—Quiere acostarse contigo —Solé seguía a lo suyo—, y cuando lo haga te colgarás de él y él pasará de ti, porque una cosa es un rollo y otra ir en serio. Y conste que no digo que no le caigas bien. Eres supersimpática, y bastante lista, pero tenemos dieciocho años. Los chicos andan por ahí con las hormonas despendoladas, y no creo que el tal Jan sea una excepción.
Ella se echó a reír.
—Bueno, no me he preocupado nunca de las hormonas de Jan. Pero apostaría a que en mi presencia permanecen bastante tranquilas.
—Vale. ¿Y tú? ¿Qué hay de tus hormonas? Te pasas la vida con un tío que parece un modelo. ¿De verdad nunca piensas en…?
Hizo una señal explícita con los dedos. Solé sabía cómo resultar desagradable.
—No. Como bien has dicho, está fuera de mi alcance.
—Con cuatro copas encima, incluso yo puedo parecer un bombón.
Victoria meneó la cabeza. No se trataba de eso. Por supuesto que tener una aventura con alguien tan guapo constituiría una agradable experiencia, pero en aquel momento había cosas de Jan que le interesaban bastante más que apaciguar sus instintos. Lo pasaba bien con él, eso era todo. Nunca había estado tan a gusto hablando con alguien. Y eso era lo único que quería de Jan. Mantener con él una charla infinita. Tendría que estar completamente loca para poner en peligro sus planes por una noche de apetecible desahogo. Era algo que no podía explicar a Solé. Algo que sólo el propio Jan podría entender.
En su afán por protegerla de lo que consideraba una influencia perniciosa, Solé había llegado a dibujar el cataclismo que se abatiría sobre Victoria «cuando tu gran amigo tenga un rollo y te deje tirada». A ella le dio la risa. Desde que se conocían, Jan siempre estaba saliendo con alguien. Su amigo gustaba a las chicas —cómo no—, y se encontraba muy cómodo en el papel de seductor. Ligaba con unas y con otras, simultaneaba dos o tres romances al mismo tiempo, entraba y salía con sorprendente facilidad de las vidas de las jóvenes más guapas del campus. Victoria había llegado a conocer a más de una, y le divertía ser testigo del recelo con el que se le acercaban —hartas quizá de que Jan empezase todas las frases con «mi amiga Victoria dice»—, y su alegría al comprobar que no era en absoluto alguien de quien debieran preocuparse. Qué belleza en sus cabales vería una rival en una pobre chica desgarbada, que llevaba aquellas gafas enormes y ni siquiera era capaz de comprar con acierto unos pantalones vaqueros: todos se le escurrían a la altura de las nalgas. Cuando entendían que Victoria era una criatura inofensiva, cambiaban de estrategia y se acercaban a ella con la intención de agarrar al santo por la peana. Intentaban hacerse amigas suyas, la llamaban por teléfono, le proponían meriendas en el Vips y tardes de compras. Cualquier cosa con tal de poner de su parte a la persona que ocupaba un lugar preferente en la vida de Jan. Luego, cuando se producía la consabida ruptura —Jan no era capaz de mantener una relación mucho más allá de quince días—, aquellas preciosidades con el corazón destrozado llamaban a Victoria suplicando complicidad para recuperar al amor perdido, e incluso a veces pidiendo las explicaciones que Jan no había sido capaz de darles para justificar el fin del romance. Ella había aprendido a consolarlas utilizando frases hechas —«es posible que sea lo mejor», «las cosas siempre pasan por algo», «quizá no estaba hecho para ti»—, y normalmente aquellas pobres chiquillas despechadas se quedaban casi satisfechas después de desahogarse con la amiga del pérfido Casanova. Sólo hubo una insensible a sus buenos consejos, que antes de colgar se revolvió diciéndole: «¿Y tú qué sabes? No conoces a Jan de esta manera.» Victoria se había quedado pensativa, con el teléfono en la mano, diciéndose que aquella chica tenía razón. No, «de esa manera» no conocía a Jan en absoluto. Y estaba segura de que era mucho mejor así.
Jan vivía con su madre y no tenía padre, o eso era lo que a él le gustaba decir. Al principio, Victoria pensó que el tipo se habría esfumado al saber que iba a tener un niño, pero luego, cuando conoció a la madre de Jan, se dijo que no tenía pinta de ser una de esas mujeres a las que un hombre abandona. No era sólo por su aspecto —era alta, delgada, distinguida, y tenía unos increíbles ojos cuyo color esquivo había legado generosamente a su único heredero—, sino porque poseía un carácter muy particular que no casaba en absoluto con el de la pobre novia repudiada. Fue la primera mujer interesante que había conocido Victoria, y la primera persona a la que hubiera querido parecerse. Jan la adoraba, y reconocía que la ausencia de un padre había servido para multiplicar aquel afecto. Estaban muy unidos pero, a pesar de ello, en cuanto Jan acabó la universidad y encontró su primer trabajo —un puesto como becario en la sección internacional de una agencia de noticias, que pese a lo sugerente de su nomenclatura era una condena a galeras para cortar teletipos durante nueve horas al día—, su madre prácticamente le obligó a marcharse de casa. Con el tiempo, Victoria entendió que aquella expulsión del vástago era más bien una generosa forma de renuncia: la madre de Jan acababa de cumplir sesenta y tres años, y no quería seguir envejeciendo junto a su hijo, pues a medida que pasase el tiempo él se sentiría más culpable por abandonarla. Así que buscó para su niño un pequeño estudio amueblado en una calle cercana a la que ella vivía y le cerró la puerta en las narices. Había llegado el momento de volar fuera del nido.
Victoria recordaba con nostalgia aquella primera etapa de independencia: acababan de licenciarse en Políticas, Jan a trancas y barrancas —a pesar de su inteligencia, era algo perezoso y tendía a dispersarse—, y Victoria con un Premio Extraordinario, que le valió una beca de investigación para doctorarse en Relaciones Internacionales. Dejó el colegio mayor y alquiló un apartamento en el mismo edificio que el de Jan, así que comenzó para ellos un feliz intercambio de idas y venidas entre un piso y otro, de puertas que se cerraban y se abrían a cualquier hora del día o de la noche, de experimentos culinarios con éxito discutible, de comida a domicilio encargada por teléfono y conversaciones hasta la madrugada. Su simbiosis degeneró en desorden. Los libros de uno aparecían en el apartamento del otro, lo mismo que los discos y las revistas de cine que compraban a medias. Decidieron compartir algunos útiles domésticos (¿para qué iban a tener dos tablas de planchar, dos tendederos, dos cubos con su correspondiente fregona?), y pagaron juntos los doce plazos de una lavadora que instalaron en el apartamento de Victoria, por ser algo más grande. Gracias a eso, la colada semanal se convirtió en un pequeño caos, y la ropa interior de Victoria se mezclaba con la de él mientras las camisas de Jan permanecían en el armario de su amiga mientras él las buscaba. Aquel amago de convivencia, que hubiese podido hacer saltar su amistad por los aires, sirvió para dar una nueva capa de cemento a una relación que, para entonces, era ya indestructible.
Quienes conocían a Jan y a Victoria contaban su historia a los extraños como quien relata una leyenda urbana: «Conozco a un tío y a una tía que llevan toda la vida siendo amigos y nunca se han acostado.» Algunos que escuchaban hablar de ellos por primera vez formulaban toda una batería de preguntas para llegar a entender el fenómeno. «¿Él es gay?» era la que más se repetía. La mayoría, sin embargo, se negaban a creer en aquella relación pura y limpia: aquellos dos estaban liados y, simplemente, no querían contárselo a nadie. No eran los extraños los únicos que desconfiaban, incluso personas que presumían de conocer a Jan y a Vic y que apreciaban a ambos sentían a veces la sensación de estar siendo víctimas de una monumental tomadura de pelo: los supuestos colegas eran en realidad apasionados amantes que preferían vivir lo suyo en una cómoda clandestinidad, quizá para echar pimienta al asunto.
Y es que los años y los cambios complicaban la teoría de la amistad cristalina. Resultaba más fácil creerse el cuento cuando Victoria era el callo malayo de los tiempos de la universidad. Pero el paso del tiempo había obrado el prodigio, y el torpe y tímido ganso del primer curso de carrera había llegado a convertirse en algo bien parecido a un cisne. Nadie sabía a ciencia cierta a qué o a quién se debía aquella milagrosa transformación (ahora sería fácil pensar que Vic había pasado por el quirófano, pero en los primeros noventa la cirugía estética inspiraba un miedo cerval a casi todo el mundo, y sólo se recurría a ella para tratar deformidades y complejos). La chiquilla esmirriada que arrastraba al andar unas eternas zapatillas de deporte y se dejaba cortar el pelo por algún enemigo dio paso a una mujer bien asentada que permitía augurar una madurez espléndida. Ya no llevaba gafas, sino unas lentillas que acentuaban el tono de sus ojos. Se había aclarado un poco el pelo, que había dejado de caer de cualquier forma por su espalda, y no usaba deportivas, sino elegantes zapatos a juego con su ropa. Había desterrado la costumbre de cargar los hombros al andar y de fijar la mirada en el suelo, se depilaba las cejas y se arreglaba las manos —unas manos recias y largas que siempre había considerado muy poco femeninas— en el mismo salón de belleza donde se ocupaban de cuidar su bonita melena cobriza. Así que la pobre Vic, la patosa Vic, la insignificante y prescindible Vic, aquella chica a la que nadie echaba de menos si se marchaba de la fiesta, había desaparecido para siempre dejando en su lugar a una apetecible mujer de veintitantos años.
Victoria reconoció siempre que el culpable de aquella oportuna metamorfosis había sido Santiago Lema y el deseo desesperado de convertirse por él —o más bien para él— en alguien a quien fuese difícil no desear. Por él empezó a usar ropa interior con encajes, por él se acostumbró a los zapatos con algo de tacón, por él se compró ropa nueva, por él se obligó a caminar erguida. Y, si no en otra cosa, al menos en eso había salido ganando. Desde entonces, cuando entraba con Jan en un restaurante, ya nadie se preguntaba qué demonios hacía aquel tipo acompañado de la fea de cuatro ojos. Ahora, quienes los veían juntos sólo pensaban en que la naturaleza hace bien las cosas al emparejar a los iguales para impulsar la mejora de la especie.
Una vez alcanzada una medida similar en la particular escala de Richter del atractivo físico, quizá había llegado el momento de que Victoria y Jan respondiesen a la expectativa de quienes los rodeaban y cayesen, por fin, el uno en brazos del otro. Pero era demasiado tarde para ambos: estaban tan acostumbrados a ignorarse físicamente que Jan fue el último en percibir que Victoria se había convertido en una mujer preciosa, de la misma forma que ella no sabía ya si Jan era guapo o era feo. Y a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza cambiar las reglas que habían servido para hacerlos felices durante tantos años.
Vic leyó su tesis al mismo tiempo que Jan daba el salto definitivo en su vida profesional: la suerte quiso que estuviera en Moscú en el mes de agosto del 91, cuando se produjo el intento de golpe de Estado, y uno de los reportajes que envió desde allí obtuvo un premio que lo catapultó a algo muy parecido al estrellato. Victoria recordaría siempre aquel texto que sirvió a Jan para tocar la gloria. Ante la imposibilidad de acceder a un fax, él se lo había dictado por teléfono desde un hotel, y ella misma lo había llevado en mano a la agencia de noticias. Recordaba que hacía mucho calor en Madrid, que era de madrugada cuando llegó a la agencia y que desde la portería alguien avisó al redactor jefe de que estaba allí «la novia de Alonso Nance». Ella ni siquiera corrigió el error. Empezaba a darle igual lo que los demás pensaran, y ya no tenía tanta necesidad de deshacer el entuerto.
En aquella época, Jan acababa de romper con su última conquista: una pelirroja de origen americano que siempre guardó un rencor sordo a Victoria, a quien culpaba del abrupto final que había tenido su noviazgo. Si en la época universitaria las novias de Jan intentaban ganarse las simpatías de aquella muchacha sin sustancia y atraerla hacia su equipo para ganar puntos, las tornas cambiaron en cuanto Victoria también lo hizo. Cuando las mujeres que salían con Jan descubrían que su amiga era una mujer de ojos rasgados y el pelo del color del cobre antiguo, una real hembra alta y delgada, de cintura estrecha y piernas larguísimas (las mismas que durante su primera juventud la hacían parecer un ave zancuda), inmediatamente se ponían en guardia, seguras de que aquella víbora de ojos verdosos sólo jugaba las cartas de la amistad para saltar encima de su presa en el momento menos pensado.
Casi todas las parejas de Jan detestaron a Victoria más o menos abiertamente. En el fondo, a ella le hacía mucha gracia la animadversión que despertaba entre aquellas chicas desconcertadas, incapaces todas de aceptar que no tenían nada que temer de ella. Además, Victoria había decidido no interferir nunca en las relaciones de Jan, y ni siquiera demostraba sentimientos encontrados hacia aquellas mujeres que, por la razón que fuese, despertaban su antipatía. Como Chloe. Cuando Jan se la presentó, supo de inmediato que aquella francesa estirada iba a convertirse en un quebradero de cabeza para su amigo. Pero tuvo el buen gusto de guardar para sí sus reticencias. Si
mademoiselle
Deschamps era la chica del momento, mejor para ella. Jan era mayorcito, y tendría tiempo de sobra para arrepentirse de su error. Y vaya si lo hizo.
Pero si las otras chicas desaparecían del mapa en cuanto comprobaban que no había nada que hacer con Jan, Chloe dejó tras de sí algo tan pequeño como importante: a la pequeña Solange. Aquella niña de ojos de agua y sonrisa radiante, angelical y dulce, que se convirtió en la razón última de la vida de Jan, pero también en una rémora indudable para su trabajo. En cuanto se instaló en Madrid con ella, fue renunciando a los viajes, a las visitas a lugares de conflicto, a la cobertura de las reuniones al otro lado del mundo. El reportero intrépido se convirtió en un reposado analista de la actualidad internacional. Le ofrecieron un puesto como comentarista en un programa de televisión y otro en una tertulia de radio, y también empezó a escribir libros. Victoria pensaba, divertida, que quizá buena parte de aquellos ejemplares se vendían gracias a la foto de contraportada de Jan, quien, en el inicio de la madurez, había pasado de ser un chico guapo a convertirse en un hombre terriblemente interesante. Y, en consecuencia, incluso siendo padre soltero y arrastrando el estigma de una personita —circunstancia que no suele ayudar en el terreno de las relaciones sentimentales—, Jan continuó aumentando su lista de conquistas.