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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (46 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—En vista de los síntomas de envejecimiento acelerado que presentan las víctimas, podemos incluso pensar que lo ha utilizado para programar su virus.

El presidente hace una seña indicando que apaguen las pantallas.

—Señores, olvidemos el MIT. Voy a hacer que trasladen inmediatamente a los mejores científicos, así como el virus, a la base de Puzzle Palace. Pregunta: ¿Cuánto tiempo necesitan para descifrar esos códigos?

—Cuatro días como mínimo.

El presidente mira al tipo de bata blanca que acaba de aventurar esa respuesta. Se vuelve hacia Ackermann.

—¿Ha habido otros casos de contaminación en nuestro país?

—Seis en total, señor.

—¿Qué zonas son las afectadas?

—Las Vegas, Nueva York y Chicago. Se está analizando un último caso en Seattle. Tendremos la respuesta en los próximos minutos.

El presidente coge la pila de faxes en los que ha hecho anotaciones y se dirige a los especialistas.

—Estos mensajes proceden de una treintena de nuestras embajadas en el mundo. La contaminación ha empezado ya en Asia y en Europa. Hasta ahora, hemos contabilizado cuarenta casos de muerte por envejecimiento acelerado, la mayoría de los cuales se han producido en aeropuertos, edificios de oficinas o en plena calle. No lograremos contener durante mucho tiempo las reacciones de pánico. Repito la pregunta: ¿Cuánto tiempo necesitan?

Los científicos hablan unos segundos entre ellos en voz baja. Luego, el mismo de antes se vuelve hacia el presidente.

—Si nos limitamos a buscar el código genético del virus en el ADN de la momia, en la medida en que la secuencia ya está iniciada, yo diría que seis horas como máximo. A lo que habrá que añadir el examen de la sangre de las víctimas, para descubrir cómo ataca el virus al organismo.

—¿Cuánto?

—Cuarenta y ocho horas. Sería imposible hacerlo en menos tiempo.

—Les doy cuarenta.

108

Los peces gordos del gobierno han salido de la sala de conferencias para constituirse en gabinete de crisis. Crossman se dispone a reunirse con ellos cuando su móvil empieza a vibrar. El número de Stanley Emmerson, el director adjunto del FBI, aparece en la pantalla.

—Hola, Stan. ¿Qué pasa?

—Te llamo desde Quantico. Tenemos otro lote de cadáveres carbonizados. El mismo escenario que en el aeropuerto de Jack-son. Ha sido en Gerald, en Mississippi. Uno de nuestros equipos está allí. No cuelgues, te envío las primeras fotos.

Una señal sonora. Crossman pasa las fotos una tras otra: el jardín de una gran mansión, una escalera de entrada, un círculo de hierba chamuscada, unas motos incendiadas, nueve cadáveres tendidos en el suelo. El jefe del FBI aprieta las mandíbulas.

—¿Eso es todo?

—No. Esa choza es una residencia de ancianos especializada. Además de los viejecitos que parecen haber perdido la chaveta, nuestro equipo ha encontrado seis muertos en el interior: tres residentes y tres empleados. Uno de los ancianos estaba en la lista del programa de protección de testigos. Te envío un fragmento del vídeo de la cámara de vigilancia. Lo que vas a ver se grabó en una sala comunitaria una hora antes de la llegada de nuestros hombres.

Otra señal sonora. El vídeo empieza mostrando a Parks hablando con un anciano que lleva una bata naranja. Movimiento en la sala. Marie se levanta y desenfunda su arma. Un primer disparo. Un segundo disparo. Una anciana cae de rodillas. Crossman congela la imagen. Parks lleva a una niña en brazos y apunta con el arma a un enfermero. El hombre no va armado y su actitud no es amenazadora. Ella, sin pronunciar palabra alguna de advertencia, dispara otros dos tiros seguidos. El enfermero se desploma. Crossman se acerca con el zoom al rostro de la niña a la que Marie estrecha contra sí. Reanuda la comunicación.

—¿Qué más?

—En otra cinta de vídeo, justo antes de la matanza, Parks muestra un documento a nuestro testigo: una lista oficial con el membrete de la casa. ¿Tienes algo que decirme al respecto?

—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?

—Stuart, no solo soy tu adjunto, también soy tu amigo. Sé que fuiste a Nueva Orleans después de Jackson. También sé que hablaste con Parks y que le entregaste un documento. Así que te haré otra vez la pregunta: ¿Qué lista es esa?

—La de los científicos de la Fundación a los que protegemos desde los años ochenta. Está directamente relacionada con la investigación que realiza Parks.

—De acuerdo. ¿Cómo explicas lo que ha pasado?

—No lo explico.

—¿Quieres que hagamos correr la descripción de Marie?

—No, trabajaremos internamente. Quiero que nuestros equipos la localicen lo más rápido posible. Cuando lo hayan hecho, quedaos quietos y llamadme. También necesito saber quién es la niña a la que lleva en brazos en el vídeo. Quiero descubrir qué relación hay entre esa niña y los cadáveres carbonizados.

—¿Quieres decir entre ella y la contaminación?

—En cualquier caso, está conectado. Nos queda muy poco tiempo. El país entrará muy pronto en alerta general y corremos el riesgo de perder su rastro.

—Y en lo que respecta a los otros científicos de la Fundación, ¿qué hacemos? ¿Los trasladamos?

—Ni se te ocurra. Hay que estrechar la vigilancia y esperar a que Parks se manifieste.

—De acuerdo.

—Oye, Stan…

—¿Sí…?

—Diles que vayan con cuidado.

—No te preocupes. Marie es uno de nuestros mejores agentes y los hombres la adoran. Así que me daría cien patadas que la acosaran como a un animal rabioso.

—No me refería solo a eso.

—Te escucho.

—La última misión de Parks fue particularmente dura y creo que se ha vuelta peligrosa.

—¿Hasta el extremo de disparar contra compañeros?

—No lo sé. Lo que me preocupa es la niña. Tengo la impresión de que Marie está reproduciendo su historia personal y que intentará protegerla hasta las últimas consecuencias.

—De acuerdo. Alertaré a los equipos que están movilizados. Todavía no sé qué les diré, pero algo se me ocurrirá.

—Estoy seguro.

—¿Stuart…?

—¿Sí?

—Lo siento.

—Yo también, Stan.

Crossman corta la comunicación y mira una vez más el rostro de Marie en el momento de disparar contra el enfermero. Examina la llama de júbilo cargado de odio que danza en sus ojos. Conoce ese brillo. Antes de entrar en la sala donde se reúne el gabinete de crisis, marca el número de Parks. Un timbrazo, dos. Una voz.

—¿Sí…?

—Marie, soy Crossman. ¿Estás bien?

—Sí.

—Nuestros equipos están en Gerald. Están recogiendo los restos de anciano que has incrustado en el papel pintado.

—¿Ah, sí?

—Esto no puede seguir así, tienes que entregarte. Es preciso que hablemos de ello. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, sí.

109

Marie fija la mirada en la carretera que se recorta en el haz de luz de los faros. Apenas oye la voz de Crossman en el auricular.

—Marie, sé que no estás bien y que me odias a muerte. Incluso creo que tienes excelentes razones para detestarme. Pero querría que comprendieras que necesitas ayuda y que tienes que parar antes de que sea demasiado tarde. Si no, se verán obligados a matarte, Marie. En un momento u otro intentarán detenerte, y como tú no les dejarás que lo hagan, se verán obligados a matarte. ¿Es eso lo que quieres?

—Sí.

—Oye, cielo…

La respiración de Marie se interrumpe. Se muerde la mano para ahogar los sollozos que suben por su garganta.

—¡No me llames cielo, cerdo! Te prohíbo terminantemente que me llames cielo, ¿está claro?

—Marie…

Marie baja la ventanilla. El viento agita sus cabellos mientras ella tira el móvil al exterior. Un chasquido a lo lejos. Aplasta las lágrimas con el dorso de la mano y echa un vistazo por el retrovisor. Estrechando a Holly entre sus brazos, Gordon duerme en el asiento trasero. Las lágrimas de Marie son incontenibles. Las deja correr para aflojar la presión. Acaba de recordar otra escena de su infancia. Justo después de la muerte de los Parks, Crossman la esperaba ante la entrada de Milwaukee Drive. Ella había bajado del coche del sheriff y se había arrojado a sus brazos. Olía maravillosamente bien a vetiver y a tabaco. Marie había llorado largamente mientras Crossman la mecía con torpeza repitiendo:

—Vamos, vamos, cielo, saldremos adelante. Te prometo que saldremos adelante.

Crossman la quería. Siempre la había querido. Y ahora que intentaba por fin decírselo, era demasiado tarde.

Marie se esfuerza en concentrarse en la carretera. Hace cuatro horas que conduce por los caminos de grava que bordean el Mississippi. La suspensión chirría en los baches. Ahora es la afortunada propietaria de un viejo Buick Skylark cuyo parachoques solo se sostiene gracias a unos tensores enrollados alrededor de la rejilla del radiador.

Después de la matanza en la residencia de ancianos, se marcharon de Gerald y pararon para empujar el viejo Impala a un lago con las orillas rebosantes de zarzas y arbustos. Con Holly todavía agarrada a él, Walls miró cómo el viejo coche se hundía entre un borboteo de agua y limo. Luego anduvieron sin cruzar palabra hasta un granero que parecía abandonado.

—Ahí.

—¿Ahí qué?

Marie levantó la mano para indicar a Walls las huellas de neumáticos que subían por el sendero y se interrumpían delante del granero. Hizo saltar el candado oxidado de un culatazo y empujó las hojas de madera, que se abrieron chirriando. En el interior olía a paja. Tirando de una lona, Marie dejó al descubierto un viejo Buick cuyo capó aún estaba tibio. Manipuló los circuitos de arranque y acto seguido, con Walls sosteniendo a Holly entre sus brazos en el asiento de atrás, hizo marcha atrás entre una nube de polvo y se alejaron en dirección oeste.

Marie tira el cigarrillo por la ventanilla y mira a hurtadillas el rostro de Holly por el retrovisor. Con el semblante cansado a la luz del aplique del techo, la niña ha abierto los ojos y contempla la noche con la mirada fija. Marie siente una punzada de tristeza en el corazón. Dos horas atrás, habían parado en un restaurante de carretera desierto donde pidieron unas hamburguesas y unos batidos que tomaron en silencio. Marie había estado mirando cómo Holly mordisqueaba una patata frita antes de sorber un poco de vainilla helada con la pajita. Luego, la chiquilla se acurrucó de nuevo contra el hombro de Walls, que le dirigió una sonrisa incómoda a Parks.

Marie alarga el brazo para apagar la luz del techo. Le gustaría que Holly volviera a dormirse y que Gordon se despertara.

—¿Estás bien, cielo? —susurra.

Holly no responde. Ha cerrado los ojos. Escucha lo que Gordon le murmura mentalmente. Él tampoco duerme. Sus corazones laten casi al mismo ritmo.

Empezó después de la parada en el restaurante, cuando caía la noche y Marie había retomado la dirección norte dando amplios rodeos. Gordon le había indicado un itinerario para acercarse a un Santuario situado a orillas del Padre de las Aguas. Después cerró los ojos acunando a Holly. La niña no estaba bien. No era solo porque estuviese triste o asustada. Pese al talismán de Neera, estaba cambiando, envejeciendo, descargándose como una batería. Lo que significaba que el poder estaba a punto de morir y que había que darse prisa antes de que la Reverenda que agonizaba en el Santuario de la Fuente se extinguiera también.

Walls se concentró y detectó los primeros tumores en el organismo de la niña. Todavía no eran más que nódulos, pero estaban creciendo. Además, el mayor problema era que Holly estaba renunciando. Durante los últimos días, desde que se había encontrado atrapada en el Dome mirando cómo subían las aguas y oyendo los gritos de las mujeres a las que la muchedumbre violaba en la oscuridad, se había esforzado en no pensar en lo que era antes, justo antes de dar el esquinazo a sus padres en el centro comercial de Nueva Orleans. Desearía haber muerto con ellos. Quería morir ahora. Desde la visita a Gerald, se crispaba y permanecía inmóvil unos instantes antes de relajarse de golpe y ponerse otra vez a llorar. Al notar que su ritmo cardíaco se aceleraba, Gordon se dio cuenta de que intentaba contener la respiración para morir. Al principio hinchaba los pulmones y se obligaba a aguantar hasta notar el sabor metálico de la sangre en la boca. Pero ahora, tras comprobar que eso no bastaba, expulsaba todo el aire de su interior y apretaba los puños para infundirse valor. Cuando Marie había tirado el móvil por la ventanilla, Walls había puesto los dedos sobre la mano de la niña y le había murmurado que parara. Ella no le había hecho caso. Tenía totalmente agarrotados los brazos. Ya se le empezaba a nublar la visión. Iba a conseguirlo. Entonces, Walls le envió un ligero impulso y acompasó los latidos de su corazón con los suyos. Desde ese momento, aminoraba lentamente el ritmo para devolverlo a la normalidad.

Marie acaba de apagar la luz del techo. Holly abre la boca para aspirar un poco de aire. Está furiosa.

—¡Déjame tranquilo, asqueroso mutante! —susurra al oído de Walls—. ¡No tienes derecho a impedírmelo!

—No puedo dejar que lo hagas, cielo.

—No me llames así. Cielo está reservado para Marie.

—Está bien, pero ¿puedo hacerte una pregunta?

—¿Podré no responder?

—Sí.

—Entonces, vale.

—¿Por qué quieres morir?

—No quiero morir, quiero hacer lo mismo que las hormigas. Lo que hacen cuando quedan atrapadas y saben que no van a salir de esa.

—¿Qué hacen en ese momento?

—Pueden detener los latidos de su corazón. Basta con que lo decidan y su corazón se para. Pero yo…

—Chis… Chis…, Holly, estoy aquí.

—Pero yo no lo consigo. Cada vez que contengo la respiración, el corazón se acelera dentro de mi pecho.

—Porque no eres una hormiga.

—Sí, ya lo sé. Soy un monstruo.

—No, cariño, no eres un monstruo.

—Sí, lo dijo Ash. Soy una niña mala que ni siquiera sabe ya cómo se llamaba su papá. A veces recuerdo que su nombre empezaba por L o por M, pero no consigo acordarme de nada más.

—No eres un monstruo ni una niña mala. Eres otra cosa, ¿me oyes?

La niña ha vuelto a contener la respiración. Gruesas lágrimas caen por sus mejillas. Walls se concentra para recuperar poco a poco su ritmo cardíaco y obligarla a respirar. La boca de Holly se abre de nuevo como la de un pez. Clava las uñas en el antebrazo de Walls, que se muerde los labios para no gritar.

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