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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (60 page)

—Marie manda una señal. Nos pide que la dejemos seguir adelante. Está tras una pista y necesita tiempo para llegar hasta el final.

—¡No me digas que piensas dejarla actuar por su cuenta!

—Solo tenemos dos opciones, Stan: la primera es perseguirla como a un tigre con todos los riesgos que eso conlleva; la segunda es darle cuerda y tratar de prever adónde va a ir, para después acercarse poco a poco.

—¿Recuerdas que tú también tienes un jefe al que debes rendir cuentas? Es el presidente de Estados Unidos. Llamó hace cinco minutos y está que muerde.

—Necesito veinticuatro horas.

—¿En plena alerta bacteriológica? ¡Pues no pides nada! El presidente te ha dado diez. Pasado ese plazo, me veré obligado a dar la descripción de Marie a todos los controles militares que se están montando. Mientras tanto, triplicaré la vigilancia en torno a los demás científicos de la lista. Si soy yo quien la coge, no habrá negociación.

—Comprendo.

Crossman apaga el cigarrillo y mira cómo Emmerson se aleja. Su adjunto se vuelve.

—Otra cosa, Stu.

—Dime.

—A Marie le han saltado los plomos. Tu querida niña te meterá una ráfaga del calibre 9 milímetros reglamentario.

—Si soy yo quien me acerco, no.

—Con todos los respetos, jefe, ella te odia. —Es más complicado que eso, Stan. Necesita oírme decir cosas que no consigo decirle. —¿Como cuáles? —Que la quiero y que siento mucho todo lo sucedido.

XIII

El apocalipsis según Marie

134

Las nueve de la mañana. El MacDonald's de Keokuk en Main Street acaba de abrir. Marie deja ahí a Gordon y a Holly, y aparca el Buick unos metros más allá. Mira cómo desaparecen en el
fast-food
. Una hora antes, mientras le lavaba el pelo a la niña en el cuarto de baño, le había preguntado si recordaba haber tenido un sueño extraño esa noche. Holly había respondido con voz triste.

—Ya no sueño, Marie. Tengo demasiado miedo de atraer avispones si lo hago.

Se había quedado un momento en silencio antes de apoyar la mejilla en el brazo de Marie y añadir:

—¿Adónde fuiste anoche?

—Tenía que hacer una cosa.

—Algo malo, ¿verdad?

—Sí, Holly. Tuve que hacer algo malo.

—¿Por mi culpa?

—No, cielo, por culpa de los demás. Por culpa de los mayores. Lo que quiero decir es que en ningún caso se le puede reprochar a una niña de once años lo que pasó. Es muy importante que lo tengas en cuenta, Holly.

—¿Por qué?

—Porque no puedes cargar con todo. Si continúas creyendo que todo es por tu culpa, no resistirás. ¿Comprendes, cielo?

—Ya, pero si no me hubiera escondido aquel día en el centro comercial…

—Si no lo hubieras hecho, habrías muerto junto con tus padres.

Holly se había echado a llorar mientras Marie le aclaraba el pelo.

—¿Es eso lo que te asusta, cielo? ¿Pensar que habrías podido morir con tus padres?

—No, me habría gustado morir con ellos. Nada de todo esto habría ocurrido si yo hubiera muerto durante la tormenta. No es mi sitio, ¿comprendes? Mi sitio está bajo el agua, en medio de los muertos.

—No, cariño. Tu sitio, por el momento, está aquí y ahora.

—¿Y después?

—Después ya veremos, Holly. Tienes once años. «Después» no tiene ningún sentido para una niña de once años.

—Si no muero…

—No morirás, cariño.

—Eso tú no lo sabes, Marie.

—Perdona, cielo. Continúa, te escucho.

—Si por casualidad no muero, ¿qué pasará después?

—¿Quieres decir en lo que se refiere a ti y a mí?

—Sí.

—¿Te gustaría quedarte conmigo para siempre?

Holly había asentido con la cabeza.

—Entonces dalo por hecho, cielo.

—Salvo si te cogen.

—Desde luego van a intentarlo.

Marie había terminado de aclararle el pelo a la niña y había cerrado el grifo.

—¿Marie…?

—¿Sí?

—¿Mataste a alguien anoche?

—No, apunté donde había que apuntar para no matar a nadie.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

Marie le había envuelto el pelo a Holly en una toalla.

—Cielo —había añadido—, si anoche hubiera matado a alguien, ¿seguirías queriéndome?

—¡Uf! ¡Es una pregunta muy angustiosa!

—No tienes ninguna obligación de contestar, si no quieres.

—¿Quieres decir matar a alguien para salvarme?

—Sí.

—Entonces estaría mal y al mismo tiempo estaría bien, ¿no?

—Algo así, cariño.

—En cualquier caso, si alguien quisiera hacerte daño a ti, yo lo mataría. ¿Y tú seguirías queriéndome? A ver, di.

—Por supuesto, pero no es en absoluto lo mismo.

—Claro que lo es.

Marie quita el contacto y mira la multitud que se agolpa en Main Street. Los viandantes parecen asustados. Algunos señalan un convoy de vehículos militares que recorre la avenida en dirección norte. Han comprendido que la situación es grave. Marie cierra la puerta del Buick. Se pone las gafas de sol con cristales de espejo y una vieja gorra de Ralph Lauren que un cliente del motel se había dejado en la habitación. Después, se sube el cuello de la chaqueta y empuja la puerta del MacDonald's. De inmediato la asalta el olor de fritura. Curiosamente, los asientos del local están casi todos ocupados. Familias enteras comen bocadillos mientras miran la pantalla de plasma que emite sin parar noticias de la CNN. Marie se estremece al ver las imágenes tomadas por un videoaficionado en una playa de las Bahamas. El objetivo se mueve, pero se distingue con bastante claridad la carlinga reluciente de un avión de línea regular, así como otros tres fuselajes mucho más pequeños que se acercan a gran velocidad. El cámara aficionado obtiene un plano fijo de lo que parecen ser tres F-18 en el momento en el que el aparato que va en cabeza dispara dos misiles. Entre los gritos de los turistas, amplía el plano y consigue seguir las ojivas que se precipitan sobre el avión. En un intento de realizar una maniobra de emergencia, el 747 presenta el flanco a los misiles, que le dan de lleno. Una bola de fuego ocupa todo el objetivo mientras caen los restos. Se oye el silbido lejano de los cazas, que desaparecen en el horizonte. Marie mira cómo las familias mastican sus hamburguesas. Da gracias en silencio a Gordon por haber sentado a Holly de espaldas al televisor. Ella se sienta al lado de la niña y se esfuerza en adoptar un tono jovial señalando las bandejas.

—¿Qué habéis pedido?

—Un menú Big-Mutante para mí, alas de murciélago para la pequeña y un MacArthur poco hecho para ti.

—Muy gracioso, Gordon. Por cierto, Holly, ¿sabes que los pollos cuyas alas te estás comiendo no ven nunca la luz y que por eso tienen los huesos igual de blandos que la carne?

—Sí, lo sé. Por lo visto, como están ciegos, incluso mezclan sus ojos con la salsa.

—Fantástico. A mí se me ha pasado el hambre. Gordon, ¿uno de beicon después del Big Mac? Un Guardián tiene que comer mucho para… Gordon… Gordon, ¿qué te pasa?

Holly deja de masticar y levanta los ojos. Gordon ha apoyado la cabeza en el asiento. Se diría que le cuesta respirar.

—¿Tú también los has percibido, tío Gordon?

Gordon se incorpora. Está pálido. Tiene la frente cubierta de sudor. Dice que sí con la cabeza.

—Sí, ¿qué?

—Nada, Marie.

—¿Te estás quedando conmigo, Gordon?

Holly le ha hincado el diente a otra ala de pollo.

—Lo que tío Gordon no se atreve a decirte es que los malos se acercan. Todavía están lejos, pero se acercan. Y son muchos.

—Demasiados, para ser exactos.

—¿Cuánto tardarán?

—Una hora. Dos como máximo.

—¿Saben dónde estamos?

—No pueden localizarnos a causa de los ríos, pero saben que solo podemos estar en el triángulo de Keokuk. Por eso son tantos. No correrán ningún riesgo.

Holly ha dejado el ala del pollo. Traza círculos de grasa en el cristal de la ventana mientras mira a los transeúntes.

—Holly, ¿qué pasa?

—Hace daño, tío Gordon.

—¿El qué, cariño?

—El colgante.

—Te quema, ¿verdad?

—Sí. ¿Puedo quitármelo?

—¡Ni se te ocurra, Holly! ¿Me oyes? ¡No debes quitártelo bajo ningún concepto!

—Vale, vale. No hace falta que te pongas así. Simplemente di que no y ya está.

Marie se pone tensa. Acaba de notar un movimiento extraño detrás de ella. Detecta cierta agitación entre la gente sentada en el restaurante. El sonido del televisor es distinto. En realidad, no para de cambiar. Marie se vuelve hacia la pantalla y ve un desfile ininterrumpido de canales. Lentamente al principio y luego cada vez más deprisa. Ahora se oyen algunos gritos en la sala. Un empleado se acerca para intentar solucionar el problema. Un chispazo azul salta bajo la tapa que acaba de levantar. El empleado se sobresalta. Las imágenes desfilan. Flashes, presentadores exhaustos, reportajes, avances de última hora. En todas las cadenas hablan del 747 abatido y de la plaga que se extiende. Ni una sola ofrece un debate social, un programa de telecompra o un culebrón. Marie se vuelve hacia la niña, que sigue mirando a través de la ventana. Parece absolutamente tranquila.

—Holly, ¿eres tú quien hace eso?

—Sí.

—¿Por qué?

—Estoy harta de esas imágenes. Quiero ver dibujos animados.

—Tienes que parar. Tienes que parar antes de que atraigas a los malos.

—Tienes que parar inmediatamente, cariño.

—¿Por qué, tío Gordon?

—Mira a la gente, cielo. Mira a la multitud.

Holly pone ojos de asombro. Como Gordon, acaba de ver indigentes en Main Street. Unos segundos antes, se dedicaban a revolver los contenedores de basura o a tender la mano hacia los transeúntes, pero su comportamiento está cambiando. Algunos giran sobre sí mismos. Otros olfatean el aire como perros. Otros se vuelven hacia las cristaleras de los restaurantes que bordean la calle. Holly aprieta los puños y se concentra con todas sus fuerzas. Detrás de Marie, las imágenes empiezan a pasar más despacio. El bullicio se atenúa. En la pantalla de plasma aparece de nuevo la CNN. Holly abre los ojos. En Main Street, los vagabundos parecen apaciguarse. La mayoría de ellos vuelven a sus ocupaciones sangrando por la nariz. Sus gestos son torpes. Otros permanecen en la acera con los brazos caídos. Se diría que intentan recordar algo. Holly se vuelve hacia Marie.

—¿Podré tomar otro batido si me como todas las alas de pollo?

135

Con Holly escondida bajo unas mantas en el asiento trasero, el Buick recorre lentamente Main Street. Algunos vagabundos levantan la cabeza y lo miran pasar husmeando. Marie se esfuerza en no acelerar. Vigila a los peatones por el rabillo del ojo. El mal que contamina a los indigentes está extendiéndose; cada vez más gente levanta la nariz y olfatea el aire. Todavía no saben qué buscan, pero ya buscan. Las manos de Marie se crispan sobre el volante. Acaba de ver un coche de policía aparcado en un cruce. El agente los mira mientras se acercan. Parece que esté leyendo la matrícula. Escribe en el teclado del ordenador del vehículo pasándose la mano por debajo de la nariz. Marie lo deja atrás y echa un vistazo por el retrovisor a través de sus gafas negras. El policía se ha vuelto. Comprueba la placa trasera.

Marie se vuelve hacia Gordon, que tiene los ojos en blanco. El arqueólogo está escuchando los pensamientos de la gente de Keokuk. El guirigay se difumina, como si sus intelectos empezaran a fundirse en una sola mente. Se preguntan, se responden, se increpan. Todos los pensamientos se dirigen poco a poco hacia Holly. Aquello late como un gigantesco corazón en el centro de la ciudad. Más lejos, los mensajes mentales de los agentes de Kassam se aproximan. Pensamientos negros y furiosos. Los ojos de Gordon recuperan su estado normal. Como siempre, Marie tiene la impresión de que emerge de un profundo sueño.

—Bueno, ¿qué?

—Controlan Montrose y Summitville en el Mississippi, así como Alexandria y todas las intersecciones en dirección a Des Moines. Están cerrando el cerco sobre el Santuario.

—¿Cuántos son?

—Unos treinta. Ash y Kassam están ahí. Primero sublevarán a la muchedumbre contra nosotros. Ya controlan al policía que acabamos de dejar atrás, así como a todos los policías de Keokuk y los alrededores. Son ellos los que están montando controles con la orden de disparar en cuanto nos vean.

—Tenemos que parar, Gordon. Voy a llamar al FBI y vendrán a buscarnos.

—A ellos también pueden obligarlos a que nos maten. No será difícil conseguirlo después de lo que pasó en San Luis. También pueden hacer que los policías locales se rebelen y carguen contra los federales cuando se presenten en los controles.

—¿Qué hacemos, entonces?

—Gira a la izquierda.

—¿Y luego?

—Luego todo recto. Hay una estación de mercancías. Cada media hora salen trenes para Des Moines. Con un poco de suerte, el vuestro se pondrá en marcha en cuanto hayáis subido.

—¿Tú no vienes con nosotras?

—Hay que detenerlos ahora, Marie. Si no, será imposible escapar.

—¿Pretendes hacerlo solo?

—No olvides los ríos.

—Sí, claro. Es un plan suicida, Gordie, ¿eres consciente de ello?

—Marie, cuando tú hablas del FBI, yo te hago caso; cuando yo hablo de los ríos, tú me haces caso a mí. Aquí tengo una posibilidad de vencerlos. En otro lugar será mucho más difícil. Pero, para que pueda combatir de verdad contra ellos, es preciso que te alejes con Holly.

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