Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Un día, durante una conferencia que daba en las jornadas de puertas abiertas del Instituto Tecnológico de California, Burgh intentó explicar el mecanismo de la lectura del ADN a un grupo de niños. Kassam detestaba a los niños. Los encontraba estúpidos, malolientes y relativamente malos. Pero le encantaba contarles historias complicadas y captar ese momento en el que sus ojos se iluminaban y su cerebro primario comprendía de pronto el galimatías que estaban escuchando. Quizá, en resumidas cuentas, la inteligencia no era más que eso: no el hecho de comprender, sino el de presentir que se ha comprendido.
Aquel día, un mocoso con gafas preguntó a Burgh:
—En realidad, señor, ¿cómo funciona una célula?
Desconcertado por aquella estúpida pregunta, Burgh recordó la respuesta que Einstein dio al periodista de una revista para niños cuando este le pidió que explicara la reacción atómica de tal manera que sus jóvenes lectores comprendieran el concepto sin dificultad. Einstein se quedó un momento pensando y luego propuso al periodista que se imaginara una sala de treinta metros cuadrados cuyo suelo estuviera totalmente cubierto con cientos de ratoneras. A continuación, le dijo que imaginara a alguien lanzando una pelota de golf en la habitación antes de cerrar la puerta. En ese instante, sin duda el maestro captó un atisbo de luz en los ojos del periodista mientras visualizaba la pelota de golf cayendo sobre una primera ratonera, la cual se cerraba y propulsaba la pelota hacia otra ratonera, y así sucesivamente. Entonces, Einstein añadió:
—Ahora imagine que la habitación tiene un millón de kilómetros cuadrados y que cada ratonera que se cierra libera una formidable energía destructora. Una reacción nuclear es eso.
Burgh estaba seguro de que en ese momento preciso la luz empezó a inundar los ojos del cretino, a medida que comprendía que provocar una reacción en cadena no es nada, que todo el problema reside en controlarla y, por lo tanto, en poder detenerla. Burgh pensó en eso mientras miraba al mocoso con gafas que sorbía por la nariz esperando la respuesta. Empezó a dibujar en la pizarra un círculo, en el interior del cual representó a un hombre sentado en un sillón delante de una pantalla. Después se volvió hacia los niños y dijo:
—Esto es el interior de una célula. Una célula es una fábrica. Imaginad a un hombre que trabaja en esa fábrica. Su única tarea consiste en mirar la pantalla por la que desfila un mensaje que solo él puede comprender. Ese hombre se llama proteína lectora y las informaciones que circulan por la pantalla se llaman secuencias de ADN. Esas secuencias son como ladrillos que contienen cada uno una información diferente. Los ladrillos se leen de tres en tres, y los grupos sucesivos de tres ladrillos reciben el nombre de codones. Varios codones seguidos forman lo que se llama un gen. Ese hombre es un especialista que lee siempre las mismas secuencias y las traduce en una hoja. Cuando esa hoja está llena, se levanta del sillón, baja varias escaleras y va a la sala de ingenieros de la fábrica. La hoja en la que ha traducido las secuencias de ADN se llama ARN mensajero. Los ingenieros de la fábrica son ARN. Solo leen al mensajero. Una vez que lo han hecho, envían una señal llamada ARN trans, la cual parte en dirección al almacén de la fábrica donde se encuentran todas las piezas sueltas disponibles. Después, esas piezas se llevan a la cadena de producción, que empieza a construir el objeto que necesita la célula. Luego, el hombre del principio vuelve a su sillón para descifrar otra secuencia, redactar un nuevo ARN mensajero y llevárselo a los ingenieros ARN. De esta forma, la cadena de producción fabrica sin cesar los materiales que la célula o el cuerpo necesitan.
—¿Quiere decir como una cadena de producción de coches?
Burgh volvió y captó la llamita de inteligencia en los ojos del mocoso: el concepto.
Burgh controla las decenas de botellas de células dispuestas sobre las mesas. Cada una está unida a diversas pantallas que emiten permanentemente millones de imágenes. Ordenadores que utilizan la proteína lectora como procesador. Nada lee más deprisa ni mejor que una proteína. Jamás el menor mensaje de error, jamás el menor incidente. La única dificultad radica en transcribir el resultado a un lenguaje inteligible. Pero Burgh había dado con la solución: mientras que los ingenieros de la Fundación se devanaban los sesos desde hacía más de diez años intentando comprender lo que leía la proteína, él había tenido la idea de fijarse en el ARN mensajero que el hombrecito de la fábrica enviaba a la cadena de producción celular. La traducción de la traducción, ese era el secreto.
Una vez terminadas las conexiones, las pantallas de su laboratorio, hasta entonces tan desesperadamente vacías como las de la Fundación, se llenaron de repente de formas y de salpicaduras luminosas. Luego, a medida que perfeccionó los programas de traducción, Burgh vio cómo aparecían las primeras imágenes de los diferentes medios en los que ese ADN había vivido antes de alcanzar semejante grado de evolución. No solo la historia de la momia, sino también la de los millones de vidas que la habían precedido y cuyas existencias se habían sumado y transmitido a través de ese ADN. La historia de la historia de la humanidad.
Burgh se quedó una semana entera en su laboratorio observando las pantallas y tomando notas. Cuando salió de él, había comprendido por fin qué contenía la parte desconocida de ese ADN prehistórico, la que correspondía a lo que se había producido antes de la aparición del ADN terrestre: algo que ya había tenido lugar y que iba a reproducirse. La gran contaminación, el virus humano. Entonces llegó a la conclusión de que la única manera de librarse de lo humano era combatiendo lo humano, y no el medio en el que evolucionaba. Así pues, se puso a trabajar en su virus genético y lo programó para que atacara directamente al ADN. El Protocolo de exterminio estaba a punto desde hacía seis meses. Retomando la idea de Oppenheimer, Burgh lo había bautizado con el nombre de Shiva, el Destructor de los mundos. Después guardó miles de cepas en campanas herméticas repartidas por todo el planeta. Desde entonces, un ejército de agentes durmientes esperaba su señal para desencadenar la propagación.
Burgh había calculado que el 99,8 por ciento de la humanidad no sobreviviría a esta mutación inmediata. Solo quedaría un 0,2 por ciento de supervivientes, cuyo nuevo ADN comportaría la gran longevidad, la cual aniquilaría definitivamente el potencial virulento de la especie humana. Burgh sonríe leyendo las últimas estimaciones de sus ordenadores: 99,8 por ciento de cadáveres, 0,2 por ciento de algas. Pero, para lograrlo, tenía que eliminar a toda costa a esa abominación que la tormenta y sus agentes no habían podido neutralizar y que poseía el único antídoto posible para el Protocolo Shiva. Una Reverenda de once años de edad que respondía al dulce nombre de Holly.
Burgh está a punto de volver a sumergirse en el trabajo cuando su móvil empieza a vibrar. Es Stoxx, uno de los agentes que ha enviado a México para interceptar al doctor Walls.
—Le escucho, Stoxx.
—Estamos tras la pista del arqueólogo. No tardaremos en dar con él.
—Perdone, Stoxx, no le oigo bien. Acaba de decir que estaban tras la pista y que lo han atrapado, ¿es eso?
—No, señor, le decía que…
—Stoxx…
—Sí.
—Quiero hablar con Doug.
Mientras espera a que el otro agente se ponga al aparato, Burgh envía una vibración mortal a Stoxx. Un gemido, el ruido de un cuerpo que cae. La voz aterrada de Doug suena en el auricular.
—¿Señor…?
—¿Cómo está Stoxx?
—Creo que está muerto, señor.
—¿Y usted? ¿Está bien?
—Sí.
—Perfecto. Intentaré ser muy claro para que comprenda la importancia de su misión: debe recuperar urgentemente lo que ese arqueólogo ha encontrado en la Mesa. Impida como sea que lo lleve a Estados Unidos y, sobre todo, que se lo entregue a esa tal Holly Amber Habscomb, que ha logrado escapar de nuestros hombres en Nueva Orleans. Esa mocosa posee casi todos los poderes de las Reverendas desde que la vieja Cole se transfirió a ella en ese maldito centro comercial. Ella todavía no lo sabe, pero está volviéndose enormemente poderosa. Tenemos que matarla, porque ahora su ADN es el único que puede detener la amenaza que se acerca. Así que Walls no debe salir vivo de México, ¿me ha entendido bien, Douggy?
—Perfectamente, señor.
Holly
—No es posible, esto es una pesadilla…
La agente especial Marie Parks oye que el motor de su camioneta tose otra vez. Un largo bocinazo suena detrás de ella. Se detiene en el arcén y hace un gesto obsceno con el dedo al conductor del camión, que al pasar hace vibrar la cabina. Bombea pisando el acelerador. El motor petardea y lanza vaharadas de humo grasiento al aire ardiente. Marie suelta el pedal y mira los campos amarilleados por el sol; hectáreas que se extienden hasta el infinito y un horizonte brumoso por el calor. Consulta el mapa. A simple vista, está a miles de kilómetros de ninguna parte, perdida en medio de…
—¿Mississippi?… ¿Pero qué puñetas hago yo en Mississippi?
Tras regular el aire acondicionado a una temperatura cercana a la congelación, Marie apoya la nuca en el reposacabezas. El caso es que al principio todo había ido bien. Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington, y luego el Sur. Mil quinientos kilómetros siguiendo la lengua de asfalto de la 95. Había planeado bajar hasta Savannah y Jacksonville bordeando la costa y luego desviarse a la derecha por la carretera 10 hacia Tallahassee, Mobile y Nueva Orleans. Un rodeo de mil demonios, pero era preferible que atajar por el Sur profundo.
Acababa de pasar Richmond cuando el motor empezó a fallar Justo antes de la bifurcación de Petersburg. Recto, seguiría por la 95; a la derecha, la 85 iba en dirección a ninguna parte.
Marie se situó en el carril central y pisó el acelerador. Un tirón, otro. Soltó el pedal antes de volver a pisarlo más suavemente. Lo mismo, pero más brusco. Luego, a medida que la bifurcación se acercaba, notó que el volante se desviaba hacia la derecha, como si uno de los neumáticos estuviera desinflándose. Varios coches tuvieron que frenar en seco detrás de ella mientras se metía en el carril de desaceleración. Marie se agarró con fuerza al volante para enderezar el coche. Cuando dejó la 85 a su derecha, las culatas y la dirección volvieron bruscamente a funcionar con normalidad. Pero lo hicieron tan bruscamente que el vehículo estuvo a punto de quedar atravesado. Otro concierto de bocinas, al que Marie respondió vociferando una retahíla de insultos. Tras detenerse en una estación de servicio, donde el mecánico no vio nada anormal, reanudó su camino hacia el sur suplicando a su viejo cacharro que no la dejara tirada.
Todo fue bien durante los ciento cincuenta kilómetros siguientes. Marie empezaba a relajarse cuando los problemas se repitieron, pero todavía peor, cerca de la bifurcación de Rocky Mount. Al notar que la camioneta se iba de nuevo hacia la derecha, Marie puso el intermitente y se dio cuenta de que, cuanto más dejaba que el coche se desviara hacia el carril que iba en dirección a Raleigh y al Sur profundo, mejor funcionaba el motor.
—¿Te estás quedando conmigo?
Mosqueada, continuó pisando con suavidad el acelerador mientras silbaba una canción country. En el último momento, aunque el volante seguía resistiéndose, giró a la izquierda hundiendo con todas sus fuerzas el pie en el pedal. El motor soltó unas nubes de humo negro, pero Marie luchó hasta el final, aunque tuvo que invadir la zona rayada de la calzada para obligar a la camioneta a seguir hacia el sur. En cuanto dejó atrás el último cartel que indicaba hacia Raleigh, el motor empezó a ronronear normalmente y la dirección recuperó la flexibilidad entre sus manos. Todo siguió igual durante varios kilómetros, el tiempo de cruzar la frontera con Carolina del Sur. Luego, a medida que la bifurcación de Florence se acercaba, los síntomas reaparecieron; el primero fue la aguja de la temperatura, que empezó a acercarse a la franja roja. Marie, dándose por vencida, dijo:
—Está bien, tía. Por el momento, ganas tú, pero si sigues así te llevaré a un desguace para que te trituren y me compraré una furgoneta japonesa.
Dejó que el coche se desviara hacia la derecha y se metiera en la 20 en dirección a Atlanta. Allí, Marie paró en un motel mugriento y al día siguiente, hacia mediodía, cruzó la frontera del estado de Mississippi. Y ahora resultaba que otra vez, entre un pueblucho llamado Alligator y otro que ni siquiera tenía nombre, el coche se había puesto a dar sacudidas hasta obligarla a parar en el arcén.
Marie da unos golpecitos en la pantalla del GPS. Levanta la cabeza y mira de nuevo el paisaje agostado por el calor. A lo lejos, los brazos del Mississippi espejean bajo el sol. A la vista, únicamente kilómetros de campos de tabaco, cuyas anchas hojas amarillentas se mecen perezosamente movidas por un viento templado. Amarillo, verde, viento y polvo rojo. Marie abre el paquete de cigarrillos: quedan dos. Enciende uno.
—Bien, vieja cafetera, ¿qué hacemos ahora? ¿Vamos recto? ¿A la derecha? ¡Ajá, te he pillado! ¡A la derecha no hay nada! ¡Ni un miserable camino polvoriento! Entonces, ¿qué? ¿A la izquierda? ¡Ajá, te he pillado otra vez! No hay nada a la iz…
A Marie se le hiela la sangre mientras el motor vuelve a ronronear normalmente. Acaba de distinguir a lo lejos un camino que se adentra entre dos campos de tabaco hasta una vieja casucha colonial con dependencias y un granero con el tejado rojo. Sus manos se crispan sobre el volante.