Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
—Acércate, Marie. ¿Quieres una galleta o una limonada? La he hecho con limones del jardín. Verás cómo te gusta.
—¿Es usted Akima?
La sonrisa de la anciana parece congelarse. Se diría que está concentrándose.
—Ese es mi nombre. Lo pronuncias sin acento. Es raro en alguien que no es de aquí. Pero ven a sentarte a mi lado. Mis ojos están muertos desde hace tiempo, así que tendré que tocarte la cara como hacen los ciegos.
—Hummm… Con todos los respetos, señora, usted está ciega.
La anciana sonríe maliciosamente. Hay algo en ella profundamente bueno. Y también terriblemente peligroso. Sus viejas manos se apartan de sus rodillas y avanzan hacia el rostro de Marie. Largos dedos deformados a fuerza de remover la tierra e hilar el algodón.
—¿Es imprescindible que haga eso?
—¿Te da miedo? Sería una mala señal. Querría decir que tienes algo que ocultar. No hay que ocultarle nada a la vieja Akima. Nada, ¿me oyes?
Marie se crispa mientras los dedos rasposos recorren su cara. Parecen largas patas de araña corriendo sobre su piel. Akima empieza por los pómulos, las mejillas y la curva de la barbilla. Después, sin dejar de sonreír, pasa a los detalles, las cejas, los párpados, las ojeras, la nariz. Marie nota el sabor terroso de sus dedos en los labios.
—Eres muy guapa, Marie. Y estás muy triste. ¿Por qué está tan triste siendo tan guapa?
Marie siente que las lágrimas le queman los ojos. Bajo los dedos de Akima, que exploran su rostro, se siente de nuevo como una niña pequeña. Su mente se llena de olores antiguos. Olor a piruleta de menta, a mercurocromo, a hojas secas y a patio de colegio. Cierra los ojos. Ruidos de cuerda de saltar, chirridos de columpio, el viento en las ramas. El tiempo pasa. Los pasillos blancos de un hospital. Un sabor a tableta de chocolate y a vómito. La respiración de la anciana se acelera. Retira bruscamente las manos, como si acabara de quemarse. Marie abre los ojos y encuentra su mirada muerta. Akima ya no sonríe.
—Deje que lo adivine —dice Marie—. Acaba de ver el reflejo de una adolescente desnuda en un espejo. Está flaca, descarnada, es más mala que la peste y le ha dicho que se vaya a paseo o algo parecido. ¿Me equivoco?
—He visto mucho sufrimiento en ese espejo. Y también cólera.
—¿Qué es esto? ¿Una consulta de cincuenta dólares de Akima la vidente? ¿De verdad cree que he conducido todos esos kilómetros desde Boston para tomar un zumo de limón y para que me eche las cartas la abuela ciega de Michael Jackson?
—Cállate, Gardener. Estoy hablando con Parks.
La voz de Akima ha restallado como un látigo. Marie se obliga a respirar lentamente. Acaba de ver que una oleada de tristeza cruza el semblante de la vieja negra. Se arrepiente de su comportamiento.
—Siento mucho lo de Michael Jackson, señora. No sé qué me ha pasado.
Akima no contesta. Reflexiona. Tras dar un sorbo de limonada, posa de nuevo su mirada muerta sobre Marie.
—¿Por qué has venido hasta aquí?
—No he sido yo, ha sido mi coche.
—No es esa la respuesta que esperaba.
—Ah, ¿es una prueba?
—Sí, Marie. Si la superas, podrás proseguir tu camino.
—¿Y si no?
—Entonces me veré obligada a matarte.
La anciana dama habla en serio. Tiene poder para hacerlo. Únicamente con la fuerza de su pensamiento puede detener el corazón de Marie o hacerle estallar el cerebro.
—He venido porque no dejo de soñar con una chiquilla. Una afroamericana como usted. Es muy joven y muy guapa. Lleva un vestido blanco. Sufre. Tiene miedo. Está en Nueva Orleans.
—Desgraciadamente, no queda mucho de Nueva Orleans.
—Se ha refugiado en el Superdome con la mayoría de los habitantes de los barrios pobres.
—¿Qué más?
—En mis visiones, está sentada en las gradas y mira cómo cae la lluvia sobre el césped. Unas personas la buscan entre la multitud. Unos vagabundos. Tres hombres con abrigo blanco la protegen. Me necesita.
—Se llama Holly Amber Habscomb. Lo que le pasa no estaba previsto. Ella es muy importante para nosotros.
—¿Quiénes son ustedes?
La anciana dama no responde. Reflexiona.
—Me has dado algunas buenas respuestas, Marie. Pero eso no es suficiente. Para que te deje seguir, tendrás que decirme quién soy.
—Es usted un pedazo de…
—Se lo pregunto a Parks.
—Usted es Akima. Una anciana dama ciega que bebe limonada. Vive en una gran chabola encantada que debe de costarle una fortuna mantener. Fuma puros que apestan, pero a mí me gusta ese olor.
—De acuerdo. Ahora dejemos de jugar. Necesito que me digas quién soy realmente.
—¿Es usted una Reverenda?
—¿Sabes lo que eso significa?
—Soñé con una de ustedes, Hezel, una superviviente del Cementerio. Soñé que era ella, hace dos siglos, en la colonia de Old Haven. Creo que era una. Una Reverenda, quiero decir.
—Sigues sin responder a mi pregunta.
Marie se estremece. La brisa templada que envolvía su rostro es cada vez más fresca. Se diría que algo está transformando lentamente la cara de Akima. La anciana alarga los brazos y coge las manos de Parks entre las suyas. Sus dedos son mucho más firmes que hace un momento. Mucho más fuertes también.
El avión acaba de aterrizar en la pista de Jackson. Walls avanza entre los pasajeros. Escucha sus pensamientos. Tienen prisa, están cansados, irritados. Una mujer con un traje de chaqueta está impaciente por reunirse con los suyos. A su lado, un hombre con un abrigo gris lleva un maletín. Está triste. Su hija Rebecca lo detesta por lo que le hizo cuando era pequeña. Walls se estremece, asqueado. Tropieza con una chica muy rubia y muy atractiva. Se disculpa. Ella se vuelve y le sonríe. Concentrándose en ella, Walls mira cómo se aleja. Se avergüenza un poco por esa intrusión mental, pero se muere de ganas de conocer los pensamientos de una chica tan guapa. Hace una mueca. Unos chisporroteos escapan del cerebro de la joven. Su memoria está muy deteriorada. Ya empieza a olvidar algunas palabras. Hace varias semanas que tiene dolores de cabeza, que siente vértigos y náuseas. Al principio pensó que estaba embarazada o incubando una gripe, pero es por culpa de ese montón de células malignas que crece junto a su hipotálamo. El tumor es del tamaño de un hueso de cereza. Y aumenta. La chica no tardará en quedarse ciega. Sucederá de golpe, como cuando saltan los plomos una noche de tormenta; luego perderá el habla y la movilidad de las piernas. Walls se abre paso a codazos entre la multitud. Intenta alcanzarla.
—¿Qué haces, Gordon?
Walls se sobresalta al oír la voz de su abuelo en su mente.
—¿Cómo que qué hago? ¡Tiene cáncer, por el amor de Dios!
—Chis… Gordon, no hace falta que hables tan fuerte para que te oiga. Ni siquiera hace falta que hables.
Walls ve que la chica se aleja. Aprieta el paso.
—Morirá, Gordon. En realidad, ella no lo sabe, pero ya está casi muerta.
—Razón de más para decírselo.
—¿Quieres saber qué pasará si haces eso?
—No.
—Para empezar, te tomará por un loco. Y después de pasarse toda la noche en vela, irá al médico, que le mandará hacerse un escáner y verá el tumor.
—¿Y qué?
—El tratamiento no funcionará, pero aun así tardará seis meses en morir. Estará ciega, sorda, muda y medio loca, pero viva. Mientras que si no le dices nada, el tumor continuará creciendo durante dos meses, en el transcurso de los cuales conocerá a un chico llamado Brett. Hará el amor con él, lo esperará todos los días en la misma parada de autobús temblando por temor a que no acuda y sentirá que su corazón explota de alegría cuando lo vea llegar y se eche en sus brazos.
—¿Y el cáncer?
—Dentro de dos meses, efectivamente, se despertará ciega. El día anterior habrá hecho por última vez el amor con Brett. Habrá ido por última vez a un restaurante y habrá visto su última película. La llevarán a urgencias, donde le harán un escáner. En vista del tamaño del tumor, no intentarán someterla a ninguna terapia. La atiborrarán de morfina y la trasladarán a una unidad de cuidados paliativos, donde personas encantadoras se ocuparán de ella. Brett y los demás. Tendrá tiempo de aprender a percibir su presencia, a reconocerlos por el olor de una crema con perfume de manzanilla, de un aliento cargado de nicotina o por la caricia una mano en la frente. Quince días después, cerrará los ojos sin sufrir.
—¿También adivinas el futuro?
—Lo único que sé es que, si alcanzas a esa chica, no valdrás más que el tumor que va a matarla.
Walls entra en la sala de llegadas. Está a tan solo unos centímetros de la chica. Alarga el brazo para tocarle un hombro. Se llama Tracy. Aspira el olor de su piel y de sus pensamientos. Es feliz. Mientras anda, marca un número en su móvil y no ve a un chico que está leyendo los rótulos. Tropieza con él y se le cae el teléfono. Él se agacha al mismo tiempo que ella. Sus frentes se tocan ligeramente, sus manos se cierran sobre el móvil. Cruzan una sonrisa. Walls los mira. La voz de su abuelo vuelve a sonar en su mente:
—Gordon, deja que te presente a Brett.
—Creo que he comprendido, papy.
—No, maldito cabezota. No has entendido nada y ya no te queda tiempo para entender.
—Entonces…
—¿Te has divertido desde que te fuiste de la Mesa?
—Era necesario.
—No así. No borrando los recuerdos de la gente o influyendo en su destino. ¿Crees que tu poder es un juguete? ¿Crees que te obedece? Eres tú quien lo utiliza, por tanto eres tú quien depende de él. No olvides nunca eso. Un Guardián de los Ríos no hace ese tipo de cosas, a no ser que se vea absolutamente obligado a ello.
—Lo siento.
—¿Lo sientes? ¿Crees que estás en un concurso de la tele? Ahora tienes que darte prisa, Gordon. Los lobos se acercan, están aquí mismo.
—¿Dónde?
Walls se vuelve.
—¿Papy?
Walls está delante de la cinta transportadora sobre la que empiezan a aparecer las maletas. Gira lentamente sobre sí mismo para escuchar los pensamientos de la gente.
«Samantha, te echo de menos.»
«¡No voy a llegar a tiempo a la reunión!»
«Regalos para los gemelos. Que no se me olviden los regalos para Thad y Elie.»
«¡Madre mía, qué culo!»
«Es él. Estoy seguro de que es él.»
Walls se detiene. Acaba de oír a alguien que piensa más fuerte, más rápido, más nerviosamente que los demás. Abre los ojos. Frente a él, un hombre calvo lo observa por encima del periódico. El hombre se pregunta si lo han identificado. Sus ojos se vacían de toda expresión y se desvían lentamente. Un profesional. Walls lo vigila por el rabillo del ojo mientras coge su mochila. Con el móvil pegado a la oreja, el calvo se aleja.
—¿Papy? Papy, por el amor de Dios, ¿qué se supone que debo hacer?
—Piensa en Harold y Jake.
—¿En quién?
—Por cierto, Gordon…
—¿Qué?
—Antes de venir a buscarme, ¿puedes entrar en una tienda y comprarme un pack de Doctor Pepper? Hace años que no bebo y creo que sería capaz de matar por un trago.
—¿Doctor Pepper? ¿Te estás quedando conmigo? ¿Es posible que me maten y tú te dedicas a dictarme la lista de la compra?
—Te prohíbo que dejes que te maten, Gordie. Por lo menos antes de pasar por la tienda. En cuanto a lo demás, encontrarás la respuesta en su debido momento.
—¿En su debido momento? ¡Pero es ahora cuando necesito saberlo! ¡Papy! Papy, ¿me oyes?
Silencio. Walls cruza las puertas opacas. El vestíbulo principal está casi desierto. Un policía gordo que masca chicle mira cómo avanza.
—¿Adónde va, señor?
Walls señala la puerta automática de cristal que da al exterior.
—Está estropeada. Salga por la que está en el otro extremo del vestíbulo.
Walls se dispone a alejarse cuando ve que un viajero entra en el aeropuerto por la puerta que él quería utilizar. El policía lo mira.
—Creía que no funcionaba.
—Solo se abre cuando alguien entra del exterior.
Walls hace una mueca. Los pensamientos del policía apestan a carne y a sangre. No deja de pensar en cadáveres de animales y en mandíbulas cerrándose sobre cuellos. Pensamientos de lobo.
En el instante en el que las manos de la vieja Akima se cerraron sobre sus dedos, Marie tuvo la impresión de que su mente estallaba en mil pedazos. Jamás había sentido semejante fuerza ni semejante negrura. Flotó en las tinieblas durante unos minutos que le parecieron años. Luego, su conciencia se reconstruyó poco a poco y empezó a percibir movimientos. Movimientos y olores.
Marie abre de nuevo los ojos. La luz es tan blanca que difumina los contornos de la sabana. El viento caliente en los cabellos de Akima. Las espinas y las piedras de la maleza bajo la planta callosa de sus pies desnudos. Lleva una bolsa de piel llena de hierbas y de amuletos. Hace semanas que camina cuando se pone el sol y duerme en lo alto de los árboles para escapar de las fieras. Ha llegado por fin al otro mar.
El resplandor dorado del atardecer envuelve la sabana. Los animales salen de su sopor. Tienen hambre. Huele a sal. Toda esa sal en la piel de Akima… Acababa de bañarse en el océano cuando vio las huellas de pies en la arena. Ha regresado al refugio de la sabana. Está cansada, tiene frío. Acaba de descubrir un baobab que extiende sus ramas nudosas por encima de las hierbas altas. Nota la corteza bajo las palmas de las manos. Es un buen árbol, robusto y habitado por espíritus buenos. Akima se dispone a subirse a la primera rama cuando un silbido despierta inmediatamente su instinto. Algo gris y ligero roza sus hombros y la envuelve. Da un traspiés y las mallas de la red se estrechan en torno a ella. El pinchazo de un dardo en la hendidura de la nuca. Akima aprieta los dientes mientras siente cómo el veneno se extiende bajo su piel. Los párpados le pesan. Unas formas surgen de la espesura. Comprende por qué no los ha visto: son kimba, la etnia enemiga de los masai, seres tan primitivos que no provocan ninguna agitación en la superficie del poder. Aprieta instintivamente los muslos. Ha oído decir que los kimba violan y torturan a las princesas masai; se relevan hasta que la prisionera muere. Las tinieblas oscurecen su mente. Nota el aliento del que se inclina sobre ella. No puede moverse. Ve el sexo grande y sucio de su agresor a unos centímetros de sus ojos mientras este se agacha para liberarla de las mallas de la red. Sus párpados se cierran. Se desvanece.