Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Marie nota que las manos de Akima aprietan las suyas. Otros olores salpican su mente. Apesta a alquitrán. A sudor y a sal. La bodega de un barco. La madera del suelo le despelleja la espalda. Justo debajo, las olas golpean el casco. Intenta moverse, pero unas anillas de metal inmovilizan sus muñecas y sus tobillos. Está desnuda. Sangra. Tiene calor. El olor a mugre que impregna la bodega le revuelve el estómago. Gemidos, lágrimas, ronquidos de agonía.
Marie escruta la penumbra. A través de los ojos de Akima, distingue innumerables cuerpos atados los unos junto a los otros a una misma cadena que va de anilla a anilla. Hacen sus necesidades allí mismo. Están sumergidos en esos líquidos corporales, que infectan sus heridas. Marie respira con Akima el terrible hedor de los cuerpos. Tiene sed. Vuelve la cabeza y ve que está tumbada al lado de una niña preciosa que solloza en la penumbra. Solo lleva un jirón de tela que le cubre el vientre y la parte superior de los muslos. Los kimba han violado a su madre ante sus ojos, pero no han tocado a la niña. Marie le sonríe en la penumbra. Entre sollozos, la niña dice que se llama Akna, que forma parte del pueblo de los cazadores de leones y que su padre ha matado por lo menos a cien kimba antes de morir. Marie intenta salir de aquella visión. Siente que los dedos de Akima se cierran alrededor de sus muñecas.
Un rayo de luz atraviesa la oscuridad. Una corriente de aire cargado de gotas de agua de mar penetra en la bodega. Unos hombres blancos acaban de entrar. Se han cubierto la cara con un paño impregnado de alcohol; llevan cubetas de agua salada que echan sobre los cuerpos. Los prisioneros más robustos tiran de las cadenas para acercarse a la luz. Algunos lloran. Otros gritan de dolor cuando el agua salada entra en contacto con sus heridas.
Los hombres blancos pasan entre las hileras. A medida que se adentran en la bodega, las cubetas están cada vez más vacías. Algunos de ellos, riendo, escupen en las bocas abiertas que piden algo de beber. Otros se inclinan sobre los cuerpos inmóviles y les dan patadas en el vientre. Cuando no se produce ninguna reacción, indican a dos fornidos marineros que se lleven a los muertos. Horrorizada, Marie oye el chasquido de los cadáveres al estrellarse contra la superficie del océano. Arrojan los cuerpos por la borda, les roban su muerte y los condenan a errar eternamente.
Marie se ahoga. Otros olores, otras imágenes. Después de varias semanas de travesía, el barco ha echado el ancla en otro continente. La larga marcha comienza. Los látigos desgarran las pieles desnudas. Akima lleva de la mano a Akna. La niña no puede más. Ya hace días que la princesa masai la ayuda á avanzar. A veces la lleva en brazos. A menudo la consuela. La columna acaba de cruzar la cerca de una plantación en la que los campos de algodón acarician los brazos de un río de reflejos centelleantes. Akima se vuelve hacia la bonita casa, en el límite del paisaje. Acaba de sentir la presencia de una de sus hermanas Reverendas.
Marie hace un gesto de dolor al notar los latigazos. Los jinetes han colocado a los esclavos en fila delante de los barracones situados al fondo de la plantación. Separan a los heridos. Akima estrecha con todas sus fuerzas a Akna entre sus brazos. Hace varios minutos que el corazón de la chiquilla ha cesado de latir. Deja que los jinetes se la lleven y mira cómo arrojan su cuerpecito al río. Después entra en un barracón y se desploma sobre el suelo. Las horas pasan. Akima abre los ojos. Una silueta joven y muy bella avanza entre los jergones. Lleva un largo vestido de algodón. Se llama Debbie Cole, la mujer del hacendado. Se arrodilla junto a Akima y la estrecha contra sí. La princesa masai siente que la energía de su hermana recorre su cuerpo. Intenta luchar. Quiere reunirse con Akna. Está furiosa con los humanos. No quiere seguir protegiéndolos. Que el Enemigo los entregue a la Gran Devastación, repite una y otra vez sollozando. Debbie pone una mano sobre la frente ardiente de Akima. La acuna soplándole en los párpados y susurrándole palabras para dormir a los niños. Le dice que no todos los humanos son malos y que incluso los malos tienen derecho a vivir. También le recuerda que miles de otras Akna la necesitan.
Marie abre bruscamente los ojos en la terraza de Ol'Man River y aspira como si estuviera ahogándose. El corazón le golpea el pecho. Se asfixia. Deja que los brazos de la vieja Akima la estrechen. Siente sus dedos en el pelo, sus costillas contra la cara, sus viejos pechos caídos bajo su mano. Rompe a llorar. Piensa en Akna. Ve de nuevo su rostro en la penumbra de la bodega del barco. El rostro de Holly. Los ojos de Holly.
Walls se vuelve. El policía ha desaparecido. Los últimos viajeros también. Al fondo de la terminal, las luces de las tiendas y de los mostradores de embarque parpadean y se apagan. La oscuridad avanza lentamente hacia Walls, que aprieta el paso. La voz de su abuelo flota en su mente: «Piensa en Harold y Jake…».
Walls sonríe. Ahora se acuerda. Fue el día anterior a la desaparición de su abuelo. Harold y Jake, dos brutos que solían esperarlo todas las mañanas delante del colegio para exigirle un puñado de caramelos. Un derecho de paso, como ellos decían. Aquella mañana, con un nudo en el estómago a causa del miedo, Gordon miró cómo Harold alargaba la mano cuando él se disponía a pasar por delante de los dos brutos. Entonces se acercó y le escupió en la palma. Harold y Jake se quedaron blancos como el papel. Los otros críos del colegio ya habían formado corro cuando el primer golpe alcanzó a Gordon bajo la barbilla. Un puñetazo de boxeador. Con un gusto de saliva y de sangre en la boca, cayó cuan largo era sobre el asfalto. En ese momento, una formidable vibración escapó de él y golpeó a los dos bestias. Un chorro de sangre salió despedido mientras ellos caían de rodillas. Gordon sonrió. Aquello crecía en su interior, se abría paso a través de los poros de su piel. Era tan poderoso que le habría bastado dar un poco más de impulso para rematarlos. Pero la voz de su abuelo sonó en su mente.
—¡No, Gordon! Un Guardián de los Ríos no hace esas cosas, a no ser que se vea absolutamente obligado a ello.
Gordon aflojó la presión y envió la vibración hacia los coches aparcados; los capós se retorcieron a causa del impacto. Luego, mientras una maestra corría hacia Harold y Jake, se desmayó.
Walls recorre ahora las cintas transportadoras, que se detienen a medida que las va dejando atrás. Se vuelve. La oscuridad está atrapándolo; acelera, lo adelanta, lo envuelve..Las últimas luces de neón se apagan en el otro extremo de la terminal. Un chasquido; contra la pared de la izquierda, una máquina de café ha empezado a orinar un líquido marrón y humeante que salpica el suelo. Huele a capuchino. Walls mira frente a él. Solo la puerta G está iluminada todavía. Fuera, el aparcamiento y una noche negra. Como si todas las farolas y todas las luces de la ciudad se hubieran fundido al mismo tiempo.
Un ruido. Walls echa un vistazo por encima de su hombro. A lo lejos, unas siluetas se acercan. Unos rostros mugrientos brillan al resplandor mortecino de las luces de emergencia. Indigentes. Sonríen con sus dientes rotos y sucios. Unos cojean, otros arrastran los pies. Su olor los precede. El que va delante parece el jefe. Un negro alto, con una guerrera militar y un gorro de lana. Detrás, unos viejos escoltan a una mujer gorda que viste un chándal con bandas fosforescentes y empuja un cesto con ruedas cargado de bolsas de basura. Walls escucha sus pensamientos cargados de alcohol y de odio. La voz jadeante de la mujer rompe el silencio. Un voz de loca.
—¿Waaalls…? Ven a darme un beso, cariño. Waaalls…
Los otros indigentes se echan a reír. Gruñen. Ganan terreno. Las puertas se abren con un ruido amortiguado. Walls se precipita al exterior y corre en dirección al aparcamiento desierto hacia la única farola que está encendida a lo lejos. Como una mariposa nocturna, se dirige hacia ese charco de luz que salpica el cemento entre las hileras de coches. Sabe que eso es exactamente lo que el Enemigo busca, pero quiere alejarse lo máximo posible de los indigentes, que pegan la cara contra los cristales.
Ya está. Walls ha llegado a la farola. Un coche grande recorre el pasillo despacio y frena con suavidad junto al charco de luz. Walls nota contra su piel el colgante de Neera, cada vez más pesado, cada vez más caliente. La voz de su abuelo flota de nuevo en su mente.
—Cálmate, Gordon. No debes tener miedo. Los que se acercan son como los agujeros negros. Aspiran la energía. Cuanto más tiemblas tú, más poderosos son ellos.
Walls se obliga a respirar con calma. Las puertas del vehículo se abren. Cuatro hombres bajan. Llevan largos abrigos de piel negra. Una capucha de chándal gris les tapa la cara. Walls ve que en su cintura relucen una placa oficial y la culata de un arma. Sus pensamientos son fríos como el mármol. Imágenes de desierto, de campos de rocas ardientes y de cactos.
El jefe se llama Prescott. Su nombre de antes, de cuando todavía era solo humano. Una voz grave y melodiosa escapa de su capucha.
—¿Doctor Gordon Walls? Hemos venido a buscar lo que ha encontrado en la Mesa. Dénoslo y no sufrirá.
Walls nota que el colgante de Neera le quema la piel mientras se acerca lentamente a los hombres de negro. Ve que el jefe tiende la mano en la penumbra. Carraspeando, se inclina y suelta un escupitajo que se estrella en la palma de Prescott. El hombre de negro suspira mientras se seca lentamente la mano con el abrigo.
—Es muy potente, doctor Walls. Demasiado potente para usted.
Walls sonríe. Se acuerda de Harold y Jake. La misma onda de calor y de potencia está envolviéndolo como una corriente que escapara de un cable de alta tensión. Un chisporroteo en torno a su pelo y su cara. Un hormigueo alrededor de sus brazos y de sus manos. Los tiende hacia los hombres de negro. Un olor a pelo chamuscado invade sus fosas nasales. Un crujido. La bombilla de la farola acaba de explotar. Walls cierra los ojos bajo la lluvia de cristales rotos que cae a su alrededor. Su mente se vacía de golpe mientras la vibración sale de su cuerpo. Ya no tiene miedo. Se siente bien. Él es el poder.
Marie contempla el diluvio que cae sobre el parabrisas de su coche. Llueve tan fuerte que las escobillas apenas logran apartar el agua. De vez en cuando, una ráfaga de viento la obliga a ir más despacio. Aprieta el volante con las manos. Hace horas que circula por la 55 en dirección a Nueva Orleans. Las primeras gotas empezaron a caer al sur de Jackson, y desde entonces llueve sin parar. Marie escruta el cielo negro. Enormes nubes parecen acumularse sobre el delta. Se diría que succionan el océano para verterlo sobre la ciudad. Recuerda las últimas palabras de Akima. Intentó hacerle un millón de preguntas, pero la anciana se limitó a sonreír.
Su respiración empezó a volverse sibilante mientras su cuerpo se secaba. Luego, el cuello de Akima se dobló y Marie recuerda que, en el momento en el que ella se levantaba para salir de la plantación, una extraña nube de polvo escapó del vestido de la anciana dama, como si su cuerpo estuviera momificándose.
Marie conduce tan deprisa como puede por el carril de la izquierda. En el otro sentido, la 55 es una larga cinta de coches que intentan huir del infierno. Algunos automovilistas llevan atrapados allí cuatro días debido a los puestos de control que la Guardia Nacional ha montado para encauzar el flujo de refugiados. Los soldados han dejado pasar a Marie. Con todo, ha visto que un cabo levantaba su
walkie-talkie
y transmitía su número de placa a los puestos de Nueva Orleans. La radio dice que los muchachos de la 82ª Aerotransportada y los marines del 11° de Miramar rodean la ciudad desde que se ha decretado la ley marcial.
En la riada de vehículos, Marie ve viejos y herrumbrosos turismos americanos, autocaravanas y furgonetas cargadas de colchones y de cajas de cartón. También coches deportivos, así como limusinas cuyos potentes motores ahora no sirven de nada.
Niños con impermeable juegan al borde de la carretera. Sus padres, agotados, los vigilan por el rabillo del ojo mientras mordisquean sándwiches reblandecidos por la lluvia. Más lejos, bandas de moteros hacen petardear sus cacharros ante la mirada fría de una sección de la 82ª. Ángeles del Infierno. Uno de ellos acaba de sacar un 357 y apunta hacia el cielo. Marie ve cómo salen tres llamas del cañón. El tipo ha disparado para provocar a los soldados y recordarles la segunda enmienda de la Constitución, que le permite ir armado. Los paracaidistas de la 82ªhan colocado su M-16 en posición de disparar. El chaval apoya la moto en la pata lateral y los apunta con el dedo medio. No ha comprendido que el juego ha acabado. Los M-16 tiemblan. El corpulento Ángel del Infierno retrocede por efecto de los impactos y se desploma. Circulando al ralentí, Marie ve cómo su sangre se mezcla con la lluvia. Los demás moteros levantan las manos mientras los paracaidistas los cachean. En el momento en el que Marie pasa por delante de ellos, un joven sargento se vuelve. Ella encuentra su mirada bajo el casco empapado. Es joven, casi un niño. Al igual que el cabo de la Guardia Nacional del sur de Jackson, levanta su
walkie-talkie
y alerta a los puestos siguientes.
Marie conecta los faros giratorios; las luces rojas y azules salpican el parachoques. La lluvia arrecia. Desde que el huracán se disipó sobre Alabama, la retaguardia de las nubes se ha transformado en una de las más formidables tormentas que haya conocido la región. Un boletín meteorológico anuncia que, si continúa así, la lluvia puede producir todavía más daños que las olas y el viento. Centenares de personas están atrapadas en sus casas. Miles más, en el Superdome, rodeado por los marines. Refuerzos tardíos que se han transformado en un ejército de ocupación que impide a la gente salir. El gobierno ha requisado decenas de autocares que van y vienen para evacuar con cuentagotas a los refugiados. Los marines se niegan a tomar el Dome. Se limitan a efectuar algunos disparos disuasorios hacia las siluetas que intentan escalar las alambradas o las paredes. Marie reza en silencio para que no entren.
Concentrándose, consigue sentir la presencia de Holly. Los indigentes los han localizado, lo que ha desencadenado la cólera del mago y del caballero. Hace varias horas que los guardaespaldas de la niña los matan silenciosamente haciendo estallar su cerebro antes de desplazarse para confundir las pistas. Pero, cada vez que un indigente desaparece, otros toman el relevo. No solo vagabundos. También otras personas de la multitud. Decenas de ojos escrutan las gradas en busca de los fugitivos. Los Guardianes están agotados; su poder disminuye.