—Hola, Vic.
—Hola…
Le dio un beso en la cara, y una vez más se preguntó cómo era posible que Santiago pudiese provocar en ella semejante indiferencia si hubo un tiempo en que temblaba como una hoja sólo con que la mirase durante más de un segundo. Claro que de eso hacía más de un siglo.
—¿Qué quieres tomar?
—Un té. Con hielo y limón.
Pidió lo mismo para él, y luego se sentó.
—Tengo que darte una cosa…
—¿A mí?
—Sí. Es de Jan.
Perfecto. Santiago la había llevado a aquella cita en tierra de nadie para entregarle alguna tontería que había pertenecido a su amigo. Era el numerito sentimental que le faltaba para completar el cuadro. Se preguntó qué demonios le iba a dar. ¿Una corbata vieja? ¿Una de aquellas largas y feas bufandas de lana que a Jan le gustaba usar? ¿La pulsera de cuero que llevó durante algún tiempo? ¡Oh, qué absurda esa manía de convertir los objetos en símbolo de los buenos recuerdos, de los tiempos perdidos! Jan no era el tipo de persona que hace eso. Santiago sí. De él habría sido la absurda idea de convertirla en emocionada depositaría de algún cachivache mugriento que Jan ni siquiera recordaría.
—Toma.
No era un pañuelo usado, ni un mechero, ni ninguna otra cosa que hubiera podido imaginarse. Era un sobre sin abrir.
—¿Qué es?
—¿A ti qué te parece? Es una carta, Victoria. Una carta de Jan.
Parecía incómodo. Dejó el sobre encima de la mesa, y durante unos segundos Victoria pensó que iba a marcharse. No lo hizo. Se reacomodó en la silla y la miró de frente antes de seguir hablando.
Fue hace unas semanas. Llegó al despacho y me dijo que te diese esto si a él le pasaba algo.
—Pero ¿qué pensaba que le podía pasar?
—Pues eso le pregunté yo, pero ya sabes cómo era Jan cuando no quería dar explicaciones: «Tú guarda la carta y punto, y si dentro de cincuenta años no me he muerto, puedes usarla para limpiarte el culo». Eso fue lo que me dijo.
Cogió el sobre de la mesa. Victoria ni siquiera lo había tocado, pero de vez en cuando lo miraba de reojo, como si temiese que se pudiera evaporar. Santiago se dio cuenta de que tenía los labios tan blancos como el papel. En realidad, toda la piel de Victoria tenía la palidez cenicienta que deja la tristeza. Hubiese querido tomarla de la mano, pero no se atrevió. En lugar de eso le tendió la carta.
—Mira, reconozco que esto tiene un punto morboso. Pero sea lo que sea lo que hay dentro de este sobre, Jan quería que lo tuvieses tú.
—Oh, por favor…
La voz de Victoria se entrecortó en un sollozo. Santi no se sorprendió. De hecho, pensaba que había tardado demasiado en echarse a llorar. Pero no lo hizo. Se pasó la mano por los ojos y los clavó en él con cierta fiereza.
—¿Y no insististe para que Jan te explicara a qué venía tanto misterio?
—Pues no, Victoria. Sabes mejor que nadie que Jan tenía sus rarezas, y pensé que ésta era una de ellas. Metí la carta en un cajón… Y, para ser sincero, no volví a acordarme de ella.
Victoria se dijo que aún no había acabado con Santiago.
—¿Por qué no me la diste antes?
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Antes… No sé… Llevo en Madrid dos días. Pudiste llamarme para decir que tenías la carta y entregármela en cuanto llegué. Antes del funeral… O justo después. ¿Por qué esperaste tanto? Yo no…
—Victoria, por todos los… No empieces con tus cosas, ¿vale?
—¿Con mis cosas? ¿Qué quieres decir?
—Que estás deseando poder enfadarte con alguien. Si Jan hubiese tenido un accidente de tráfico, dirigirías tus iras hacia el conductor del otro coche o hacia los dueños de la BMW. Si se hubiese caído por la terraza, echarías sapos y culebras contra Marga por no asegurar los barrotes del balcón, y si le hubiese abierto la cabeza una maldita teja mientras paseaba por la calle, arremeterías contra el alcalde o… o contra el Ministerio de Fomento. Pero resulta que Jan se murió de un infarto que lo dejó en el sitio, y como no puedes echarle la culpa a nadie, andas buscando a cualquiera que haya hecho algo para empeorar lo que ha ocurrido, como si no fuese ya suficientemente malo.
Victoria miró a Santiago intentando parecer ofendida, pero en realidad había dado en el clavo. Desde que supo que Jan había muerto había estado buscando a quien responsabilizar para poder diluir la tristeza en cualquiera de las múltiples formas del rencor. Aunque a regañadientes, reconocía como natural ese comportamiento suyo, pues desde niña, y ante cualquier contratiempo, se sentía mucho mejor desplegando su rabia contra cualquiera que tuviese algo que ver en el asunto. Si en un examen caía un tema que no había estudiado, parte de la culpa la tenía el imbécil al que había pedido los apuntes y que no lo había incluido en el temario. Si la lluvia arruinaba sus vacaciones, el responsable era Herder por haber elegido la costa mexicana en lugar de los Hamptons. Si se le quemaba una hornada de galletas, era a causa de la llamada telefónica de un colega que la había distraído de su quehacer en la cocina. Una vez, cuando tenía catorce años, se rompió un dedo del pie al tropezar con una silla, y no paró hasta averiguar cuál de sus hermanos había sido el último en sentarse en ella y dejarla mal colocada. Aún ahora, treinta años después, recordaba perfectamente la diatriba feroz que había dedicado a Sergio, a quien hizo sentirse como un verdadero criminal por no haber arrimado la silla unos centímetros más hacia el oeste. Lo más curioso de todo, pensaba, es que a pesar del dedo roto y el dolor sordo que le martilleaba desde la uña, aquello la hizo sentirse un poco mejor. Y, sí, Santi tenía razón al decir que estaba buscando algún culpable, por lejano que fuese, del desconsuelo que había venido a invadir su vida.
—No quería decir eso… Es que estoy sorprendida, nada más.
Antes muerta que reconocer una debilidad de carácter, un defecto innegable, un borrón en su expediente de persona perfecta. Por fortuna, Santiago no tenía intención de hurgar en la herida. Tomó el sobre de la mesa y se lo tendió. Victoria tardó unos segundos en cogerlo, y cuando lo hizo lo guardó en el bolso con la rapidez del rayo.
—Tengo que marcharme —le dijo Santiago—. Hay una reunión en el despacho y ya llego tarde.
—Vaya. Siento haberte entretenido.
—No pasa nada. ¿Cuándo vuelves a Nueva York?
—Mañana. La verdad es que ya no me queda gran cosa que hacer en Madrid.
Santiago la miró largamente, y Victoria tuvo la sensación de que iba a decirle algo, pero no fue así.
—¿Tienes que ir a algún sitio? Puedo llevarte a donde quieras, tengo el coche ahí mismo. La única ventaja del verano en Madrid es que puedes aparcar en donde te venga mejor.
—No. Creo que voy a quedarme un rato. No estoy lo que se dice muy ocupada y me ha entrado un poco de hambre. Ya nos veremos.
—Lo veo difícil, si te vas mañana —le dio un beso rápido—. Hasta cuando sea.
—¿Quiere algo más?
Victoria decidió no buscar señales de retintín en la pregunta supuestamente servicial de la camarera. Delante de sí tenía los restos de un cruasán relleno de chocolate, una magdalena de arándanos y una crepe con dulce de leche coronada con nata montada. Había acompañado la mezcla con una Coca-Cola
light,
no como una forma de pitorreo hacia sí misma sino porque se había acostumbrado a los refrescos sin calorías. Frente a ella, la camarera contemplaba los restos del naufragio —virutas de chocolate derretidas que se habían pegado al fondo del plato, un puñado de migas amoratadas, nata deshecha y mezclada con el dulce de leche—, preguntándose seguramente qué clase de enferma era capaz de atracarse de esa manera y en qué momento aquella mujer iba a salir disparada a vomitar en el cuarto de baño para aliviar a la vez su estómago y su mala conciencia.
—Sí, gracias. Tráigame un té verde. Con sacarina, por favor.
Pedir edulcorante después de aquel festín constituía una última provocación. Nunca tomaba azúcar con el té, pero quería remachar la opinión que la camarera debía de haberse formado: era una completa chiflada que sufría ataques alternos de gula y sobriedad alimentaria.
Aquella chica, por lo demás tan profesional como escasamente simpática, no podía adivinar que desde tiempos inmemoriales Victoria necesitaba atiborrarse de cosas dulces antes de enfrentar una situación complicada. Cuando estaba en la universidad solía engullir tres bollos grasientos de la cafetería de la
facul
antes de mirar las notas de los exámenes de fin de curso, y veinte años después aún se daba un atracón de pasteles cuando iba a recoger los resultados de su chequeo anual a la consulta del ginecólogo. Y, desde luego, leer la carta póstuma de Jan era algo mucho peor que enterarse de los pormenores de una citología o las calificaciones de una prueba. Se bebió el té a sorbitos, con la vaga esperanza de que la infusión pudiese absorber una pequeña parte del exceso de mantequilla del cruasán y del bollo con fruta, y luego tomó la decisión de leer la carta allí mismo, en la pastelería, donde posiblemente la camarera habría dado ya la voz de alarma y el resto del personal estaría pendiente de la bulímica de la mesa cuatro que se había zampado tres meriendas completas.
Se entretuvo unos segundos en mirar el sobre antes de abrirlo. Era blanco, de tamaño cuartilla, con su nombre escrito a máquina (Jan siempre había desconfiado en exceso de su caligrafía) y ninguna señal en el remite.
«¿A qué viene esto, Jan? ¿Qué sorpresa me has preparado?»
Dejar una carta póstuma no era propio de Jan, no señor. Y por eso Victoria estaba aterrada. Porque sabía que cualquier cosa que contuviera aquel sobre tenía que ser más que importante. Estaba segura de que no iba a encontrar allí dentro una cálida declaración de amistad, ni una innecesaria revelación de afecto eterno más allá de la muerte. Jan jamás le hubiese legado nada parecido. Y por eso tenía miedo. Porque, sin ninguna duda, lo que había allí dentro iba a impedir que al día siguiente durmiese a pierna suelta en su asiento de primera clase de camino a Nueva York.
«¿A qué estás esperando, chica? Empieza de una vez.»
A Victoria le pareció escuchar la voz de Jan justo antes de rasgar con cuidado el lateral del sobre. Dentro había unos folios mecanografiados. Al verlos, ni siquiera se dio cuenta de que la camarera había dejado frente a ella un puñado de sobres de sacarina.
Vic:
Cuando leas esta carta creerás que tienes motivos para enfadarte conmigo. Así pues, empiezo suplicándote clemencia, y te pido que recuerdes que, después de todo, si estas páginas han llegado a tus manos es porque estoy muerto. Eso debería ser suficiente como para que me perdonases casi cualquier cosa.
Ayer estuve en el cardiólogo. Llevaba días sintiéndome raro, y ya imaginarás que para vencer la antipatía que tengo a los hospitales debí de encontrarme bastante mal, así que te ahorraré los detalles. Pedí una cita con el médico, que prescribió una batería de pruebas hasta acabar en un especialista. El caso es que aquel tipo de bata blanca me cobró un dineral por decir que voy a morirme en cuestión de meses. Al parecer, tengo una lesión incurable en no sé qué válvula del corazón. La cosa es grave, tanto que me han apuntado en la lista de trasplantes, pero ese médico tan caro me ha advertido de que no hay muchas posibilidades de encontrar un donante compatible conmigo. Mi grupo sanguíneo complica las cosas. Así que, después de dos horas y muchas pruebas, salí de la consulta con seis mil euros menos y la sentencia de muerte debajo del brazo. Todo un negocio, chica. ¿ Ves como tengo razón cuando digo que es preferible no ir al médico?
Después de pensarlo, he decidido no hablar del asunto a Marga, mucho menos a Solange. De hecho, no pienso contarle esto a nadie. Y eso, querida, te incluye a ti, que sabes de mí más que cualquiera. Espero que me perdones por no compartir contigo este secreto. Y ahí empieza, supongo, tu primer enfado. Antes de que crezca y se convierta en algo parecido a la cólera de los dioses, deja que me justifique: no vale de nada que tú sepas lo que me ocurre. No puedes ayudarme y, de todas formas, la única manera de guardar un secreto es no compartirlo con nadie. Así que tienes que entenderlo, porque no te queda otra. Y permite que vuelva a recordarte que estoy muerto.
Si las predicciones del matasanos atracabolsillos se cumplen al pie de la letra, todavía me quedan unas semanas para poner en orden algunas cosas materiales, que son las que están en mi mano. Aunque no voy a ocultar que la idea de morirme no me hace ninguna gracia, mi familia es en este momento mi mayor preocupación. Por supuesto, quiero que no les falte de nada, que puedan seguir viviendo más o menos como hasta ahora, y estoy haciendo lo posible para conseguirlo. Pero no es eso lo que me quita el sueño.
Vic, hace unos meses que Solange no se lleva bien con Marga. Siempre pensé que la actitud de mi hija en los últimos tiempos era cosa de la edad. A mí ya se me ha olvidado lo que es ser adolescente —quizá a ti no, siempre tuviste buena memoria— pero, en cualquier caso, recuerdo que puede ser una etapa complicada. Hasta ahora no había dado importancia a los constantes enfados de Solange con mi mujer. Estaba seguro de que con el tiempo las aguas volverían a su cauce y, en cualquier caso, ahí estaba yo para reconducir la situación y evitar que la sangre llegara al río. Siempre se me dio bien hacer de árbitro. Pero el destino ha hecho de las suyas, chica. Y yo ya no podré poner paz entre las dos.
Sería estupendo poder recurrir a Chloe. La madre de una cría de dieciséis años debería ser la persona más indicada para cuidarla y llevarla por el buen camino. Pero ¿ qué te voy a contar a ti de ella? No conoce a su hija, y, lo que es peor, eso es algo que no le importa. Hasta ahora me alegré. Alguien como Chloe no es la mejor influencia para una chica, así que estaba encantado de que siempre se hubiese mantenido al margen de Solange. Ahora pienso que todo sería más fácil si Chloe fuese una verdadera madre o, simplemente, una buena persona a la que se pudiese recurrir en un momento de crisis. Pero no es ni lo uno ni lo otro.
Una madre desconsiderada, una madrastra a la que no respeta, un padre muerto. Mi hija se queda sola en el mundo, Vic. La única forma de que salga adelante es que aprenda a entender a Marga. Que vuelva a quererla como la quería antes. Que la aprecie en lo que vale, que la escuche, que le permita ocuparse de ella. Que la respete, porque ahora no lo hace. Y es ahí donde entras tú.
Me ahorro las disculpas previas, porque sé que no te gustan y a mí no me salen, por eso no voy a escribir que no tengo ningún derecho a hacerte esto, etc., etc. Victoria, cuando haya muerto, necesito que tomes las riendas de mi familia. Que estés alerta para que la distancia que existe entre Marga y Solange no crezca hasta convertirse en insalvable. Que las vigiles a las dos, que medies, que intercedas. Solange te quiere con locura. En cuanto a Marga, te respeta demasiado como para no tener en cuenta cualquier cosa que propongas. Aceptará tu papel de rey Salomón, y escuchará tus opiniones como si vinieran de mí.
Siempre he creído que tú y ella no habéis llegado a conoceros bien, y la culpa es sólo mía por no haber sabido fomentar vuestro acercamiento. Siempre miraste a Marga como mi pareja. En cuanto a ella, desde el primer momento vio en ti a la mujer que había establecido conmigo una relación cuyo entendimiento se le escapaba. Así las cosas, ¿cómo ibais a crear vuestro propio territorio? Más de una vez, cuando el mundo estaba en su sitio y yo ni siquiera había pensado que podía morirme antes de cumplir los cincuenta, había dado vueltas a la forma de resolver esta situación. Y lo siento, chica, pero no se me ocurrió nada. A lo mejor es que siempre dejé el tema para más adelante. O es posible que la diplomacia no se me dé tan bien como yo creo. Pero ahora, Vic, Marga y tú estáis condenadas a entenderos, siempre y cuando aceptes cumplir mi última voluntad (qué horrible suena eso) o, más sencillamente, que me hagas el favor que voy a pedirte.
Sé que se avecina el tercer enfado: te estarás preguntando cómo demonios te las vas a ingeniar para cumplir con mis exigencias. La respuesta, Vic, no la tengo yo. Sé que sabrás arreglártelas. Siempre lo has hecho. Como cuando te las ingeniabas para conseguir los resúmenes del temario de una asignatura tres días antes del examen final. O como cuando fuiste capaz de salir adelante estando más sola que la una. Lo hiciste muy bien contigo misma, chica, así que no veo por qué no vas a ser capaz de repetir la jugada con mi gente. Te pido, te suplico, que impidas que mi familia salte por los aires, que me temo que es lo que puede ocurrir cuando yo no esté.
Vic, querida, estoy asustado. Saber que te tengo de mi parte es la única cosa que alivia un poco este miedo. Ojalá pudiese coger el teléfono ahora mismo, cuando deben de ser las cinco de la madrugada en la Costa Este, para despertarte en mitad de la noche y contarte lo que me está pasando. Pero, a pesar de lo mucho que me aliviaría compartir este secreto, a la larga sería peor. Y, perdona, pero no me refiero a ti, sino a mí. Necesito que nadie sepa lo que me ocurre para vivir lo que me queda con cierta normalidad, y poder hacerme la ilusión de que todo es como antes. Eso sería imposible si Marga y Solange estuviesen al tanto de mi enfermedad. Así pues, me aguanto las ganas de escuchar tu voz —y de provocar la indignación de Herder por no respetar la diferencia de horarios— y decido mantenerme en silencio. Sé que lo vas a entender, aunque de momento sólo tengas ganas de matarme. Pero, claro, no puedes… y no hace falta que te recuerde por qué.
Si tú y yo fuésemos de otra manera, habría llegado el momento de dedicarte unas líneas de despedida, unas frases sentimentales y con un punto cursi para recordar lo que significas en mi vida. Pero los dos somos como somos, y ni yo quiero escribir esas palabras ni tú querrías leerlas. Hace mucho tiempo que está todo dicho entre tú y yo, y no pienso estropearlo con sensiblerías que no nos van a ninguno de los dos.
Gracias por todo, chica.