Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Mató a su primer ser humano a la edad de trece años. Su amiga de infancia, casi su hermana. Se llamaba Kyssa. Una intocable, guapa y sucia como una joya enterrada. Estaba prometida a un adulto del pueblo, y Burgh, que siempre se había sentido fascinado por su belleza, sabía que Kyssa perdería esa luz en el instante en el que su marido la desflorase. A la hora del crepúsculo, la llevó a la maleza de la orilla del Ganges. Ella le dijo que no podrían seguir viéndose porque ya pertenecía al hombre con el que debía casarse. La niña se puso a llorar en silencio. Al principio, cuando Burgh le rodeó el cuello con las manos, Kyssa creyó que intentaba consolarla. Hambrienta y aterrada, apenas se debatió cuando el joven empezó a estrangularla. Todo ese terror y ese dolor en sus ojos… Él trató de sentirlos al mismo tiempo que el horror de su gesto, pero la mirada de Kyssa se volvió rápidamente vidriosa. Entonces arrojó su cuerpo a las aguas marrones del Ganges; luego, presa de algo que no entendía, se sentó en el terraplén con el entrecejo fruncido. Era una sensación extraña, lacerante y difusa como un principio de dolor. Frustración. Sí, era eso; desde que lo había mordido la primera serpiente, Burgh estaba convencido de que la inmortalidad que ansiaba exigía un profundo estudio de su contrario. Debía admitir que se había equivocado, pero que, en resumidas cuentas, llegar a esa conclusión justificaba ampliamente la muerte de esa pequeña idiota de Kyssa. Sus labios se curvaron solos cuando notó que sus primeras lágrimas le refrescaban las mejillas mientras el río se cerraba sobre el cadáver de su amiga. A falta de sentir compasión o vergüenza, sabía sonreír y llorar.
Unos años más tarde, tuvo una segunda experiencia mística que revolucionó su vida. Acababa de obtener su segundo doctorado y estaba pasando una semana de vacaciones en el gran desierto de Atacama. Cuatrocientos mil kilómetros cuadrados de montañas y de tierras desoladas donde solo llovía una o dos veces por siglo. Burgh llevaba consigo el equipo mínimo para esa expedición, de la que esperaba no volver. Tras desembarcar en Arica, en el extremo norte de Chile, había ido hasta la meseta de Atacama, a tres mil quinientos metros de altitud. Una vez allí, caminó en línea recta, condenándose a una muerte segura a medida que se alejaba de las últimas charcas de agua. Durante cerca de una semana, Burgh vivió de sus escasas reservas. Luego, a medida que su organismo se vaciaba de su sustancia, empezó a avanzar solo unos metros al día y a pasar la mayor parte del tiempo acurrucado en medio de las rocas, esperando la noche. En ese estado de agotamiento y de exaltación extrema se produjo el encuentro. Un hombre apareció en aquellas tierras desoladas, un hombre bajo que caminaba hacia él, encorvado y decidido. Se inclinó sobre el viajero y pareció que le sonreía. Burgh recordaba el frío que se apoderó de su corazón cuando el Ser le puso una mano en la frente. Era la primera vez que sentía realmente algo. Y ese algo, ardiente y helado a la vez, lleno y vacío, bello y atroz, inundó su alma como un océano negro al tiempo que su mente se llenaba de potentes vibraciones, tormentas, terremotos e imágenes de cadáveres amontonados. Los gritos de miles de millones de organismos inmaduros expulsados por miles de millones de vientres. Miles de millones de cadáveres abonando la tierra devoradora.
Burgh sintió que recuperaba poco a poco las fuerzas mientras el Ser le imponía sus manos y le transfería una parte de su negrura y de su poder; entonces comprendió que no era solo la Muerte lo que estaba inclinado sobre él, no solo la nada o el vacío, no solo la destrucción, el caos o la extinción. No. La expresión carnal que había ido a visitarlo mientras se moría en las altas mesetas de Atacama era el equilibrio, la regulación suprema, la noche del universo, el Devorador de los mundos.
Al despertar, el Ser había desaparecido. Y mientras sus pulmones aspiraban el aire del amanecer, Burgh se sintió más ardiente que el sol y más vasto que lo que este iluminaba. En el espacio de una noche de agonía, se había convertido en una parcela de esa fuerza capaz de mandar al astro que se elevara en el cielo, una parte de la ley que le ordenaba iluminar el mundo. A medida que regresaba hacia la civilización, su mente se llenó con todos los pensamientos de esa humanidad hormigueante y mugrienta cuya luz iba a extinguir muy pronto, tan seguro como había extinguido la de Kyssa a orillas del Ganges.
Burgh Kassam bebe un trago de agua de la cantimplora y se pasa la mano por la frente desesperantemente seca. Se levanta y se pone en marcha siguiendo el perfil de la montaña por la sombra del cañón. Le queda una decena de kilómetros por recorrer antes de llegar a Puzzle Palace, la base secreta de la Fundación instalada en el subsuelo del desierto. Cuatro kilómetros hasta la valla electrificada que protege el primer perímetro de seguridad y cuatro más antes de la línea de búnkeres donde están los francotiradores.
Por último, la entrada al complejo propiamente dicho: un túnel excavado en un acantilado, que conduce a una gigantesca puerta hermética de varios cientos de toneladas. Eso era Puzzle Palace: una antigua base de misiles de las Fuerzas Aéreas, que desplegaba sus silos y sus salas-búnker en ocho niveles repartidos bajo la superficie. Unas instalaciones a prueba de un ataque nuclear que la poderosísima administración estadounidense había transformado en un laboratorio ultramoderno. Ahí era donde el ejército estudiaba en el más estricto secreto el arsenal de los próximos siglos: los cañones láser de largo alcance, los desencadenadores de seísmos y de tsunamis, las armas sonoras, los virus sintéticos y otras bombas químicas. Pero Puzzle Palace no era solo eso, y, aunque la presencia de aquellos imbéciles del ejército tenía el don de exasperar a Kassam, presentaba la ventaja de impedir que los curiosos metieran las narices en sus asuntos. Por ello, Burgh había comprendido la conveniencia de entregar a esos señores algunos juguetes de destrucción quirúrgica o masiva, para que se divirtieran probándolos en los escenarios de operaciones de Oriente Próximo y Medio. Sobre todo teniendo en cuenta que el ejército solo estaba allí para garantizar la seguridad del complejo y que los cuatro últimos niveles pertenecían exclusivamente a la Fundación. Era esta la que facilitaba las sumas exorbitantes que Burgh devoraba anualmente. No solo para el sueldo de los ingenieros y el material de alta tecnología, sino también para la energía. Cantidades desorbitadas de electricidad que habían exigido que se construyera una central en medio del desierto. La Fundación había pagado sin pestañear. A cambio, se reservaba el ochenta por ciento de todos los beneficios que los descubrimientos de Burgh produjeran durante los cuatrocientos próximos años. Burgh había aceptado sin rechistar, puesto que, si sus cálculos resultaban exactos, la humanidad no sobreviviría tanto tiempo. Pero eso, hasta la Fundación lo ignoraba.
Burgh recuerda el día que los agentes de la Fundación fueron a reclutarlo. Estaba tomando un café en la terraza de un Starbucks de Los Angeles, cuando una limusina se detuvo a su altura. El chófer bajó para abrirle la puerta a un hombre con traje y gafas negras que se dirigió hacia su mesa. El tipo se llamaba Ash. Eso era al menos lo que le dijo mientras tendía a Burgh una mano helada.
—¿Ash qué más?
—Ash sin más.
Cuando el desconocido se sentó frente a él, Burgh intentó ver sus ojos a través de los cristales de espejo.
—¿Qué quiere, señor Sin Más?
—Represento los intereses de un grupo muy poderoso cuyas ramificaciones están por encima de las fronteras y las leyes.
—¿Una agencia gubernamental?
—No. Privada.
—¿Cuál?
—La Fundación. Una especie de club de inversores. Multimillonarios y empresarios que dirigen los mayores consorcios farmacéuticos y médicos del planeta. Políticos también. Todo lo que necesita saber por el momento es que manejamos muchísimo dinero y que una parte de ese dinero podría acabar fácilmente en su bolsillo.
—¿El precio de mi alma?
Los labios de Ash se tensaron en una especie de sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blanquísimos.
—¿Cuánto?
—Yale me ofrece ciento cincuenta mil dólares al año por un puesto de investigador. Stanford llega a ciento setenta mil, más un seguro y un coche.
—¿Qué coche?
Burgh señaló la revista que estaba hojeando antes de la llegada de Ash.
—Estoy dudando entre un Cadillac y un Chrysler cupé.
—Muy de clase media, señor Kassam. ¿Qué más?
—El Instituto Tecnológico de California me ha hecho una oferta esta mañana. Doscientos mil dólares más beneficios.
—Eso es lo que nosotros íbamos a ofrecerle.
—¿Qué?
—Doscientos mil dólares.
—Habrá que mejorarlo un poco.
—Al mes.
—¿Perdón?
—Más un apartamento en la ciudad que quiera, un coche del color y el modelo que quiera, y un chalet a orillas del mar que quiera.
—¿A quién tendré que matar por ese precio?
—A mucha gente. ¿Será un problema?
—No.
Ash se levantó y dejó un abultado sobre encima de la mesa. Grapada a él, había una tarjeta de visita de la Fundación con un logo que representaba a un anciano sosteniendo un reloj de arena. Antes de alejarse, añadió:
—Piense con calma en nuestra oferta. No expira hasta las doce de esta noche. Todo lo que necesita saber está dentro de ese sobre. He adjuntado una propuesta de contrato. Todo es negociable, por supuesto. No tiene más que marcar el número que figura en la tarjeta, a cualquier hora. Un chófer irá a buscarlo para llevarlo a nuestros locales. Que tenga un buen día, señor Kassam.
Burgh miró a Ash mientras este tomaba asiento en la parte trasera de la limusina, que inmediatamente desapareció entre el tráfico de Sunset Boulevard. Pasó el resto del día haciendo como que pensaba. Justo antes de las doce de la noche, marcó el número de la Fundación.
Burgh Kassam oye crujir la arena bajo sus pies. Excepto ese ligero ruido y el silbido del viento en las anfractuosidades del acantilado, un silencio mortal reina en el desierto. Se detiene delante de la valla electrificada que protege el complejo de Puzzle Palace. Un poste cada veinte metros, entre tierra calcinada y animales muertos. Esqueletos de roedores, caparazones de escorpiones, grandes tarántulas resecas y cadáveres de coyotes carbonizados por los haces de muy alta tensión unidos a los detectores de movimiento colocados en los postes y cuya sensibilidad los ingenieros de la Fundación habían ajustado para que solo permitieran pasar las hormigas y el viento.
Burgh activa el neutralizador que lleva en la cintura. Los detectores que protegen el espacio que se dispone a atravesar parpadean y se apagan. Cierra los ojos y avanza. Un simple mal contacto bastaría para que el aire empezara a crepitar mientras los rayos mortales salían de las bocas de hormigón. A Burgh le encanta esa sensación de jugar con la muerte. De nuevo la arena bajo sus pies. El aire empieza a vibrar otra vez al tiempo que los detectores se encienden automáticamente a su espalda.
A lo lejos, distingue la línea ocre del acantilado que alberga la base. Burgh se obliga a beber un trago de la cantimplora. Recuerda que, la noche que llamó a Ash, la limusina de la Fundación tardó menos de tres minutos en ir a buscarlo. Mientras se arrellanaba en el mullido asiento, el chófer le señaló el minibar, así como una funda que contenía un traje gris y unos mocasines negros. Tras mirar sus vaqueros descoloridos y sus zapatillas de deporte gastadas, Burgh se cambió de ropa protegido por el cristal tintado. Después se sirvió un whisky y lo degustó mientras miraba cómo se alejaban las luces de Los Angeles. Unos minutos más tarde, se durmió.
Cuando despertó, la limusina circulaba a toda velocidad por una carretera bordeada de pinos. Parecía que el bosque sangraba a la luz del crepúsculo. Burgh iba a abrir la boca cuando vio un cartel que anunciaba: CRATER LAKE/GREAT SANDY DESERT: 50 MILLAS. Preguntó adónde iban. El chófer respondió:
—A Black Rock, en Oregón.
—¿Es la sede de la Fundación?
—Una de las sedes.
La limusina continuó circulando durante más de tres horas a través de los pinos. Justo antes de Harrisburg se adentró por un camino privado que terminaba unos kilómetros más adelante, ante un muro cuyo color se confundía con el bosque. El chófer apenas aminoró la marcha al cruzar el portón blindado, que se abrió automáticamente al acercarse el vehículo. Al otro lado, el paisaje era distinto. Inmensas extensiones de césped, macizos de flores, guardas armados conduciendo coches eléctricos y paseos de grava blanca que serpenteaban hasta una gran mansión con columnas rodeada por una cortina de cedros. Burgh vio también grandes parábolas ocultas por redes militares. El chófer se anticipó a su pregunta.
—Un dispositivo de interferencia antisatélite. Así, cuando los juguetes de la Nasa pasan por encima de la Fundación, solo ven una gran mancha verde.
—¿La Fundación es una rama del gobierno estadounidense?
—Más bien al revés.
La limusina se detuvo delante de la escalinata de entrada. Aparte de las numerosas dependencias, el edificio principal se extendía sobre mil metros cuadrados y cuatro plantas. Burgh atravesó un laberinto de estancias artesonadas y de salones lujosos dejándose guiar por dos guardas armados. Al final de un interminable pasillo, entró en un amplio despacho con mobiliario de estilo nordista y las paredes forradas de libros. Un ventanal daba a los jardines que decoraban el otro lado del edificio. En el centro de la habitación, el estado mayor de la Fundación estaba sentado alrededor de una mesa de caoba. Burgh tomó asiento y saludó con un movimiento de la cabeza a Ash. Howard Cabbott, un anciano vestido ostentosamente que ocupaba el sitio de honor, tomó la palabra.
—Señor Kassam, ¿ha oído hablar del proyecto Manhattan?
—¿Las primeras pruebas nucleares norteamericanas? Sí, como todo el mundo.
—La primera bomba de la historia explotó el 16 de julio de 1945 en el desierto de Nuevo México. ¿Sabe qué dijo el profesor Oppenheimer, director del proyecto, cuando los últimos restos cayeron?
—«Ahora soy Shiva, el destructor de los mundos.»
—A lo que su ayudante, el profesor Brainbridge, replicó: «A partir de ahora todos somos unos hijos de puta».
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Cuando la nube radiactiva se disipó y el suelo empezó a enfriarse, los científicos observaron que se había abierto una brecha en el vientre de la tierra. Un abismo que descendía hacia las capas hiperprofundas. Allí, descubrieron una especie de gruta santuario que albergaba una momia muy antigua. Los científicos del proyecto Manhattan la trasladaron a su laboratorio de Los Alamos para estudiarla. A primera vista, la momia databa de la prehistoria, pero, como las técnicas de datación mediante carbono 14 todavía no estaban completamente a punto, no se pudo afinar esa estimación. Se decidió guardar la momia en la cámara de seguridad de un museo, donde la pusieron en una celda de cristal con atmósfera presurizada. Veinte años más tarde, nuestros expertos procedieron a realizar una nueva serie de análisis. Esa misma noche, salió del museo a bordo de un furgón blindado.