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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (66 page)

Boston, un año más tarde

Marie se mete en la bañera. Se ha preparado un baño de princesa con aceites esenciales, velas aromáticas y la voz desgarradora de Aretha Franklin en sordina. Solo faltan unos pétalos de rosa. Y Gordon.

Se pone un paño húmedo sobre los ojos e intenta rememorar lo que sucedió durante los días que siguieron a la gran tormenta. Recuerda algunas escenas de su huida, pero el resto parece desvanecerse en su memoria. Necesita concentrarse para acordarse de Hezel. Lo más doloroso es que también necesita cierto tiempo para reconstruir el rostro de Gordon.

Después de su muerte, Holly y ella fueron en coche hacia el este sin cruzar palabra. Chicago, Cleveland, Boston y Maine. Dos mil quinientos kilómetros a través de la región de los Grandes Lagos, mirando los primeros copos de nieve que moteaban las carreteras. Pararon en restaurantes desiertos y moteles donde pasaron noches enteras abrazadas escuchando el silencio. Marie evitó hacerle a Holly las innumerables preguntas que le quemaban los labios. De vez en cuando, la niña rompía a llorar mirando la carretera. Entonces, Marie simplemente ponía una mano sobre la suya hasta que se calmaba.

Cuando cruzaron la frontera de Maine, empezó a nevar más fuerte. Llegaron a la cadena que cerraba el acceso a Milwaukee Drive un jueves hacia las cinco de la tarde. Marie bajó para abrir el candado, pero no se detuvo para volver a poner la cadena. Siguió hasta el número 12. Se hubiera dicho que la casa las esperaba. Frenó sobre la gruesa capa de nieve que cubría el jardín. Hasta el último momento, confió en ver bolsas de provisiones con una nota y un tíquet de caja grapados en una de ellas. Pero el porche estaba vacío. Solo el balancín oxidado oscilaba movido por el viento.

Marie encendió un fuego en la gran chimenea del salón y las dos se tumbaron frente a ella para mirar cómo las llamas devoraban los leños. Se quedaron en Hattiesburg todo el invierno, aisladas por la nieve y el frío. Dejaron pasar la plaga, que iba remitiendo. Hubo cientos de miles de muertos mientras los laboratorios internacionales propagaban el antídoto por la atmósfera, pero ahora el mal ya estaba controlado y a los últimos contaminados se los trataba directamente con inyecciones.

En primavera, Marie fue hasta la granja de Cayley. Estaba vacía y perfectamente ordenada. Sobre la mesa, el anciano había dejado dos botellas de ginebra y una nota en la que decía:

Querida Marie:

Anoche soñé con Martha. Era muy vieja y muy guapa. Me sonreía. Voy a reunirme con ella. Te dejo mi casa, así como mi candado y mi cadena. Si quieres, puedes alquilarla, pero no a un testigo de Jehová; si lo haces, vendré a comerte los dedos de los pies en sueños. Ahora, Milwaukee es todo tuyo. Sé que te sentirás sola, pero yo tengo que volver con Martha. Cuida mucho a la pequeña.

Tu CAYLEY

PS: Ross MacDougall murió a finales de verano. Como nadie podrá ir a orinar sobre su tumba ahora que yo me voy, ¿podrías ir tú de vez en cuando a dejar encima un viejo candado oxidado? Él lo entenderá.

Marie se enjugó dos lágrimas que brillaban en el rabillo de sus ojos, vació las botellas de ginebra en el fregadero y recorrió Milwaukee Drive hasta su casa. Holly la esperaba en el balancín. Había preparado una bolsa de viaje y se había puesto el abrigo. Estaba muy pálida. Marie le preguntó qué pasaba.

—La casa no quiere que me quede —murmuró Holly—. Me ha dicho que tendré pesadillas horribles si me quedo.

Marie no contestó. Después de amontonar unas cuantas maletas en la camioneta, cerró definitivamente el portón de Milwaukee Drive y se dirigió a Boston, donde se instalaron en un bonito piso situado en la parte antigua de la ciudad. Unas semanas más tarde, tras haberle sido concedido el indulto presidencial, Marie adoptó a Holly y se reincorporó al FBI, donde solicitó que le asignaran casos menos peligrosos. Crossman y ella no volvieron a hablar de Daddy. Era mejor así. Luego, lentamente, las cosas siguieron su curso. Marie matriculó a Holly en un colegio privado. Los fines de semana iban juntas a hacer la compra y discutían sobre los lugares a los que planeaban ir de vacaciones. Holly parecía estar muy bien. Salvo algunas noches en las que, atraída por sus gemidos, Marie iba a su habitación, se metía en su cama y la abrazaba bajo las sábanas. La niña estaba ardiendo, pero poco a poco se calmaba.

Marie estira una pierna para abrir el grifo de agua caliente. Suspira. El móvil vibra sobre el reborde de la bañera.

—Señora Parks, soy la señorita Holden, la tutora de Holly.

—¿Qué ocurre?

—Tranquilícese, Holly está bien. Físicamente, quiero decir.

—No comprendo.

—Creo que sería mejor que viniese. Tenemos que hablar.

—Ahora voy.

Marie se seca a toda prisa y se pone unos vaqueros y un jersey. Se le ocurre coger la placa y el arma para intentar impresionar al ogro de la señorita Holden. Monta en su camioneta y recorre a toda velocidad las calles de Boston. Recuerda el precio que debe aceptar. Hace meses que está a la expectativa. Hace meses que tiembla de miedo por Holly. Aparca frente a la puerta del colegio y atraviesa a toda prisa la extensión de césped en dirección a las aulas. Holly está sentada en el pasillo. Como todas las niñas castigadas, tiene la cabeza gacha y mira cómo se balancean sus pies bajo la silla. Marie se acerca y le da un beso en la frente.

—¿Qué has hecho ahora?

—No ha sido culpa mía.

Marie está a punto de coger a Holly de la mano e irse como una ladrona cuando la puerta del aula se abre y aparece la figura maciza de la señorita Holden. Se sobresalta al oír la voz del ogro pedirle que entre. La profesora cierra la puerta y le indica el sitio de Holly, en la tercera fila. Marie se sienta y levanta las rodillas hasta tocar el pupitre. Se siente minúscula al lado del ogro, pero al menos va armada. La señorita Holden se ha sentado tras su mesa. Ha juntado las manos bajo la barbilla.

—Señora Parks, le he pedido que venga porque creo que no vamos a poder seguir teniendo a su hija como alumna.

—Porque es negra, ¿verdad? —Marie se muerde los labios—. Lo siento.

—No pasa nada. Ya me habían advertido que era usted una persona peculiar. Una cazadora de asesinos en serie, ¿no?

—Dicho de esa forma, suena a Buffy la Cazavampiros, pero sí, eso resume bastante bien mi trabajo.

—Seguramente por eso su hija no está bien.

—Explíquese.

—Hace un rato, poco antes del recreo, me he dado cuenta de que estaba dibujando en vez de trabajar. Le he pedido que me trajera el dibujo, pero ella se ha negado. He insistido y la he amenazado con quitárselo, ¿y sabe qué me ha contestado?

—No.

—Me ha dicho que, si hacía eso, me freiría como si fuera una loncha de tocino.

Marie se muerde los labios.

—¿Le parece divertido?

—¡Le juro que no!

—Ha añadido que su madre trabajaba en el FBI, que había matado a una vieja y a un trol en una residencia de ancianos, y que añadir a la lista a un ogro obeso…, esas han sido las palabras que ha empleado…, no sería ningún problema.

—Comprendo.

—Qué suerte.

—¿Qué ha pasado después?

—La he castigado de cara a la pared al fondo de la clase, junto a esa estantería donde dejamos los cuadernos y donde los niños van a dar de comer por turnos a nuestro pez.

Marie se vuelve y ve un gran acuario lleno de un agua turbia. Se levanta al mismo tiempo que la señorita Holden, que se reúne con ella junto a la estantería y señala el gran pez que flota panza arriba. Marie se inclina y olfatea el acuario. Hace una mueca.

—Sí, señora Parks. Está cocido. No solo muerto, ¿comprende? Totalmente cocido.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco. Lo único que sé es que Holly ha venido hasta aquí y que la he visto poner las manos sobre el acuario. Después de eso, el agua ha empezado a agitarse y Burbuja ha subido a la superficie en este estado.

—¿Burbuja?

—¿Le hace gracia?

—No, no.

—Eso espero, porque los niños le tenían mucho cariño.

—Perdone, señorita, pero ¿está diciéndome en serio que mi hija ha hervido al pez?

—Hervido no, señora Parks, lo ha frito. Y eso no es todo. Después de la clase he visto que Holly se dirigía a su taquilla para guardar el dibujo. Ha cerrado mal la puerta y me he permitido echar un vistazo al interior.

—Sin autorización judicial, eso puede costarle una pena de prisión.

—Perdón, ¿qué dice?

—Nada, nada.

—¿Sabe qué he encontrado?

—No.

La señorita Holden tiende a Marie un fajo de dibujos que esta va pasando de uno en uno. Ejércitos de avispones desplazándose sobre un techo, imitantes haciendo estallar cráneos a distancia, una mujer con una niña en brazos que ha empezado a envejecer y un carnicero afilando sus cuchillos para descuartizar a unos niños cuyos cuerpos parecen asados de carne. Otros dibujos representan a Gordon de joven y a Gordon de viejo, a Gordon sonriendo y a Gordon muerto en la caverna. También hay esbozos de una manada de lobos entrando en un bosque y de tres niños pequeños, rubios y con los ojos muy azules, jugando alrededor de una fuente. A Marie se le hiela la sangre al ver los últimos dibujos: una ciudad bajo una cúpula azul y largas colas de humanos avanzando hacia inmensas naves. Devuelve los dibujos a la señorita Holden.

—¿Qué le parece? —pregunta la profesora.

—Me parece que la plaga nos ha afectado a todos y que nuestros hijos reaccionan cada uno a su manera, unos mejor y otros peor.

—A mí, en cambio, me parece que su hija está mal y que debería verla un médico lo antes posible.

—Seguiré su consejo.

Marie estrecha la mano blanda del ogro y se dirige hacia la puerta.

—¿Señora Parks…?

—Dígame.

—Acabo de acordarme de otra cosa. Hace dos días, a la hora de la salida del colegio, un gran perro vagabundo que revolvía los cubos de basura amenazó a un grupo de alumnos. Estaban paralizados por el miedo cuando su hija se acercó al animal y empezó a hablarle.

—¿Le habló?

—Sí. Entonces el perro dejó de enseñar los dientes y comenzó a lamerle las manos. ¿Sabe qué dijo Holly para que aquel animal se calmara?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Espere, no se mueva, esto forma parte de los documentos que encontré en su taquilla. Es una frase que ella repite con frecuencia y que escribe en muchos sitios. Aquí está: «Tierra Madre, soy Neera Ekm Gila, la última Aikan de la séptima tribu del clan de la Luna. Hielo, precipicios y bruma son mi círculo de protección. Sin embargo, me presento ante ti desnuda y sin armas. Apelo a ti, Tierra Madre. Por el ámbar que llevo, te suplico que me reconozcas como sustancia de ti misma y humilde fragmento del todo que te constituye».

La profesora deja el documento y mira a Parks por encima de las gafas.

—¿Tiene alguna idea de qué puede significar?

—Ni la más mínima, señorita Holden. Se lo aseguro, no tengo ni la menor idea.

Marie ha recogido a Holly. Avanzan por la extensión de césped del colegio cogidas de la mano. Desde el otro lado de la calle, un grupo de colegialas saluda a la niña.

—¿Son tus compañeras?

Holly no responde. Ha soltado la mano de Marie. Han llegado a la verja del colegio.

—Holly…

—¿Qué?

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Si puedo no contestar, sí.

El semáforo se ha puesto en rojo. Marie empieza a cruzar por el paso de peatones.

—¿De verdad has vuelto? Quiero decir, si eres realmente tú.

No hay respuesta. Marie levanta los ojos hacia las niñas, que la miran sonriendo. Una de ellas lanza una pelota hacia la calzada. Un chirrido de neumáticos. El coche que iba a arrollar a Marie da un bandazo y la roza tocando el claxon con furia. Marie recoge la pelota y mira el semáforo. Está verde. Se vuelve hacia Holly, que se ha quedado en la acera. La niña se reúne con ella. Marie la abraza.

—Dios mío, creía que venías conmigo. Creía que ibas a mi lado y que…

—No tengas miedo, Marie, estamos aquí para protegerte.

Marie se queda mirando el rostro de Holly.

—¿Qué has dicho?

—¿A qué te refieres?

—Acabas de decir que estás aquí para protegerme.

—¿Y qué? ¿Acaso no es verdad?

—Sí, pero…

Holly pone un dedo sobre los labios de Marie.

—Deja de hacer preguntas, mamá. Te quiero y eso es lo único que importa, ¿no?

Marie se dispone a responder cuando Holly se aparta de ella y se va con sus amigas. Parecen llevarse bien. Se hacen señas. Se sonríen. Se comprenden. No pronuncian una sola palabra, y, sin embargo, se comprenden.

Fin

NOTAS

1)
Véase
El Evangelio del mal
, del mismo autor; Grijalbo, 2008.
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2)
Los
ox-bows
o «brazos muertos» son una especie de lagos en arco de círculo, cerca del Mississippi, que se formaron en el cierre natural de un meandro, es decir, de una curva del río que desapareció mientras el lecho se modificaba.
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3)
La misteriosa civilización precolombina de los Mound Builders (literalmente, «constructores de túmulos») vivió entre la cuenca del Mississippi y la costa Este de Estados Unidos, y estaba esencialmente compuesta por los indios adena y los hopewell. Tenían por costumbre levantar gigantescos montículos, bien con forma de túmulos funerarios, bien con forma de pirámides, bien con formas de animales. Algunas de esas «construcciones» son tan descomunales que hubo que esperar hasta el nacimiento de la aviación para darse cuenta de que no se trataba de colinas naturales sino de montículos erigidos por la mano del hombre. Un ejemplo de estas obras titánicas es el gran campo de túmulos descubierto en Newark, que se extiende sobre más de once kilómetros cuadrados y el mayor de los cuales, únicamente visible desde el cielo, representa a un pájaro que mide más de 360 metros de diámetro. Otro ejemplo es la Great Hopewell Road, una especie de vía sagrada que se eleva hacia los aires y está bordeada por dos muros. Medía no menos de 100 kilómetros de largo por 60 metros de ancho y terminaba en un túmulo tan grande como el de Newark. Los estudiosos han especulado mucho sobre la función de estos túmulos. Para algunos investigadores son lugares de culto; para otros, observatorios celestes; para otros, «lugares de transmisión cósmica». La brillante civilización de los Mound Builders desapareció súbitamente mucho antes de la llegada de los conquistadores, sin dejar testimonios escritos ni mensajes para la posteridad, y sobre todo sin que nadie pueda saber por qué realizaron semejantes obras.
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