Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
—¿Quiere decir como lo que sucedió con los dinosaurios?
—No, los cataclismos que afectaron a los dinosaurios o a los océanos del Cámbrico eran de origen natural: meteoritos, erupciones volcánicas masivas o modificaciones climáticas. Esto era otra cosa. Una devastación provocada por el hombre.
—¿Una epidemia?
—Eso es lo que pensábamos al principio, pero Angus acabó descubriendo que ese mensaje ocultaba algo mucho más grave. Algo que ponía en peligro no solo a la humanidad, sino al universo entero. Estaba detrás de los otros signos. Bastaba simplemente conjuntarlos.
—¿Qué otros signos?
—En 1980, Angus empezó a interesarse por los signos gigantes que la humanidad había descubierto en el siglo XX gracias a la invención de la aviación. Como si los que los habían trazado hubieran querido que no los viéramos hasta que hubiésemos alcanzado el grado de evolución que nos permitiera comprenderlos. Signos tan grandes que algunos solo son visibles en fotos hechas por satélite. Esos símbolos, distribuidos por todo el mundo, como los dejados por los indios Mound Builders, los constructores de túmulos, o los Nazca, siguen siendo un misterio para los científicos. Solo se sabe que los trazaron en tiempos inmemoriales civilizaciones que desaparecieron repentinamente sin dejar rastro. Civilizaciones tan evolucionadas que habían previsto que inventaríamos la aviación. ¿Se da cuenta, Parks? ¿Se da cuenta de lo que eso significa?
—Cálmese, Ashcroft.
La respiración del anciano silba en la oscuridad.
—Angus acabó encontrando reproducciones en miniatura de esos signos entre las inscripciones de las grutas santuario. Para él saltaba a la vista desde hacía años. Así que estudió su distribución geográfica y se percató de que el conjunto daba sentido a las inscripciones. Los seres que los habían grabado decían que un enemigo había estado a punto de destruirlos casi por completo. En aquella época, formaban siete tribus protegidas por siete ancianas a las que llamaban Reverendas. Después del primer gran ataque de la prehistoria, el Enemigo mató a todas las Reverendas excepto a una. Según las inscripciones, también había sobrevivido una mujer muy joven, una elegida que respondía al nombre de Neera y que había recibido los poderes de las Reverendas antes de que las supervivientes se separaran de nuevo en siete tribus, que tomaron siete direcciones diferentes. Los descendientes de esas siete tribus fueron los que realizaron los signos gigantes por todo el planeta, antes de morir o de desaparecer poco a poco entre la masa de los seres humanos. Angus descubrió que todos esos signos formaban una especie de código dentro del código. Creo que fue en ese momento cuando comprendió que las inscripciones dejadas en las grutas quizá no fueran una advertencia dirigida a la humanidad, sino un mensaje secreto destinado a las otras tribus. Una especie de profecía.
—¿Eso es lo que contenía el informe de Angus?
—Eso y otra cosa.
—¿Qué?
—Deme de beber.
Parks coge un vaso de plástico con una pajita dentro y la introduce entre los labios de Ashcroft. El científico sorbe lentamente un poco de líquido vitaminado antes de dejar caer otra vez la cabeza sobre las almohadas. Un ronquido escapa de su garganta.
—¿Qué más, Ashcroft? ¿Qué contenía ese maldito informe?
—El pecado de Dios, agente especial Parks.
—¿Solo eso?
—¿Sabe por qué, según las Escrituras, los arcángeles se rebelaron? ¿Sabe por qué el más bello y poderoso de todos se convirtió en Satán?
—¿Por orgullo?
—No, Parks. Por celos. Como hermanos mayores que se enfurecen porque el más pequeño recibe todos los regalos que ellos no han tenido. Eso eran los arcángeles: hermanos mayores. Ayudaron a Dios en su Creación. Al principio, sin duda hasta les pareció conmovedor. Un poco a la manera de una familia de ingenieros superdotados cuyo abuelo se empecinara de repente en construir una maqueta tosca que no está a la altura de su talento. Eso es lo que pasó durante la creación del mundo: algo profundamente imperfecto que el anciano llamó Hombre y que debería haber destruido. En lugar de eso, cometió el gran error, el que todo creador debe evitar cometer: se enamoró de su creación. ¿Comprende? Se volvió como el viejo Gepetto: un viejo amargado que construye juguetes para dejar de estar solo. Entonces los arcángeles se rebelaron. ¡Y con toda la razón, Parks! ¡Con toda la razón!
—¿Qué más había en el informe de Angus?
—El ser humano, la oscura consecuencia del pecado de Dios.
—¿Es decir…?
Otra oleada de dolor contrae los músculos de Ashcroft. El anciano gime.
—El ser humano es el único ser vivo que fuerza a su medio a adaptarse a él. No tiene ni un sitio ni una utilidad en la cadena de la vida. Es como si la naturaleza hubiera cometido un error dramático sin darse cuenta. Una especie de monstruo. Un callejón sin salida. Una aberración de la evolución que debería haber desaparecido con las grandes extinciones, pero que continuó proliferando y extendiéndose. Angus había comprendido que la Gran Devastación que iba a destruir la humanidad era inevitable porque nacería de la propia humanidad. Había descubierto que los que dejaron esas inscripciones sabían que un puñado de humanos escaparían a la catástrofe y alcanzarían un nivel de evolución suficiente para extender el mal por todas partes.
—¿El mal? Pero ¿de qué mal habla?
—Hablo de los humanos, Parks. Hablo de las células enfermas del universo. Eso es lo que Angus comprendió al descifrar ese maldito código: que el mal éramos nosotros, y que ese mal iba a continuar extendiéndose si no lo deteníamos.
—¿Quiere decir que el virus de Kassam no es la devastación anunciada?
—Yo incluso diría que es el único antídoto posible contra la verdadera Gran Devastación. La expiación del crimen de Dios. La aniquilación de la humanidad para proteger al universo del cáncer que lo amenaza. Ese era el famoso Enemigo de las Reverendas del que hablaban las inscripciones: el sistema inmunitario del universo.
—Está completamente chiflado.
—Y usted es una ingenua, Parks. El ser humano es el predador absoluto. Excepto por algunos tiburones y algunas enfermedades, únicamente es presa de sí mismo. Por eso inventamos las guerras, los crímenes y la hambruna. Para regular la masa monstruosa de los humanos. Desgraciadamente, desde que Oppenheimer inventó sus juguetes mortales, las naciones que poseen el arma atómica no se atreven a utilizarla, porque saben que el fuego nuclear se abatirá sobre ellas en el mismo segundo en que la activen. La anulación del factor guerra. Desde entonces, esto se extiende. Miles de millones de virus que se multiplican sin cesar y que consumen al organismo contaminado, en este caso la Tierra. Con la salvedad de que, a diferencia de los demás virus, el hombre es consciente de que depende del organismo al que mata. Por eso empezamos a pensar en la necesidad de colonizar otros planetas. Mire lo que está pasando, Parks. Ya viajamos a Marte, buscamos otros mundos habitables, razonamos en términos de infinito. Al inconsciente colectivo le divierte asustarnos imaginando extraterrestres malos y ultraevolucionados que nos vigilan desde allá arriba en espera del momento idóneo para invadirnos. Pero es a los extraterrestres a quienes compadezco, porque, cuando tengamos acceso a ellos, les enseñaremos lo que un auténtico virus sabe hacer.
—¿Quiere decir que el cáncer humano ya se produjo en otro sitio y que está reproduciéndose aquí?
—¿Por qué no? ¿Cómo explicar, si no, ese ADN tan complejo que descubrimos en la momia del proyecto Manhattan? ¿Cómo explicar el grado de evolución de esa especie que se supone que nos protege?
—Entonces, según Angus, ella consumió el organismo precedente y miraría cómo consumirnos el siguiente proponiéndose como misión ayudarnos a sobrevivir a fin de contaminar al próximo, ¿es eso?
—O ella misma sufrió la mutación genética que nosotros nos disponemos a sufrir y en cierto modo somos lo que ellos eran antes de ser contaminados. Los hijos de Dios. ¿Por qué no? No tenemos ninguna prueba de eso, ninguna respuesta, solo preguntas.
—Está usted más loco de lo que pensaba.
—Vamos, Parks, simplemente tiene que hacer la elección de Dios. Hábleme de esa niña a la que afirma querer salvar. No es su hija, ¿verdad?
—No. Sus padres murieron en el huracán que arrasó Nueva Orleans. A ella la salvaron unos seres dotados de extraños poderes mentales.
—¿La llaman «Madre» o «Reverenda»?
—Sí.
—¿La tocó una anciana que murió justo después de haberlo hecho?
—Sí.
—¿Ha empezado a desarrollar ella también poderes sobrenaturales?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque todo está en los signos que Angus descifró. Porque la historia se repite. Creemos que ha terminado, pero se repite. Los Guardianes saben que la sangre de esa cosa contiene el único antídoto del virus que ha creado Kassam. Por eso la protegen. De ahí mi pregunta, agente especial Parks: ¿va a cometer usted el crimen de Dios? ¿Va a salvar a la humanidad o salvará en cambio el universo?
—¿Qué haría usted en mi lugar?
—¿En su lugar?
Una sonrisa deforma los labios de Ashcroft.
—En su lugar, yo volvería a toda prisa junto a esa abominación a la que llama hija, pondría una almohada sobre su cabeza y apretaría hasta que dejara de respirar.
—Creo que he oído suficiente por hoy.
Marie se ha levantado. Ha puesto la bomba de morfina en la mano de Ashcroft. Retrocede hacia la puerta. Se ahoga. Tiene que salir cuanto antes de esa habitación. Tiene que dejar de respirar esos olores a muerte. Se tapa los oídos para no seguir oyendo las carcajadas que escapan de la garganta de Ashcroft. El científico se ha incorporado lo máximo posible tirando de las correas. Sus ojos se ponen en blanco mientras su cuerpo descarnado se tensa tanto que sus articulaciones crujen.
—¡Míreme, agente especial Parks! ¡Yo soy a la vez el cáncer que corroe el universo y el universo corroído por el cáncer! ¡Debe matar a esa cosa antes de que sea demasiado tarde!, ¿me oye? ¡Debe lavar el crimen de Dios en la sangre de esa aberración!
Marie ha llegado a la puerta. Ve cómo la mano del moribundo acciona la rueda de la bomba de morfina. Ashcroft se inyecta todo el frasco. Hace una mueca. Ríe. Se ahoga, se crispa por última vez y se relaja. Tiene los ojos completamente abiertos. Unos grandes ojos vidriosos que miran a Marie en la penumbra. Unos ojos muertos que contemplan el universo.
Marie titubea en el pasillo. Tiene náuseas. Se da cuenta de que ha olvidado el bastón. Se pone el pañuelo en la cabeza y las gafas y finge cojear al cruzar la puerta acristalada que da a la sala de espera. La becaria le sonríe al verla.
—¿Ha ido todo bien, señorita Granger?
—Perfectamente.
—¿Quiere que junte dos sillones para que pueda descansar mientras espera el autobús?
—Creo que antes saldré un momento a tomar el aire. No me encuentro muy bien.
—Comprendo. Es una reacción frecuente. ¿Quiere que la acompañe?
Marie mira el rostro de la becaria por encima de las gafas. Parece tensa.
—¿Algún problema?
—¿Cómo dice?
—La noto preocupada.
—Es que este trabajo me agota.
—No, es otra cosa.
Marie mira a la joven a los ojos. Observa atentamente sus pupilas y las aletas de su nariz. La becaria se obliga a respirar lentamente.
—En mi opinión, se trata de un problema del corazón. ¿Me equivoco?
La tensión muscular de la becaria disminuye. Esta esboza una sonrisa.
—No se le puede ocultar nada.
—Es difícil ocultarle algo a una vieja.
—Es por culpa de Brett, mi novio.
—¿La engaña?
—Quiere acostarse conmigo.
—Y usted no quiere, ¿verdad?
—Todavía no. Verá, soy muy creyente y he prometido ante mi comunidad que me mantendré virgen hasta que me case.
Marie acaba de poner las manos sobre el mostrador de información. Bajo los dedos nota algo pegajoso. Un resto de adhesivo. Levanta los ojos y encuentra la mirada tensa de la becaria.
—¿Ha intentado usted acostarse con una chica?
—¿Cómo?
La becaria apenas se ha sobresaltado al oír las palabras de la anciana. Sus pupilas se mantienen estables.
—¿Lo ha pensado al menos, agente Pinocho?
Antes de que la becaria tenga tiempo de desenfundar su arma, Marie apoya el 32 en su frente.
—Parks, no haga tonterías.
—¿Cómo se llama?
—Jones.
—Demasiado lenta, agente Jones, demasiado lenta. En cambio, en cuanto al disfraz de virgen asustada, nada que objetar. ¿Cuánto tiempo queda para que lleguen?
—Acabo de llamarlos ahora mismo.
La respiración de Jones se acelera mientras el pulgar de Parks levanta el disparador de su arma.
—Está muy mal mentir a una anciana.
—Están… están aquí.
—¿Cuántos?
—Cinco.
—¿Dónde?
—Tres en el aparcamiento, dos en la recepción y yo.
—¿Quienes?
—Mulligan, Kintch, Alonso y Chen.
—¿Chen? No sé quién es.
—Trabaja para el Buró en San Luis.
—Va a haber unos cuantos entierros…
El dedo de Marie se curva sobre el disparador. Mira a Jones. Es tan joven, tan inexperta…
—Se lo suplico, Parks…
—Chis… Estoy pensando.
—Todavía está a tiempo. Solo quieren detenerla. No es demasiado tarde.
—He dicho chis…
Jones se muerde los labios. Acaba de comprender que Marie no tiene intención de entregarse. Parks le indica que se acerque a ella. La joven da unos pasos junto al mostrador, se vuelve y nota el cañón del 32 contra sus riñones.
—¿Cuál es la señal acordada?
—Se supone que debía anunciarles por radio cuándo iba a salir.
—Dígales que esto se alarga y pídales instrucciones.
—¿Cómo?
—Hágalo.
Jones levanta el micro emisor que lleva sujeto a una manga.
—Dispositivo, aquí Jones. El objetivo aún no ha salido. ¿Instrucciones?
Un chisporroteo. Marie ha cogido el auricular de Jones para identificar la voz del que responde.
—Recibido, Jones. Todas las salidas están vigiladas. No se mueva. Espere a que llegue el objetivo.
Jones suelta el botón de emisión. Marie ha tenido tiempo de reconocer al agente especial Mulligan. Uno de sus viejos amigos. Uno de los buenos.