio de formalidades.

—Es bonito… el club, quiero decir.

—Soy socio desde hace siglos. Mi padre y mi abuelo ya lo eran. El Garrick se fundó en 1831. Un grupo de aficionados al teatro decidieron crear un lugar donde reunirse antes y después de las representaciones. Casi todos los hombres de letras de la época se hicieron miembros. Dickens, Thackeray… y, por supuesto, muchos actores.

—Así que por eso lo eligió para vernos… para cerrar el círculo…

El rostro de Faraday expresaba una sincera perplejidad.

—No entiendo…

—Mischa… Era actriz cuando la conoció…

Sonrió. Otra vez —¡Dios mío!— la sonrisa de Jan.

—Siento decepcionarla, Victoria. Soy un hombre sin imaginación. Propuse el Garrick porque es un lugar agradable, y porque pensé que estaríamos cómodos. A las siete no queda casi nadie en los salones: los socios y sus invitados cenan pronto para poder ir al teatro, así que estaremos solos en el comedor. Debo reconocer que al elegir el club no tuve en cuenta a Mischa.

Lo dijo como pidiendo perdón. Como si se sintiese culpable de no haber tenido presente a una mujer que había desaparecido de su vida hacía casi medio siglo. De pronto Faraday se le antojó un hombre indefenso, vulnerable. Torpe incluso. Y muy solo…

—Bueno, digamos entonces que ha sido una casualidad agradable. ¿Sabe que Mischa acabó convirtiéndose en autora teatral?

—Jan me lo dijo.

—Ya ve, de haber vivido en Londres, probablemente se hubiese hecho socia de este club. ¿Le habría gustado volver a verla?

Victoria se arrepintió de la pregunta nada más formularla. No era asunto suyo. Y, además, estaban allí para hablar de Jan. Pero a Faraday no pareció molestarle la inquisición. Se quedó pensando, con el ceño levemente fruncido.

—No lo sé… Mischa tiene un lugar muy concreto en el pasado… tan concreto que no sabría cómo hacerle un sitio en otro momento de mi vida. Mischa fue París, el fin de la adolescencia, la despreocupación, los descubrimientos, así que… ¿encontrarla veinte, treinta años después, cuando ya ni ella ni yo éramos ni remotamente jóvenes, cuando los dos teníamos otras vidas? No, Victoria, creo que no. Cada cosa en su momento. Es como releer a los cuarenta años un libro que nos fascinó a los quince. La mayor parte de las veces lo encontramos insulso, y somos incapaces de entender por qué nos gustó tanto la primera vez. Es mejor dejar los recuerdos donde están. Especialmente los buenos.

Un camarero les interrumpió: la mesa del señor Faraday estaba lista. Pasaron a un salón contiguo donde, como él había pronosticado, no había nadie más. Pidieron una cena ligera: consomé y rosbif frío con ensalada verde. Victoria no tenía apetito. Buena señal, pensó, eso quería decir que empezaba a encontrarse a gusto en presencia de Faraday.

—¿Cómo conoció a Jan?

Así que la función había comenzado por fin. Victoria habló de la aventura del trabajo olvidado, de la corriente de mutua simpatía que se generó entre ella y Jan, de cómo, sin darse cuenta, empezaron a compartirlo todo: sus preocupaciones, sus anhelos, sus secretos. Cómo, un buen día, se dieron cuenta de que eran capaces de leer el uno en el otro.

—Suena a tópico, pero muchas veces Jan sabía lo que yo iba a contestar cuando alguien me hacía una pregunta. Y a mí me pasaba igual con él. Con sólo echar un vistazo a su cara podía adivinar lo que pensaba, incluso lo que sentía. Es difícil de explicar. Hubo una época, creo que fue en tercero de carrera, en que nos dio por contar a la gente una historia disparatada diciendo que éramos hermanos gemelos separados al nacer… Claro, todo el mundo miraba a su hijo y me miraba a mí y no daban crédito… Supongo que pensaban que yo debería demandar a nuestros misteriosos padres en protesta por el desigual reparto de dones. En aquella época, señor Faraday, su hijo era el tipo más guapo de la facultad, y yo una de las chicas menos atractivas. Luego, cuando mejoré un poco, la historia dejó de ser tan graciosa y ya no la contamos más.

Douglas Faraday había pedido una botella de Burdeos. Victoria le dijo que a Jan le gustaba el vino tinto.

—Yo prefiero el blanco —contestó él—, pero supuse que usted no. ¿Qué más cosas le gustaban a mi hijo? Él me contó lo más elemental: me habló de su madre, de su hija, de su mujer. Me habló de usted, de su carrera, de su trabajo. Pero todos los detalles se nos quedaron en el camino por falta de tiempo… Sé que es una tontería, pero son cosas que me gustaría saber.

No, no era una tontería. Los pequeños caprichos, las simpatías cotidianas, las manías, las debilidades, forman también parte del mapa vital de una persona. Y nadie como ella para trazar el de Jan. Victoria entornó los ojos, como si eso fuese de ayuda para recordar mejor, y desgranó ante Douglas Faraday toda la relación de datos menores que podían ayudarle a saber quién era el hijo al que tuvo que renunciar ocho horas después de verlo por primera vez. Fue un placer hablar así de Jan, de forma desordenada y arbitraria, sin organizar la información, sin establecer un criterio de prioridades. Ante Douglas Faraday, todo se había vuelto esencial, y cada pequeña anécdota tenía el peso que cobra aquello que hemos perdido para siempre.

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