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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (53 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Ash se vuelve hacia el hombre insulso que acaba de sentarse a la mesa de la derecha. Un cigarrillo se mueve entre sus labios. Un representante de' comercio. Se diría que ha pasado la noche dentro de su maleta. Tiene aspecto de estar agotado, pero no asustado. Ash levanta la tapa de su Zippo con un chasquido y tiende la llama hacia el individuo. Este se inclina sonriendo. Expulsa una nube de humo y bebe sorbiendo sonoramente con una pajita su café granizado. Ash consulta el reloj. La cuenta atrás indica que han pasado cuarenta y dos horas desde el inicio de la contaminación. Suspira. Dos días atrás, había estado a punto de morir mientras pasaban los títulos de crédito finales de
Lo que el viento se llevó
en el viejo cine de Clarksdale. Había sido cosa de unos segundos. Sumido en su trance, había visto la oscura boca del arma con la que Parks lo apuntaba y había cerrado los ojos justo en el momento en el que el cráneo del enfermero explotaba como una cascara de huevo. Se había inclinado para vomitar entre los asientos del cine. Estaba presionando a los viejecitos cuando la vibración de Walls había invadido su mente. Eso era lo que le había desconcentrado. Eso y los cerebros hechos papilla de los ocupantes de la residencia. Ash detestaba presionar a los viejos. Eran lentos e incapaces de concentrarse más de treinta segundos.

Ash se estremece al recordar los gritos mentales que habían resonado en el momento en el que sus agentes empezaron a arder en los jardines de la residencia. Se había dirigido lo más deprisa posible hacia Gerald. Con los dedos clavados en los apoyabrazos de la limusina, se había concentrado con todas sus fuerzas para seguir la vibración de los fugitivos. Se alejaba hacia el norte. Era cada vez más débil. Luego, la señal se había interrumpido de golpe.

—¿Ya está?

Ash se vuelve hacia el representante de comercio, que ha terminado el café.

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si ya está.

—¿El qué?

—Esa no es la respuesta que esperaba, Ash.

Ash reprime un escalofrío al clavar la mirada en los ojos de Burgh Kassam.

—Perdone, señor, no lo había reconocido.

—¿Le hago otra vez la pregunta?

—No hace falta, ya sabe la respuesta.

—Ash, amigo mío, cuánto lo lamento. ¿Dónde están nuestros equipos?

—Patrullando a lo largo del Mississippi. Hemos perdido el contacto con los fugitivos.

—¿Qué había ido a buscar esa asquerosa metomentodo de Parks a la residencia de Gerald?

—Hablaba con un anciano llamado Mosberg.

—El viejo Mosberg…

Los dedos de Kassam se crispan alrededor del vaso de cartón.

—Si ha encontrado a ese viejo loco, significa que dispone de la lista de científicos protegidos por el gobierno. Me parece la ocasión perfecta para rematar el trabajo iniciado por los reguladores de Brannigan.

—Primero habría que saber adónde va a ir ahora.

—Hará lo que todos los humanos hacen cuando están divididos por sentimientos contradictorios. Cometerá cada vez más errores.

—¿Por ejemplo…?

—Querrá salvar a Holly y comprender por qué hay que salvar a Holly. Eso es demasiado para una mujer sola.

—Olvida al doctor Walls.

—De él me ocupo yo. Usted concéntrese en la niña. Tiene miedo. Siente dolor. No tardará en emitir de nuevo. Cuando suceda, me llama. ¿De acuerdo, Ash? No tome ninguna iniciativa y llámeme.

—¿Y si no vuelve a emitir?

Burgh cierra los ojos mientras el vaso de cartón se retuerce entre sus dedos.

—Ya está haciéndolo.

Ash mira a su jefe. Parece en trance. Cierra los ojos también y se une a él. A su alrededor, la terraza del Starbucks y los rumores de la muchedumbre se desvanecen. Una visión se materializa en la plaza. No, un sueño. El de Holly. Sueña que está columpiándose en el jardín de sus padres. Está sentada sobre un viejo neumático sujeto con una cuerda en medio del barro y de las ramas arrancadas por la tormenta. Canturrea. Está triste. Burgh sonríe.

—¿Percibe lo mismo que yo, Ash?

—Sí, señor. Echa de menos a sus padres.

—En efecto, así son las niñas: lloran por cualquier bobada.

Ash mira cómo la visión se amplía y adquiere color ante sus ojos. La casa de Holly acaba de aparecer. Los barrios pobres de Nueva Orleans.

—¿Está preparado, Ash?

—Sí, señor.

—Muy bien. Usted hace de papá y yo de mamá.

124

Walls se pone rápidamente los pantalones y se queda agachado en el embarcadero al lado de Marie, que apunta con el arma hacia la maleza.

—Debe de ser un animal.

Más crujidos. Marie levanta el disparador de la Glock.

—Un animal no hace nunca dos veces el mismo ruido.

—Estamos en un santuario, Marie. Nada puede acercarse.

—Ya, como en casa de Chester, ¿verdad? ¡Santo Dios! ¡Holly!

—¡Marie, no!

Walls agarra a Marie del bañador en el momento en el que esta se dispone a salir corriendo hacia la cabaña. La joven deja escapar un chillido de sorpresa mientras sujeta la parte de abajo del bikini, que desciende por sus muslos.

—¡Suéltame!

—Chis… No te muevas, Marie.

Ella se vuelve hacia Walls. El arqueólogo ha cerrado los ojos. Intenta detectar lo que está acercándose.. Más crujidos muy cerca de la cabaña. Marie se sobresalta al oír una voz en medio de la noche.


Eko? Amilak nek an shteh
?

Gordon sonríe. Acaba de reconocer los tres abrigos blancos que emergen de la maleza y caminan hacia el embarcadero como si flotaran sobre la hierba. Se levanta y hace una seña a Kano. Detrás de él caminan Cyal y Elikan.


Salom Eko! Kan gak Marie sias epok morkan
?

—¿Qué dicen?

—Te preguntan si puedes bajar el… hum…
epok.

—¿El qué?

—Es difícil de traducir. En líneas generales, sería un arma que hace mucho ruido y no sirve absolutamente para nada.

—¿Un arma falsa?

—Sí,
epok
es justo eso.

Kano abraza a Gordon antes de volverse hacia Marie y decir, con ojos risueños:


Sabilak nek soy, Watts. Eko em Marie. Sias kessen oy amilak.

Marie ve que Cyal y Elikan se tronchan de risa.

—¿Qué dicen?

—Les parece que gritas mucho durante el
sabilak
. Creen que está bien que lo hayamos hecho porque refuerza el Santuario, y debilita al Enemigo.

—¿Quieres decir que han estado espiándonos mientras…?

—No, solo nos han oído.

—¡Gordon, son mutantes! ¡Para un mutante, oír y ver es lo mismo!

—No es una afirmación falsa.

—Es terriblemente humillante.

—Para nosotros no. Es algo muy natural. Además, Eko era un gran guerrero. Antes de Neera, tuvo otras muchas mujeres.

—Tu discurso de hombre de las cavernas me ha llegado directamente al corazón. ¿Quieres que te sirva una cervecita mientras tus amigos y tú os contáis aventuras de cama?

Walls se dispone a replicar cuando un chirrido se eleva en el silencio. Cyal se vuelve y frunce los ojos hacia una forma en camisón que se balancea lentamente bajo el olmo.

—La joven Madre debería estar durmiendo a estas horas. Necesitará fuerzas.

—¿De qué hablas, pedazo de elfo? Holly está acostada desde hace dos horas. Duerme a pierna suelta.

Marie dirige la mirada hacia donde señala Cyal. Entorna los ojos también. El rostro de Holly parece brillar bajo la luna.

—Conozco a una joven Reverenda que va a pasar un mal rato.

Marie recorre el embarcadero seguida por los Guardianes.


Eko, Marie nak kan skoy Holly.

—Marie, dicen que nadie tiene derecho a castigar a una Reverenda.

—¿Ah, sí? ¿Qué se apuestan?

Marie acaba de llegar al claro. Avanza cada vez más deprisa hacia la niña, que se balancea.

—Holly… ¡Holly, estoy furiosa! ¡Baja inmediatamente de ese columpio y vuelve a meterte en la cama!

Marie casi ha llegado a la hierba que rodea el viejo olmo cuando Holly vuelve la cabeza hacia ella. La joven se detiene al ver el rostro de la niña. Una sonrisa extraña curva sus labios. Tiene los ojos cerrados y respira apaciblemente.

—¿Holly…?

Marie nota algo caliente bajo sus pies. Alrededor del árbol, la hierba ha empezado a humear. Se dispone a acercarse cuando nota que la mano de Kano se cierra en torno a su brazo.

—Suéltame o grito.

Kano se inclina hacia su oído.

—Chis…

Marie levanta los ojos. Las hojas han empezado a moverse en el aire inmóvil. Algunas crujen y empiezan a apergaminarse por efecto del calor.

—¡Dios mío, la niña va a arder!

—No se mueva, Marie. El Enemigo está en el sueño de Holly. Sueña que está columpiándose y el Enemigo intenta atraerla fuera del Santuario para apoderarse de su mente.

Marie se vuelve hacia los Guardianes, que se reagrupan. Cyal y Elikan ya están poniendo los ojos en blanco. Gordon también se concentra.

—Gordon, ¿qué hacéis?

—Vamos a buscar a Holly. Tú quédate aquí y, pase lo que pase, no te acerques a ella. Si la tocas en ese estado, te matará.

La niña canturrea mientras se columpia despacio. Sus dedos se crispan alrededor del caucho. El neumático se para. Holly vuelve la cabeza hacia el bosque. Se diría que ha oído algo. Marie se estremece. Holly acaba de decir: —¿Mamá…?

125

Holly está soñando. Oye el chirrido de la cuerda sobre la rama del olmo. Gruesas gotas de lluvia se estrellan contra sus hombros. Los sueños son raros. Hace apenas un momento, estaba acostada en su cama en la cabaña del Santuario. Recuerda que, después de haber cenado con Marie y Gordon, quería columpiarse un rato más. Por eso ha empezado a tener este sueño. El contacto del neumático en sus palmas. Los chirridos de la cuerda.

Holly abre los ojos. Sonríe. Acaba de despertarse en el jardín de su casa, en Nueva Orleans. La lluvia está amainando. Las nubes se rasgan y dejan aparecer grandes lienzos de cielo azul. La tormenta ha pasado. Holly mira su jardín. El césped está arrancado y solo queda una gran capa de barro rodeando la casa. Es una casa bonita. Una casa pobre, pero aun así bonita. Le faltan varias hileras de tejas y un poco de tela asfáltica, pero Holly sabe que su padre lo arreglará en un santiamén. Mira los cristales que han roto las gruesas ramas que el viento ha arrancado. Parecen lápices clavados en los ojos de la casa. La casa sufre. Holly lo nota.

A medida que su visión se amplía y que la bruma se disipa, mira por encima del seto destrozado. Ahora ve los jardines vecinos y un trozo de calle. Unos postes eléctricos han caído y los cables están sumergidos en los charcos. Al lado de uno de ellos, Holly distingue una forma alargada. Una anciana cuyo rostro ennegrecido por la electricidad parece escrutarla. Los pájaros se han puesto de nuevo a cantar. La ciudad se llena de ruidos y de rumores mientras la bruma retrocede. Martillazos, voces, música que escapa de los transistores. Todo humea. Se diría que el agua refluye. Como si el sol que acaba de aparecer a través de las nubes empezara ya a secar las charcas.

Holly se columpia. Ve al señor Webster al otro lado del seto. Está retirando los desechos que cubren su césped. El viejo lleva un sombrero de paja y tararea un aire del Sur. Vuelve hacia Holly su rostro descompuesto. Algo se ha llevado la mitad de su cabeza y a la niña le parece distinguir su lengua agitándose entre sus dientes rotos.

—¡Menuda tormenta!, ¿eh, Holly?

—Y que lo diga, señor Webster. En cualquier caso, siento que esté muerto.

—No tiene importancia, cielo. Son esas cosas de mierda que de todas formas acaban por pasar, ¿no es cierto?

—Señor Webster, no hay que decir «mierda», está mal.

El viejo Web ha puesto una mano terrosa sobre lo que queda de su boca. Sonríe.

—Lo siento, señorita. Quedará entre nosotros, ¿verdad?

—Claro. De todas formas, yo también lo he dicho, así que estamos empatados.

El viejo Web continúa limpiando el césped. Rozando con los pies el barro, en el que empieza a crecer de nuevo la hierba, Holly se columpia. Está contenta. Hoy es su cumpleaños. Por eso ha ido al centro comercial con sus padres. Para que le compren montones de regalos. También está contenta porque ha invitado a sus mejores amigas a merendar. Se pregunta qué hacen. Se vuelve hacia la anciana electrocutada, que se alisa el vestido quemado mientras se levanta.

—Espero que por lo menos no le doliera, señora Galloway.

La anciana dirige una sonrisa incómoda a Holly.

—No, pero mira cómo me he puesto. He caído en toda esa agua y ahora el vestido está para tirarlo a la basura.

—Yo le compraré otro más bonito, señora Galloway. Uno con flores en el pecho, como a usted le gustan. He visto uno en el centro comercial. Le quedará fabuloso.

Una amplia sonrisa deforma el rostro de la anciana.

—Eres una niña buena, Holly Amber Habscomb.

—Gracias, señora Galloway.

La vieja se aleja. Holly se vuelve hacia la casa. Frunce el entrecejo. Es extraño, pero se diría que el tejado está intacto y que acaban de cambiar los cristales. Holly se encoge de hombros. Se columpia. Piensa en sus regalos. Ya no se acuerda de lo que su madre le ha comprado. Sonríe. No puede saberlo, puesto que es una sorpresa.

Un chirrido. Holly pestañea rápidamente bajo el resplandor ardiente del sol. Una voluminosa señora con un vestido amarillo acaba de empujar la mosquitera y permanece en lo alto de la escalera de entrada. Su vestido está rasgado y parte de sus cabellos han sido arrancados.

—Mamá, ¿eres tú?

La voluminosa señora se sobresalta y parece ver entonces a Holly en el columpio. Sonríe.

—Claro que soy yo, cariño. ¿Quién quieres que sea?

—Creía que habías muerto durante la tormenta.

—Vamos, cariño, una madre no muere nunca. ¿Verdad, Irv?

La voluminosa señora se vuelve hacia una forma con mono de trabajo que sale de la casa. El cuello de la cosa está destrozado y su cara está cubierta de grandes costras de sangre seca.

—Hola, papá. ¿Qué tal estás?

—No puedo quejarme, corazón.

—¿En forma?

—En forma.

El chirrido de la cuerda sobre la rama del olmo. La hierba empieza a chamuscarse alrededor de Holly, que se balancea.

—Oye, papá…

—¿Qué?

—¿Cómo te las arreglas para respirar con el cuello rajado como si fuera una sandía?

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