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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (63 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Marie observa el techo. A su alrededor, el olor a carne chamuscada se mezcla con el de las bebidas alcohólicas derramadas y el de las botellas de lejía reventadas. Se le empieza a nublar la vista. Su carne se reblandece y su piel adquiere la consistencia del cuero. Sonríe a Holly, cuyo rostro acaba de aparecer en su campo visual. La niña tiene la frente empapada de sudor. Resiste. Cierra los dedos en torno a su colgante y pone la otra mano sobre Marie. La palma está ardiendo. Parks deja escapar un sollozo ronco.

—No, Holly. Eso te matará.

—Deja de hablar, Gardener, tu horrible voz de vieja asustaría hasta a un cuervo.

Holly envía su poder al organismo de Marie. El ritmo de su corazón se hace más regular, sus brazos y sus piernas recuperan la fuerza. Una corriente de aire parece agitar los cabellos de la niña, que se sumerge cada vez más profundamente en un estado de trance. El colgante centellea entre sus dedos. Marie palpa su rostro. Su piel ha recobrado la firmeza y la elasticidad. Sus pechos llenan de nuevo el sujetador y sus muslos vuelven a tener su tamaño normal bajo los vaqueros. Holly sonríe. Está muy pálida. Suelta el colgante, se sienta sobre el vientre de Marie y dice en voz baja:

—No sigo. Ahora ya vuelves a ser tan fea como antes.

—Gracias, cielo.

—De nada.

Marie ha recuperado su voz habitual. Se dispone a levantarse cuando ve que la niña cae lentamente sobre ella. No se desploma, no se desvanece; parece que se tumba, que se dobla como una muñeca de trapo entre los brazos de Marie.

—¿Holly…?

Marie acaricia el rostro de la niña. Tiene la piel helada.

—Holly, por favor, contéstame.

Holly gime. Marie la coge en brazos y recorre los pasillos del supermercado entre expositores destrozados. Sabe que la policía no tardará en aparecer. También sabe que las cámaras de vigilancia del establecimiento la han inmortalizado de nuevo matando a civiles. Recoge los artículos de bricolaje que había dejado dentro de la tienda de campaña y los mete en una mochila antes de cruzar los arcos de seguridad, cuyas alarmas se ponen a sonar. Ninguna cajera reacciona. Con la mirada perdida, continúan pasando los artículos ante los lectores de códigos de barras. Están en pleno rebote mental.

Marie ha llegado al aparcamiento del supermercado. Ve una Silver Wing apoyada en el caballete. El cadáver de Ash está desplomado en el suelo. Encorvado sobre el manillar, su último agente, el que lo había llevado hasta Des Moines, ha muerto en su puesto. Marie lo tiende sobre el asfalto, le quita el casco y se lo pone torpemente a Holly. Por más que le apriete la correa alrededor de la barbilla, parece una cabeza de pollito dentro de una escafandra de cosmonauta.

Marie besa en la nariz a la niña después de haberla instalado en el sillín entre sus brazos, se pone en marcha lentamente y se mezcla con el flujo de la circulación que va hacia el norte. Ataja por las callejas desiertas en dirección al barrio de Norwood. Unos niños juegan a los soldados en los jardines abandonados. Los semáforos no funcionan en los cruces. Algunos conductores han abandonado sus coches sin siquiera apagar el motor. Saben que eso ha llegado a Des Moines.

Marie pasa al ralentí junto a los coches parados. A través de las ventanillas entreabiertas, las radios chisporrotean. Oye voces de locutores asustados. Según las últimas estimaciones, hay más de once mil muertos en todo el mundo. Las autoridades de todos los países limitan los desplazamientos al máximo. Incluso parece ser que en Alemania y en Francia el ejército ha disparado contra la gente. Marie acelera. Acaba de llegar a la rampa de acceso a la autopista 35 y tiene que zigzaguear entre los coches detenidos, que están ocupados. Semblantes angustiados la miran pasar. Los conductores pitan con rabia. Un radioaficionado anuncia que la Guardia Nacional acaba de montar un puesto de control a unos kilómetros de la salida de la ciudad. Dice que dejan pasar a los coches con cuentagotas después de haber comprobado que no haya en ellos ningún caso de contaminación. Marie no cree ni una palabra. Sabe que el puesto de control está a cargo de tipos con traje NBQ que han recibido la orden de disparar sin previo aviso. Envían a los vehículos hacia un desvío que los conduce de vuelta a Des Moines. Por eso la ciudad es un gigantesco embotellamiento.

Marie ha llegado a la autopista. Circula por el arcén. El control se perfila a lo lejos. Ve una salida de emergencia reservada a los vehículos averiados y empieza a reducir la velocidad. El cuerpo de Holly se agarrota entre sus brazos. Su piel parece calentarse. Marie se inclina hacia ella.

—¿Quieres que continúe hacia el puesto de control? ¿Es eso, cielo?

La niña se relaja. Marie vuelve a acelerar. Ahora distingue los trajes NBQ que los militares se han puesto encima del uniforme. Han colocado dos hileras de camiones que cortan la carretera; también han derribado la mediana. Agrupan a los coches en una sola cola y les hacen dar media vuelta. A doscientos metros en sentido inverso, otro puesto de control dirige a los vehículos hacia una carretera secundaria. Unos carteles anuncian Minneapolis por Sioux Falls o Madison. Otros indican la dirección de Chicago. Mentiras luminosas para una sola carretera estrecha que ya no lleva a ninguna parte.

Marie reduce la velocidad al aproximarse al puesto de control. La piel de Holly arde. Responde asintiendo con la cabeza al militar que le indica que salga de la cola de coches y vaya hacia él. Se detiene y mira cómo el hombre se acerca. Solo distingue sus ojos a través de la visera del traje. La respiración de Holly se acelera. Se le tapa la nariz. El militar se inclina hacia la niña y examina sus rasgos bajo el casco. Se diría que sonríe. Su voz crepita a través del filtro nasal.

—¿Adónde va?

—A Minneapolis. Allí tienen un buen hospital.

—Desde luego. El mejor.

Holly empieza a relajarse entre los brazos de Marie. El militar le acaricia torpemente una mejilla con el guante.

—Yo tengo una hija de su edad —añade—. Cuídela bien, señora. Los niños son el futuro, ¿no es cierto?

Marie asiente moviendo lentamente la cabeza mientras el hombre obliga a un camión a desplazarse para abrir un estrecho paso y le indica que avance.

—¿Tengo que ir por ahí, cielo?—murmura.

La respiración de Holly se ha normalizado. Marie gira suavemente el puño del acelerador y circula junto a la barrera lateral de seguridad. Al otro lado, la autopista está vacía. Oye que el camión cierra el paso a su espalda. Acelera; al principio poco y luego cada vez más. El motor de la Silver Wing ruge. La aguja del contador sobrepasa los 190 kilómetros por hora. Marie se echa a reír. Una autopista para ella sola y una moto potente. Su viejo sueño de joven rebelde.

140

Con el cinturón de seguridad abrochado y sentado en la parte trasera del helicóptero del FBI que se dirige a toda velocidad hacia el norte, Crossman mira una vez más el vídeo que acaba de mandarle uno de sus equipos en Des Moines.

Después de separarse de su adjunto en el aparcamiento del Christian Hospital de San Luis, el director ordenó a sus hombres que vigilaran todos los moteles situados a orillas del Mississippi y lo alertaran si se producía el menor fenómeno anormal. Mostrando las fotos de los fugitivos a cientos de personas, sus agentes lograron seguir su pista hasta el MacDonald's de Keokuk.

Un cuarto de hora más tarde, un mensaje procedente del mismo equipo informó que habían encontrado el Buick aparcado junto a un ejército de motos abandonadas en una carretera desierta. Al cabo de unos minutos, los agentes descubrieron una treintena de cadáveres en un campo carbonizado, justo en el lugar donde se encontraban el Mississippi y el río Des Moines. Instalado en los locales del FBI de Kansas City, Crossman desplegó un mapa.

—¿Hombres con abrigo negro?

—Lo que queda de ellos. También hay un tipo con traje, pero está tan destrozado que resulta irreconocible. Aquí todo ha ardido, señor.

—¿Han encontrado rastros de una niña o de una mujer entre los muertos?

—Negativo.

—De acuerdo. Si el Buick sigue ahí, solo hay dos posibilidades: o bien han cogido otro coche o bien han continuado en tren desde la estación de mercancías. Teniendo en cuenta todos los puestos de control que se han montado en las carreteras, optaremos por la segunda opción; así que rodeen todas las estaciones término de las líneas que van de Keokuk hacia el norte.

—Es decir: Des Moines, Iowa City, Cedar Rapids, Lincoln y Sioux Falls.

—Acordonen esas estaciones, pero den preferencia a Des Moines y Cedar Rapids, que son las más cercanas.

Crossman colgó y esperó con impaciencia. No mucho tiempo. Pronto recibió la llamada de un agente de la oficina de Des Moines informándole de que se había producido un incidente en uno de los Wal-Mart de la ciudad. Crossman hizo una seña al piloto para que preparara el helicóptero. Subió a bordo y, mientras el aparato despegaba hacia el norte, miró el vídeo que su agente había encontrado en el sistema de vigilancia del supermercado.

Al final de la cinta, Crossman distingue la matrícula de la moto en la que Marie monta estrechando a la niña contra sí. Llama a sus hombres y les pide que revisen todos los vídeos de la zona y busquen una Silver Wing conducida por una chica con una niña entre los brazos.

—Eso nos llevará un montón de tiempo, señor. Sobre todo teniendo en cuenta que la gente empieza a moverse.

—Marie se ha dirigido hacia el norte. Por lógica, ha debido de tomar la carretera 35. Necesito la confirmación.

Transcurren diez minutos, durante los cuales Crossman mira el paisaje. Se acerca a Marie, lo siente. Un chisporroteo en su auricular.

—¿Señor…?

—Deme buenas noticias.

—Tres cámaras han grabado a una Silver sorteando los coches en la rampa de acceso a la carretera 35.

—¿Qué más?

—Treinta kilómetros más adelante, un radar fijo acaba de fotografiarla circulando a más de 200 kilómetros por hora en dirección norte. Dado que todas las fuerzas de policía están ocupadas, nadie ha intentado interceptarla.

Crossman sonríe.

—¿Qué hacemos, señor? ¿Montamos puestos de control más lejos y la paramos?

—Ni se les ocurra. Va a Minneapolis. Nosotros también. La niña que transporta está enferma. Quiero equipos en todos los hospitales de la ciudad. Que nadie se mueva antes de que yo dé la orden. La rodearemos con discreción.

—Es muy arriesgado, señor.

—¿Más que matar a una niña disparando contra los neumáticos de una moto que va a doscientos por hora?

Sin esperar la respuesta, Crossman corta la comunicación y le toca un hombro al piloto para indicarle el rumbo que debe seguir. El aparato ha vuelto a tomar altura al acercarse a Des Moines, ciudad que sobrevuela a toda velocidad. La franja gris de la 35 se recorta a lo lejos.

—¡Más deprisa, por Dios!

El piloto obedece, los minutos transcurren. Ahora sigue la carretera a cierta distancia, volando a todo trapo hacia el norte. Crossman mira con los prismáticos la autopista vacía. Recorre el asfalto a lo largo de varios kilómetros antes de volver atrás. Sus dedos se crispan ligeramente sobre los tubos de caucho. Acaba de descubrir un punto brillante que circula por la autopista a toda velocidad por el carril central. El sistema de autofoco efectúa el enfoque. Crossman reconoce los cabellos de Marie flotando al viento. Se le hace un nudo en la garganta. Parece feliz.

141

Marie acaba de llegar a los suburbios de Minneapolis. Solo se ha detenido una vez en un área de descanso, junto a la frontera con Minnesota. Allí, retiró el envoltorio de los tubos metálicos y del cable, los unió y se lo sujetó todo alrededor de la cintura con cinta aislante. Comprobó los diodos y las pilas. Después se puso de nuevo en marcha.

Marie acaba de pasar el cruce de Prior Lake. Desde hace unos kilómetros, nota que el estado de Holly va empeorando. Los cánceres que padece están desarrollándose a una velocidad vertiginosa. Se le llenan los ojos de lágrimas. Echa de menos a Gordon. Empieza a reconocer que sin duda ha muerto y que, con él, todo el poder está desapareciendo a medida que Holly se aproxima a la agonía.

Marie ve los carteles que anuncian la 494 hacia el oeste. Saint Cloud, Fargo y el nacimiento del Mississippi. Mira a Holly esperando una señal, pero la niña ya no responde. Entonces sale de la autopista y se adentra en las calles en dirección al Abbott Northwestern Hospital. Continúa por Chicago Avenue hacia la clínica infantil de Minneapolis. Se detiene un momento junto a la acera para examinar los alrededores antes de entrar en el aparcamiento abarrotado. Una interminable cola de pacientes se extiende ante el servicio de urgencias. Marie aparca la moto y quita el contacto. Apenas nota el corazón de Holly bajo su mano. Sube un tramo de escalera y cruza las puertas automáticas de la recepción. La sala de espera está llena a rebosar.

Marie se queda inmóvil. Le tiemblan los labios. Grita que necesita ayuda. Grita que su hija está muriéndose. La gente se vuelve, la mira. Enfermeros y médicos corren hacia ella. Ve cómo se acercan a través de la bruma de sus lágrimas. Unas manos se cierran sobre las de Marie, unas voces lejanas le murmuran que debe soltar a la niña. Ella aparta los dedos. Siente que la piel de Holly se despega de ella. Ve cómo unos desconocidos en bata blanca tienden a la niña en una camilla que se aleja. Marie quiere alcanzarla. Suplica. Se ahoga. Cae de rodillas. Unos brazos la rodean. Unas voces le hablan. Ella no oye lo que dicen. Esconde la cara entre las manos y deja de resistirse.

142

Marie se muerde los labios para no dormirse. Hace más de dos horas que espera. Sin ser consciente de ello, ha rellenado la ficha de Holly poniendo su apellido, así como su número de seguridad social y su mutua. Se da cuenta de que el FBI podría localizarla, pero a esas alturas le tiene totalmente sin cuidado. Como todo el mundo, aguarda. Un médico ha ido a verla una vez para decirle que no entendían qué le pasaba a su hija. Ella mira el reloj de pared. Piensa que, si se hubiera desprendido un trozo de ese cacharro cada vez que unos ojos lo habían mirado, ya no quedaría gran cosa de él. Se dispone a levantarse para ir a buscar un café a la máquina, cuando le llama la atención el movimiento bruscamente rápido que una chica realiza en la recepción para recoger el bolígrafo que se le acaba de caer. Un impulso preciso y fulminante. La chica se incorpora mirando a su alrededor y empieza a rellenar la ficha. Marie se concentra. Pocas personas son capaces de efectuar gestos así. Es como desplazarse en medio de una muchedumbre cuando se es un agente secreto o un excombatiente. Por más que quieras evitarlo, cuando alguien te roza siempre reaccionas. Exactamente como ese atractivo joven en chándal que acaba de esquivar un carrito con material sanitario. O como ese otro chico con vaqueros y zapatillas de deporte, que está frente a la máquina de bebidas y vigila la sala de espera en el espejo. Después de pasear discretamente la mirada escondida detrás de sus gafas oscuras, Marie ha localizado cada vez más personas tranquilas entre las intranquilas y ansiosas. Cada vez más personas entrenadas entre personas normales y corrientes.

BOOK: La hija del Apocalipsis
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