Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
—Basta, ya está bien de tonterías. No pienso meterme por ahí. Voy a proponerte otra cosa: subimos por Memphis y vamos de peregrinación hasta la tumba del gran Elvis. Disfrutarás de un cambio de aceite y de una limpieza de cromados. En Memphis hacen esas cosas como nadie. ¿Me oyes? ¡Quiero largarme de aquí e ir a comer un plato de gambas picantes a Memphis, en Tennessee!
Unos golpes contra la ventanilla sobresaltan a Marie. Un viejo policía con la camisa empapada de sudor está delante de la puerta. No lo ha visto llegar. Saca lentamente la identificación del FBI y baja la ventanilla.
—¿Algún problema, señora?
Marie se sobresalta al oír la voz del poli. Su cara arrugada y su pelo blanco llenan su campo visual. Lleva unas grandes gafas negras y masca tabaco. Siente que el corazón se le sale por la boca.
—¿Cayley?
El poli lanza un escupitajo de jugo de tabaco al polvoriento suelo.
—No conozco a nadie con ese nombre en esta zona, señora. Aparte de un viejo herrador, pero murió en la miseria por culpa de los tractores que sustituyeron a los jamelgos en los campos. Eso fue… uf… eso fue hace mucho tiempo. Si no recuerdo mal, vivía al otro lado del río, a un tiro de fusil de la frontera con Arkansas. En cualquier caso, era un maldito maricón demócrata.
Marie se sobresalta.
—Cayley, ¿eres tú?
—Se lo repito, señora, no conozco a ningún Cayley vivo en todo el perímetro de las Tierras Rojas. Me llamo Grant, como aquel maldito general nordista. ¡Figúrese qué vergüenza llamarse así en estas tierras! Pero mi nombre de pila es Sylvester. Sylvester Grant, ayudante del sheriff del condado de Coahoma, estado de Mississippi. Ahí es donde está usted ahora; se lo digo por si se ha perdido.
—Gracias, pero creo que ya sé dónde estoy.
El viejo poli frunce el entrecejo.
—¿Usted cree? ¿Y adónde va exactamente?
Marie señala tímidamente con el dedo el camino que se abre entre los campos. El semblante del policía se ilumina.
—¿Va a la plantación de Ol'Man River a ver a la vieja Akima? Se pondrá muy contenta. Aquí todo el mundo la toma por loca, pero, si le interesa saber mi opinión, son todos unos malditos demócratas. Todos menos ella y yo. Y usted, claro. ¿O me equivoco?
—¿Sobre qué?
—Sobre usted.
—Hum… En las últimas elecciones voté a Kerry.
—Nadie es perfecto, señora. Mientras no sea partidaria de esa chusma comunista, me conformo.
Marie traga saliva con dificultad.
—Vamos, Cayley, no seas capullo, sé que eres tú.
La sonrisa del policía ha desaparecido. Parece preocupado. Sus ojos azules escrutan a Marie por encima de las gafas.
—Señora, con todos los respetos, si sigue llamándome Cayley cuando sabe que me llamo Sylvester Grant, tendré que encerrarla para que se le pase la mona. Mi Helena hace un té helado que está de rechupete. Le pone una rodaja de lima y un trozo de canela en rama y lo mete en el cajón de las verduras para que se enfríe. Así nos hemos cargado más de un frigorífico, pero, qué le vamos a hacer, somos así. ¿Le apetece probarlo, señora?
Marie dice que no moviendo despacio la cabeza.
—Como quiera. Que le vaya bien, y salude a la vieja de mi parte.
La voz del comandante del vuelo anuncia que el 737 inicia el descenso hacia el aeropuerto de Jackson, en Mississippi. Advierte que el ciclón ha pasado, pero que posiblemente haya sacudidas a causa de los vientos cruzados. Walls levanta la persiana del ojo de buey. El crepúsculo incendia el horizonte castigado por la tormenta. Como una gigantesca telaraña, una bruma de calor flota por encima de los campos de algodón y de soja inundados. Walls intenta concentrarse. No tiene más remedio que reconocerlo: está olvidando lo que ha sucedido en la gruta-santuario. Poco a poco, la experiencia se parece a los recuerdos que se conservan de un sueño: imágenes muy recientes que se disipan conforme el día avanza.
Después de dejar la Mesa, caminó por el gran desierto de Sonora sin padecer ni hambre ni sed. Largas horas recuperando parcelas perdidas de su pasado bajo el sol abrasador. En algunos momentos incluso tenía la sensación de que su abuelo andaba a su lado.
Primero recordó el final de aquel día en el que el viejo Guardián lo llevó a pescar a orillas del río Pearl. Después de beber el agua de los Ríos, Walls tuvo la impresión de que los colores habían cambiado, de que se habían vuelto más puros, más atrayentes. Jamás la superficie del río le había parecido tan bonita. Jamás había visto la espuma tan semejante a leche caliente. Jamás le habían parecido los árboles de un verde tan profundo. El sabor de las cosas también se había transformado: el del aire, el de un vaso de agua del grifo, el de los cereales, el del pan y el de los caramelos. Y además, pasaron cosas más inquietantes. Todo empezó al día siguiente, cuando se despertó y abrió las contraventanas de su habitación. Primero oyó un rumor lejano y potente. Al principio, Gordon pensó que era el viento en los árboles, pero el aire estaba inmóvil y las ramas no se movían ni un milímetro. Prestando atención, se dio cuenta de que oía miles de voces susurrando a la vez. Y lo más desconcertante era que, cuanto más se concentraba, mayor era el número de voces que lograba captar. Como si su mente estuviera transformándose en una especie de antena, o de parábola. Sí, esa imagen era más precisa. En ese momento, Gordon comprendió que lo que oía no eran las voces de la gente, sino sus pensamientos. Un guirigay que se elevaba de todas partes y llenaba la atmósfera como el canto de las cigarras. Los pensamientos de los transeúntes y de los comerciantes, los pensamientos de los niños camino del colegio, los pensamientos del mundo.
Ese día, Gordon no fue al colegio. Dedicó todo el día a andar por las calles y escuchar los pensamientos de la gente, captar sus secretos, sus insultos, sus ruegos y muchísimas cosas más que todavía era demasiado pequeño para entender. Caminando por el desierto se acordó de todo eso. Y de la desaparición de su abuelo, que tuvo lugar una semana después de su escapada juntos. Aquella noche, su madre lo abrazó y murmuró que Papy había entrado en coma y que creían que no volvería a despertar. Gordon intentó llorar, pero las lágrimas no acudieron hasta mucho más tarde, cuando se encontró solo con su tristeza.
Por la mañana, cuando abrió las contraventanas para escuchar los pensamientos del mundo, se dio cuenta de que ya no oía nada y de que todas las cosas habían recuperado el color y el sabor que tenían antes. Entonces, poco a poco, olvidó aquello.
Todos esos recuerdos, esos sabores y esos colores fueron los que Walls recuperó en las profundidades de la Mesa. Y su poder también. En ese momento, se dio cuenta de que el sol estaba pasando al otro lado del cielo. Andaba por un camino polvoriento en dirección a Camargo cuando oyó un ruido de motor. Se giró y vio que se acercaba una vieja furgoneta abollada; avanzaba levantando una nube de polvo. El hombre que conducía se llamaba Fernando. Un peón. Walls montó en el asiento de delante y empezó a captar sus pensamientos. Fernando decía que iba a casa de su primo, que criaba gallinas en San Esteban. Al mismo tiempo, pensaba que tenía suerte: «Madre de Dios, Fernando, esto no es suerte, es un milagro». Decía que su primo Almeiro tenía problemas con las gallinas: un virus. Fernando esperaba que los años de infierno hubieran terminado, confiaba en poder comprar por fin una verdadera granja, lejos de aquel asqueroso desierto. Se acabarían el pulque y las tortitas de maíz, y las chicas sucias de pechos caídos. Podría pagar a mujeres blancas con ropa interior transparente como las de las revistas. Almeiro lo había llamado urgentemente para que intentara identificar la enfermedad que mataba a sus gallinas; esperaba que no fuera la gripe aviar. Aunque, en realidad, estaba convencido de que sí lo era y, mientras enredaba a Walls, se decía que sin duda deberían matar a varios cientos y vender las demás a la cooperativa antes de que se corriera la voz. Pero, durante todo ese rato, Fernando no dejaba de pensar en esos hombres de negro que recorrían el desierto en busca de un gringo llamado Walls. Tenían pinta de criminales y ofrecían diez mil dólares a quien lo encontrara. Fernando les había preguntado, para guardar las formas, si el fugitivo era un asesino huido o algo así. El tipo lo había mirado intensamente con sus grandes ojos de drogata y el peón había sentido que un extraño dolor le atravesaba el cráneo, como si estuviera hurgándole los pensamientos con los dedos. Fernando se juró no hacer nada que desagradara a esa gente. Pensó en llamarlos desde una cabina. Le habían dado un número donde se les podía localizar a cualquier hora. Pero Fernando prefería telefonearlos de día. En realidad, le aterrorizaba llamarlos en plena noche. Por eso conducía tan deprisa sin preocuparse de los ejes, que crujían en los baches y las rodadas. Si seguía así, perdería un tapacubos o rompería la dirección. Pero le daba igual; pensaba en sus diez mil dólares.
Unas horas más tarde, cuando la furgoneta tomó la carretera asfaltada que llevaba a San Esteban, Walls comprobó que no solo había recuperado su poder, sino que este se había transformado. Fernando vio una gasolinera con unos carteles polvorientos que movía el viento del desierto y Walls leyó en sus pensamientos que era allí desde donde el peón planeaba telefonear a los hombres de negro. Estaban a doce kilómetros de San Esteban, así que ellos tendrían el tiempo suficiente para ponerse en marcha y encargarse del arqueólogo cuando este bajara del coche. El peón le explicó que tenía que parar para poner gasolina. Walls echó un vistazo al indicador del nivel. El depósito estaba casi vacío, pero quedaba suficiente carburante para llegar a San Esteban. Así se lo dijo a Fernando, acompañando la frase con un ligero impulso mental. La mirada del peón se enturbió. Se quedó un momento pensativo y luego dijo que de todas formas tenía que parar para llamar por teléfono. Walls le preguntó a quién. Una gota de sangre brotó de la nariz de Fernando. El peón respondió que tenía que llamar a unos hombres de negro que buscaban a un gringo llamado Walls. El arqueólogo le contestó que no se había cruzado con nadie que respondiera a esa descripción. Fernando meneó la cabeza y dijo:
—Yo tampoco.
Así que continuaron hasta la granja de Almeiro, al que Walls también sugestionó para que lo llevase a Chihuahua. Mientras el camión cargado de gallinas se alejaba, contempló el reflejo de Fernando en el retrovisor. El peón estaba sentado en la acera y miraba el vacío.
A media tarde, Almeiro dejó a Walls ante el aeropuerto internacional de Chihuahua. Antes de bajar, el arqueólogo le envió un impulso de olvido. Estaba tan cansado que su mensaje fue demasiado potente; leyó en los pensamientos de Almeiro que este ni siquiera sabía ya adónde tenía que ir ni cómo se llamaba. Walls le dijo entonces que debía alertar a la policía sobre las gallinas contaminadas. Almeiro esbozó una extraña sonrisa y meneó la cabeza. Luego se dio una palmada en la frente y exclamó:
—¡Sí, claro, eso es!
Walls miró cómo se alejaba; después cruzó las puertas de cristal del aeropuerto y se dirigió hacia el mostrador de AeroLitoral. La encargada se llamaba Consuela. Tenía una bonita cabellera castaña. Le pidió un billete en el primer vuelo con destino a Estados Unidos y ella le contestó que el siguiente era uno que iba directo a Jackson y que quedaba una plaza. Sugestionándola justo lo necesario para no hacerla sangrar, Walls puso sobre el mostrador un billete de cinco dólares completamente arrugado. Con una sonrisa que expresaba cierto embarazo, Consuela le dijo que no tenía cambio. Walls le devolvió la sonrisa y contestó que no tenía importancia.
Marie recorre lentamente el camino que conduce a casa de la vieja Akima. Las hojas de tabaco lamen la carrocería. En algunos lugares, los campos arrasados por el ciclón casi se han cerrado, hasta tal punto que da la sensación que ningún vehículo ha pasado por allí desde hace años. La vieja casa colonial está en una de esas plantaciones que habían sido prósperas hasta la guerra de Secesión. Una granja de esclavos, por lo que Marie deduce viendo las hileras de barracas pegadas a la orilla del Mississippi.
La camioneta casi ha llegado a la entrada de la propiedad. Un cartel descolorido anuncia: OL'MAN RIVER. Más allá, el camino se convierte en un túnel de glicinas tan denso que absorbe la luz del sol. Marie se adentra en él bajando instintivamente la cabeza. Oye cómo los bejucos arañan el techo. Un mareante olor a flores dulzonas se mezcla con el aire frío del climatizador. Bosteza. Le pesan muchísimo los párpados. El sol empieza a filtrarse a través de las ramas. Un charco de luz inunda la polvorienta luna delantera de la camioneta mientras esta sale por fin al aire libre. Al otro lado, los colores parecen más puros, más antiguos. La vieja casa está mucho menos desvencijada de lo que Marie había imaginado. Y, sobre todo, allí nada parece haber sido arrasado por el ciclón. Ningún árbol caído, ninguna rama arrancada.
Marie sacude la cabeza para espabilarse. Conducir la ha agotado. Detiene el coche al pie de la escalera de entrada y abre la puerta. Aromas a tabaco y a flor de algodón flotan en el aire. Observa la fachada: cuatro plantas de estilo colonial con balcones de madera y ventanas de doble hoja.
Marie acaba de llegar a una enorme terraza que da la vuelta a la casa. La puerta de entrada, muy antigua y protegida por una ancha cortina de cuentas, está abierta. Marie avanza por el interior en tinieblas. El suelo cruje bajo sus pies. Algunas tablas se han dilatado a causa del efecto del calor y la humedad, que prácticamente han arrancado las cabezas de los clavos que las sujetan a la estructura. Marie se para al oír un chirrido. Parece el ruido de una mecedora. Llega al otro extremo de la casa y descubre un salón exterior abarrotado de plantas gigantescas. Con una mano sobre la culata de su automática, avanza a través del bosque de tiestos. Ramas algodonosas le agarran los hombros. Por el otro lado, la terraza en semicírculo da al Mississippi, cuyas aguas brillan a unos cincuenta metros de la casa. Una jarra de limonada descansa sobre una mesa, al lado de un azucarero y de un plato de galletas.
—Bienvenida a Ol'Man River, Marie.
Marie se vuelve. Una negra muy anciana con el pelo blanco la mira fumando un puro y balanceándose en su mecedora. Lleva un vestido de flores de color malva y unas sandalias de esparto. Sus ojos, muy abiertos, miran al vacío. Ojos de ciego. Sin embargo, sigue todos los movimientos de Marie como si supiera exactamente dónde se encuentra.