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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (59 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Chen, deja el arma. Después, dale la vuelta a Alonso y cíñele el cinturón alrededor del muslo.

—¿Qué?

—¡Haga lo que le dice, Chen!

—Está bien, Mully.

Mientras Chen obedece, Marie oye la respiración de Mulligan contra su hombro. Lo utiliza de escudo. El hombre está furioso. Furioso y triste.

—Está bien, Chen. Ahora llama a Jones. Quiero que…

Un chasquido. Mulligan hace una mueca. La bala que Jones acaba de disparar desde las puertas automáticas lo ha alcanzado bajo el omóplato. Empieza a desplomarse entre los brazos de Parks mientras esta hace girar su arma y dispara contra Jones, que se coge el vientre con las manos y cae sobre un macizo de flores. Parks mueve el brazo en dirección a Chen, que intenta recuperar su automática. La asiática interrumpe el gesto y se incorpora. Marie sonríe.

—¿Se acordará, Chen?

—¿De qué?

—Hay que ponerse boca arriba y ceñir el cinturón arriba de todo del muslo.

Suena el disparo. Chen cae de rodillas dejando escapar un chillido de sorpresa. Parks pega a Mulligan contra el Cadillac. El agente hace muecas de dolor.

—Marie…

—Calla, Mully. Tienes un pulmón tocado, así que debes permanecer en posición erguida, si no te ahogarás. Los demás no tienen ningún órgano vital dañado. Podréis quedaros en la cama un mes.

Mulligan se dispone a contestar. Marie pone un dedo sobre sus labios y lo besa en la mejilla.

—Siento haber utilizado a Jenny. La echo de menos.

Luego se incorpora y recoge el
walkie-talkie
y la Glock mientras se aleja hacia el Buick. Por las puertas automáticas del hospital sale un revuelo de enfermeras y camilleros. Un médico está ya inclinado sobre Jones. Parks ha llegado al coche. Arranca y atraviesa la salida antes de tomar la dirección de la autopista. Se cruza con los primeros coches de policía que llegan con las sirenas puestas. Levanta el
walkie-talkie.

—Stu, ¿sigues ahí?

—Te escucho.

—Tus soldaditos saldrán de esta. Pero más vale que te lo advierta: a los próximos los ahumaré como si fueran beicon.

Crossman contesta algo que Marie no oye. Ha tirado el
walkie-talkie
a los arbustos que bordean la autopista. Acelera.

132

Las dos de la madrugada. Marie está exhausta. Al llegar al hotel, había zarandeado a Gordon. Juntos despertaron a Holly y la envolvieron en una manta. Después cruzaron la salida de emergencia y tomaron la carretera hacia el norte antes de que instalaran los primeros controles. Marie cogió el escáner de Mulligan y lo ajustó en la frecuencia de la policía para evitar los tramos de autopista vigilados. Según la poli, los agentes del FBI encontrados en el aparcamiento del Christian Hospital estaban en el quirófano, pero su vida no corría peligro. Un policía incluso había dicho que la mujer que los había abatido sabía disparar endiabladamente bien.

Gordon puso la mano sobre la de Marie.

—Lo siento —dijo.

Ella no contestó. Sus ojos permanecieron clavados en la carretera.

—Holly no está bien —añadió Gordon.

Marie se volvió y le puso una mano en la frente. Estaba ardiendo. Cuando salieron de San Luis, Marie encendió un cigarrillo y empezó a relajarse. Tras un largo silencio, Gordon habló de nuevo.

—Van a perseguirnos, ¿verdad?

Marie asintió con la cabeza.

—¿Te has enterado de algo por lo menos?

—No tengo ganas de hablar de eso.

No cruzaron una sola palabra durante las dos horas siguientes. Poco después de las doce de la noche, entraron en Iowa y pararon en un motel mugriento a la salida de Keokuk. Gordon reservó una habitación para dos noches sin indicar la presencia de Holly. Después, Marie acostó a la niña en la gran cama. Ni siquiera se había despertado desde San Luis. Curiosamente, parecía estar mejor. Gordon le explicó que era gracias a la proximidad de Keokuk, donde se juntaban el Mississippi y el río Des Moines. Un santuario natural particularmente poderoso. No lo suficiente para hacer retroceder al Enemigo, pero lo bastante para frenar el avance del mal que corroía a Holly. Tras un silencio, añadió que dormiría en el suelo, sobre unas mantas, para dejarlas descansar. Marie le dio las gracias, se encerró con pestillo en el cuarto de baño y se echó a llorar bajo la ducha.

Hace varios minutos que llora mordiéndose los labios y dejando que las lágrimas se mezclen con el agua. Ahora ya se encuentra mejor. Cierra el grifo y mira cómo el agua escapa entre sus pies. Recuerda las últimas palabras de Ashcroft. Sus gritos de demente mientras tiraba de las correas con una fuerza increíble. Marie se envuelve en una toalla y mira su reflejo en el espejo moteado de óxido. La mirada de Gardener flota en el espejo. Ya no provoca. Está tranquila. Sabe que el final del camino está muy cerca.

Marie sale del cuarto de baño. Gordon ha encendido el televisor y le ha quitado el sonido para que Holly no se despierte. El hombre duerme en el suelo en posición fetal. Marie se dice por un instante que con él las cosas iban bien. Se sorprende pensando que sin duda habrían ido mejor si hubieran podido continuar. Sonríe mirando a Holly. Como suele hacer, ha apartado las sábanas con los pies. Marie roza la piel de la niña. Está otra vez ardiendo.

«¡Debe matar a esa cosa antes de que sea demasiado tarde!, ¿me oye? ¡Debe lavar el crimen de Dios en la sangre de esa aberración!»

Marie sacude la cabeza para borrar el recuerdo de la voz desquiciada de Ashcroft. No debería haberlo mirado en el momento en el que accionaba la bomba de morfina. Esa visión la perseguirá mucho tiempo. Se tiende al lado de Holly y pone sus manos cerradas contra las suyas. Sonríe. Las manos de la pequeña parecen minúsculas.

—No quiero que vuelvas a tener miedo nunca más, ¿me oyes? —susurra—. Mamá ya está aquí.

Marie va a cerrar los ojos cuando los dedos de Holly se cierran suavemente sobre los suyos. Mira a la niña, que duerme profundamente. Los párpados le pesan. Intenta luchar para mantenerlos abiertos, pero no puede. Una vibración se propaga por su cuerpo. Procede de los dedos de Holly. Está caliente. Se diría que tiene vida. Marie cierra los ojos. Los olores de polvo y desinfectante que flotan en la habitación están evaporándose. Un movimiento. Una luz muy blanca a lo lejos.

Marie respira un aire estéril, sin ningún olor. Avanza por las calles vacías de la nueva San Francisco y levanta los ojos hacia la inmensa cúpula azul que envuelve la ciudad. Cada vez más meteoritos golpean el escudo atmosférico. Miles de minúsculos destellos azules que atraviesan el campo magnético muy por encima de los edificios vacíos.

Marie se ha parado en las alturas que dominan el viejo puente del Golden Gate. No ha cambiado mucho a lo largo de los siglos, con la salvedad de que los pilares se han reforzado con ayuda de varias capas de uranio y de que ahora se sumergen en un agua de un azul corrosivo de la que emanan fumarolas y serpentinas de gas turquesa.

Marie mira la plataforma que sostiene los hangares y las naves gigantes. Se diría que sustituye al mar, pues solo quedan algunas placas de agua fosforescente entre las inmensas losas de hormigón que se suceden hasta el infinito. Los últimos transportes han aterrizado. Sus puertas abiertas vomitan miles de humanos que se dirigen hacia las naves coloniales, cuyos monstruosos reactores Hawking se preparan para curvar el espacio. Los últimos supervivientes de Tierra Madre.

A través de las brumas de la cúpula, Marie distingue unos puntos que parpadean en las profundidades del espacio. Las primeras naves colonia despegaron seis meses atrás, pero son tan grandes que todavía se adivina la huella vaporosa de su estela. Todavía no se han propulsado a las profundidades invisibles del universo. Hace meses que engullen la energía del sol, que la almacenan en sus miles de millones de células esperando poner en marcha sus reactores de antimateria. Llevan consigo los restos de la humanidad: parejas fértiles, científicos, ingenieros y miles de niños que crecerán durante el viaje. Se casarán y envejecerán. Verán morir a sus padres y crecer a sus hijos, que tendrán otros a su vez, esperando llegar a los nuevos mundos. Naves gigantes que transportan en sus entrañas las metástasis del gran cáncer.

Marie avanza por la plataforma. Las colas de humanos la miran sonriendo. Ahora está tan cerca que las paredes de las naves colonia llenan totalmente su campo visual. Parecen gigantescas murallas de carbono y de acero.

Marie se dirige hacia una mujer negra muy vieja que está al pie de la nave más cercana. Está inclinada sobre una especie de muleta de marfil y lleva un colgante de ámbar en forma de lágrima que lanza mil destellos. Los humanos se inclinan ante ella antes de desaparecer en las entrañas de la nave. Marie se detiene. La anciana levanta los ojos y la mira. Una Reverenda Madre. Las demás ya se fueron en los primeros transportes. Pero ella aún está allí. Es la matriz. La que ha dividido de nuevo el poder. Su rostro es infinitamente viejo. Su mirada también. Escruta los ojos de Marie.

—¿Quién es usted?

—Vamos, Marie, ¿no me reconoces?

—¿Holly? Dios mío, Holly, ¿eres tú?

La anciana dama frunce el entrecejo. Se diría que intenta recordar la época en la que todavía se llamaba así. Sonríe.

—Ahora tienes que despertarte, Marie la Fea.

Marie se despierta sobresaltada y sumerge la mirada en la de Holly. Una sonrisa extraña flota en los labios de la niña.

—No tengas miedo, Marie —susurra—, estamos aquí para protegeros.

Marie estrecha a Holly contra sí. Nota la mano de la niña acariciándole el hombro. Por raro que parezca, ya no tiene miedo de nada.

133

Las seis de la mañana. Los furgones negros se detienen sin hacer ruido a unos metros del motel. Las puertas correderas rebotan en los amortiguadores de goma y dejan salir a una treintena de hombres de los cuerpos de intervención del FBI. Llevan cascos y corazas, y van armados con pistolas ametralladoras H&K y fusiles especiales para disparar de cerca. Llevan todo el equipo necesario. Arietes, cámaras de fibra óptica y cartuchos de gas paralizante para inyectar directamente en los climatizadores.

Su jefe se llama Geko. Un tipo seco, especialista en la liberación de rehenes retenidos por sectas. Indica a sus hombres que avancen entre los arbustos. Estos lo hacen despacio. No se arriesgan. Tienen tiempo. Ni siquiera han avisado al director del motel. Nada debe alertar al blanco. Es una asesina y lo saben.

Geko divide el grupo en dos unidades de doce hombres. La primera pasa por la recepción del motel; la segunda toma la escalera de incendios, donde barren los peldaños con escáneres de impulsos para asegurarse de que Parks no ha instalado detectores de movimiento. Los últimos permanecen apostados entre los arbustos que rodean el motel. Francotiradores equipados con gafas térmicas. Tienen orden de derribar a los objetivos sin previo aviso y rescatar a la niña si las otras líneas han fracasado.

Un chisporroteo. El segundo equipo ha llegado a la salida de emergencia que da a los pisos superiores. El equipo 1 se dirige hacia allí por la escalera. Han bloqueado los ascensores en la planta baja y apostado hombres en todas las salidas. Avanzan introduciendo tarjetas magnéticas en las puertas ante las que pasan. Un chivato rojo se enciende; las puertas se cierran con llave automáticamente, con lo que impedirán que los otros clientes del motel salgan de sus habitaciones.

Los hombres de Geko barren el pasillo con sus lentes infrarrojos. Las luces de emergencia parpadean. Chisporroteo.

—Todo en orden.

Habitación 311. Los dos equipos de intervención acaban de reunirse. Los hombres están ahora a ambos lados de la puerta. Respiran lentamente midiendo cada uno de sus gestos. Geko hace una seña a uno de ellos, y este introduce una cámara de fibra óptica por debajo de la puerta. Consulta la pantalla. La moqueta. El cuarto de baño a la izquierda. Un viejo vestido de flores y una gabardina tirados en el suelo. La cortina de la ducha está descorrida. Nadie en el interior. La cámara regresa a la estancia principal. Un televisor encendido sin voz proyecta una luz fantasmal sobre el papel pintado. El aire acondicionado está apagado. La cámara se detiene. Acaba de descubrir unas formas tendidas en una cama doble. El operador se vuelve hacia Geko, quien le indica que es suficiente. La cámara retrocede y vuelve a pasar por debajo de la puerta. Otro agente se inclina junto a Geko y le dice al oído:

—¿Gas?

—Negativo. No han encendido el aire acondicionado.

Geko indica a sus hombres que estén preparados. Introduce la tarjeta magnética en la ranura. Un chivato verde se enciende. Un chasquido. Presiona suavemente la manilla para asegurarse de que Parks no ha cerrado la puerta por dentro. La empuja unos milímetros y murmura:

—A todos. ¡Adelante!

Geko es el primero en entrar en la habitación. Seis agentes le siguen cubriendo las líneas de tiro. Geko rueda por el suelo hacia delante y se levanta apuntando hacia la cama con la pistola ametralladora. Hace presión sobre las formas con el cañón del arma. Está blando. Deja escapar un suspiro mientras tira de las sábanas que cubren las almohadas y los cojines que Parks ha colocado convenientemente sobre el colchón antes de irse del motel. Levanta el
walkie-talkie.

—Aquí Geko. Los sospechosos han huido.

—¿Le sorprende?

—La verdad es que no, señor.

Crossman apaga su emisor y enciende un cigarrillo. La tapa del encendedor chasquea. El jefe del FBI aspira una bocanada de tabaco negro y se pregunta cómo Marie puede fumar semejante porquería. Mira a Emmerson, que anda de arriba abajo por el aparcamiento del Christian Hospital. Su adjunto parece decepcionado.

—¿De verdad creías que sería tan estúpida como para quedarse en el mismo motel después de la que ha liado? —le pregunta.

—Habría sido más sencillo.

—Nada va a ser sencillo en las próximas horas. Necesitamos urgentemente a la niña y es preciso detener a Parks antes de que haga alguna gilipollez.

—¡Esta sí que es buena, Stu! Tenemos a otro científico en el hoyo y a cinco agentes de baja durante varias semanas. ¿Qué más quieres?

—Es una gran suerte que no vayan a permanecer inmovilizados mucho más tiempo, ¿no te parece?

—¿Qué quieres decir?

—Que Parks habría podido matarlos sin ningún problema. Pero no lo ha hecho. ¿Por qué?

—¿Tú qué crees?

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