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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (43 page)

—¿Inscripciones de este tipo?

Mosberg se pone las gafas y examina las fotos del expediente Crossman que Marie acaba de dejar sobre el tablero.

—¿Cómo las ha conseguido?

—¿Eran de este tipo o no?

—No era yo el encargado de estudiarlas, pero se parecen a aquellas.

—¿Qué pasó después?

—Dejé el ejército y el proyecto Manhattan. Después de Nagasaki, me negué a continuar por la vía que había abierto Oppenheimer. Ingresé en la NASA y participé en el programa Apolo. En esa época fue cuando los que habían descubierto la momia empezaron a morir en circunstancias extrañas. Más tarde, me enteré de que se trataba de la primera tanda de asesinatos ordenada por la Fundación.

—¿Por qué no formó parte de aquella hornada?

—Me necesitaban. Durante un desplazamiento a Sudamérica para asistir a un congreso, se pusieron en contacto conmigo en el bar del hotel de Buenos Aires en el que me alojaba. Habían descubierto algo en el ADN prehistórico. Me propusieron un trato bastante simple: o bien entraba a formar parte de los equipos de investigación o bien iba a hacer compañía a la momia en la cámara fría.

—¿En qué consistía su trabajo?

—La teoría de Melkior aplicada a cálculos de probabilidades sobre lecturas de secuencias genéticas. Es algo muy técnico. En cualquier caso, no me acerqué nunca a la momia y me las arreglé para no estar al corriente de ningún secreto peligroso.

—Entonces, ¿por qué intentan matarlo?

—En los años ochenta, uno de mis colegas consiguió escapar y se llevó con él unos expedientes.

—¿El profesor Angus?

—Era el responsable del departamento encargado de descifrar las inscripciones encontradas en la gruta. Yo estaba en Asia cuando se dio a la fuga. A mi regreso, recibí un paquete que contenía un centenar de páginas que ese cerdo me había enviado pidiéndome que las difundiera. No debería haber empezado a leerlas.

—¿Qué contenían?

—Muchos diagramas y fórmulas, así como ecuaciones químicas y montones de notas sobre las inscripciones encontradas en la gruta. No me entretuve en estudiarlas, pero estoy convencido de que Angus había dado con algo mientras las descifraba. Algo suficientemente aterrador para que decidiera firmar su sentencia de muerte intentado difundir la noticia.

—¿Qué más?

—Al final del expediente había unos informes ultrasecretos de la Fundación relativos a unos protocolos químicos experimentales que habían probado en organismos vivos. Si no recuerdo mal, habían abierto una clínica veterinaria en una pequeña ciudad de Arkansas donde habían inyectado sus porquerías a animales domésticos. Los primeros incidentes no tardaron en producirse.

—¿Qué tipo de incidentes?

—Niños devorados vivos por perros y ancianitas destrozadas por gatos. Aquello saltó a las primeras páginas de la prensa local, pero la cosa acabó calmándose cuando los animales contaminados murieron tras haber desarrollado unos tumores fulminantes.

—¿Qué más?

El anciano se tapa la cara con las manos.

—No me acuerdo.

—Haga un esfuerzo, Mosberg. Había otro informe, ¿verdad?

—Sí. Un experimento con humanos.

—Dios mío…

—La Fundación había escogido un pueblo esquimal del norte de Alaska. Creo que se llamaba Unetak. Querían probar un nuevo protocolo obtenido a partir del ADN de la momia: el E-17, una variante de acelerador cerebral. Unos médicos lo inyectaron a unos cuantos individuos como conejillos de Indias mezclado con la vacuna contra la gripe. Cuatro días después, a los esquimales de Unetak empezaron a saltarles los plomos. Primero afectó a los niños, a los que en ese tipo de tribu a veces las madres amamantaban hasta la edad de doce años. Algunos mordieron el pecho que los aumentaba.

Mosberg hace una mueca al recordar las fotos que acompañaban el informe. «Morder» no era la palabra apropiada.

—¿Y después?

—Los adolescentes empezaron a transformarse y a desarrollar poderes mentales. Se convirtieron en… otra cosa. Destriparon a sus padres y mataron a los perros, tras lo cual se organizaron en bandas. Cometieron violaciones colectivas y asesinatos rituales. Cuando los niños empezaron a aullar, los reguladores ordenaron que los eliminaran. Enviaron a cuatro equipos de choque armados con escáneres térmicos. La cacería de lobos humanos duró casi cuatro días. Las balas no podían con ellos. Hubo que rematarlos con lanzallamas.

—¿Qué fue del expediente?

—Ese mismo día lo mandé a la Fundación. Intenté convencerlos de que no había leído nada, pero no me creyeron. Dos días más tarde, se presentaron los reguladores en mi casa. Yo me había refugiado en Ohio. Le había pedido a una amiga que fuera a darle de comer a mi gata. La torturaron durante horas.

—¿A la gata?

—No me gusta su sentido del humor.

—No soy yo quien utilizó a una amiga para comprobar si unos asesinos andaban tras de mí. ¿Habló?

—No sabía nada.

—Si le hubiera dado la dirección de un escondrijo falso, habría muerto más deprisa, ¿no cree?

—De todas formas, tenía cáncer.

—Sin comentarios. ¿Qué hizo después?

—Sabía que los reguladores no tardarían mucho en encontrarme. Tenía un contacto en el FBI y lo llamé. Les di unos nombres a cambio de una nueva identidad y una nueva vida.

—Muy bien, hagamos un descanso. Repita las consignas. Está harto porque esa tonta de Deborah no deja de lloriquear. Usted hace como que la escucha mientras le mira los pechos de reojo. Siempre se ha sentido atraído sexualmente por su sobrina. Si tuviera diez años menos, le pediría encantado unos mimos a cambio.

—¿De verdad tiene alguna utilidad?

—¿El qué?

—Esa última precisión.

—Las fantasías sexuales son unos poderosos parásitos mentales. Además, estoy convencida de que sería capaz de hacerlo.

Mientras Mosberg cierra los ojos y repite varias veces para sus adentros las nuevas instrucciones, Marie se vuelve hacia Holly. La niña está absorta en el concurso televisivo. Se entretiene respondiendo a las preguntas antes que los concursantes, para incordiar a los ancianos. Da grititos de alegría cada vez que acierta. Sus aplausos sobresaltan a una encantadora viejecita que dormía sentada a su lado. La mujer busca en su bolso alguna golosina. Sonríe mientras saca una bolsa de caramelos y se la tiende a Holly.

103

Sentado en la segunda fila de butacas de un viejo cine de Clarksdale con un enorme vaso de palomitas en las manos, Ash mira pensativamente la versión restaurada de
Lo que el viento se llevó
. Con los pies indolentemente cruzados sobre el respaldo del asiento de delante, se mete en la boca grandes puñados de palomitas y mastica tratando de poner en orden sus emociones. Desde que recuerda, siempre ha detestado a esa zorra de Escarlata y ha aprobado plenamente al bueno de Rhett cuando la pone en su sitio como a la niña caprichosa que es.

Ash está tan absorto en la película que apenas se da cuenta de que una decena de sus agentes acaban de entrar en la sala y se dispersan entre las filas. Chirridos de butacas. Una de ellos registra atropelladamente sus bolsillos en busca del móvil, que está sonando. Ash se vuelve y le lanza una mirada asesina. Otro se dispone a enviarle un mensaje mental, pero su jefe ya ha vuelto a sumergirse en la película y él sabe que no es conveniente molestarlo cuando está emocionado. Ash espera a que acabe la escena en la que la hija de Escarlata muere, entonces se seca los ojos y manda una vibración al conjunto de sus agentes para preguntarles si han encontrado el rastro de la niña. Los hombres se miran en la penumbra. El portavoz vacila un momento antes de responder que han registrado la ciudad sin ningún resultado. Nada más terminar la frase, un borbotón de sangre escapa de sus labios y se desploma sobre las butacas. Ash afloja la presión y se concentra en los pensamientos de la gente de Clarksdale. Un flujo de voces resuena en su mente. Amplía el círculo de detección a una decena de kilómetros alrededor de la ciudad. Escucha. Acecha las palabras desencadenantes. Se centra en los recuerdos recientes relativos a una niña vestida de chico. El ruido se reduce, pero todavía quedan demasiadas voces. Selecciona las imágenes relacionadas con una niña vestida de chico que no es de la región y que tiene la piel negra. Un chisporroteo… Todas las señales se han apagado de golpe. Un chiquillo extranjero y negro. Cientos de pensamientos empiezan de nuevo a latir. Ash suspira: una cadena local está transmitiendo un episodio antiguo de
Arnold y Willy
. Ahora busca los recuerdos relativos a una niña negra que acaba de llegar a la región y que va acompañada de una pareja blanca. Los pensamientos desaparecen uno tras otro. Ash sonríe. Solamente queda uno. Procede de una mujer de unos cincuenta años empleada en una residencia de ancianos. Ash hojea con ella el
Vanity Fair
. Acaba de encontrar en un rincón de su mente el recuerdo que necesita. Revisa las imágenes y pronuncia en voz alta el nombre del residente al que Marie y Holly han ido a ver: Casey Finch. Una bata de color naranja.

Ash tumba el vaso de palomitas para comerse las migajas. Anuncia a sus agentes que los fugitivos están en Gerald, a orillas del Mississippi. Precisa que quiere matar a la niña personalmente. Los agentes salen de la sala.

Ash se concentra de nuevo. Acaba de captar unos pensamientos extraños procedentes del segundo piso de la residencia. Los grititos de una niña que está viendo
Jeopardy
. Ha comprendido a la perfección el método del concurso —escuchar respuestas y formular las preguntas correspondientes— y participa en él activamente. Pero no se ha dado cuenta de que ha empezado a encontrar las preguntas antes incluso de que el presentador formule las respuestas. Ash se proyecta en la mente de una viejecita a la que las carcajadas de la niña acaban de despertar. Vuelve la mirada hacia la chiquilla, que da saltos batiendo palmas y repitiendo que es la mejor. Es cierto: tras un «Jo, esto está tirado!», ella acaba de responder «¿Quién es Jason Gambi?» a la siguiente proposición del presentador: «Diplomado en el instituto South Hills de West Covina, donde tenía como compañeros de equipo a su hermano Jeremy y a sus amigos Cory Liddle y Aaron Small, actualmente juega de primera base en los Yankees». Pero resulta que el presentador ni siquiera había empezado a hablar cuando la niña ha respondido. La anciana se vuelve hacia la agente del FBI que está hablando con Casey Finch. Después vuelve a dirigir su atención a la niña, que palmotea de nuevo.

—Eres muy lista para ser solo una niña.

—Gracias, señora. Pero es fácil; soy telépata.

—Así y todo… ¿Cuántos años tienes?

—Once.

—¿Y cómo te llamas?

—Holly. Holly Amber Habscomb.

—¿Quieres un caramelo?

—Huy, perdón, me llamo Keeney. Holly era el nombre de mi hermanita, que ha muerto en la tormenta de Nueva Orleans.

Holly se ha cubierto la boca con una mano. La anciana le sonríe moviendo una bolsa de caramelos.

—No importa. ¿Quieres un caramelo de todas formas, guapa?

104

—Muy bien, Mosberg, prosigamos. Nos queda muy poco tiempo.

La cara del hombre continúa oculta tras sus manos. Respira con dificultad.

—Le he dicho todo lo que sé.

—Aparte de usted, ¿a quién envió el profesor Angus copias del expediente?

—¿Qué más da eso ahora? Están todos muertos.

—No todos. Nuestros servicios todavía protegen a unos quince. ¿Quién más estaba al corriente de las inscripciones?

—¿Qué busca exactamente?

—Intento averiguar quiénes son esas Reverendas y esos tipos con abrigo blanco que las protegen. Creo…, no, estoy segura de que la respuesta se encuentra en los signos hallados en esas grutas santuario. A los arqueólogos de Idaho Falls los asesinaron a causa de esas inscripciones. Son muchas coincidencias, ¿no le parece?

—Enséñeme los nombres y le diré si me dicen algo.

Marie deja otro papel sobre el tablero. El anciano aparta las manos de la cara y lee el documento.

—¿Terence Merrit? ¿Todavía está vivo ese imbécil? Olvídelo, no sabe nada. De todos modos, nunca entendió nada.

—¿Quién entendió?

Mosberg termina de leer la lista y vuelve a cerrar los dedos sobre sus ojos.

—Vaya a ver al profesor Ashcroft. Era la mano derecha de Angus.

—Si era su mano derecha, ¿cómo es que la Fundación no lo ejecutó en cuanto Angus desapareció?

—¿Quién? —Angus.

—No. Finch. Me llamo Casey Finch. Era el segundo en el
Essex.

—¿Mosberg…?

Marie se vuelve hacia Holly. La niña se ha tapado la boca con las manos. Está muy pálida. A su lado, la viejecita parece haberse vuelto a dormir. Sin embargo, su cabeza está inclinada hacia un lado y forma un ángulo extraño con el resto de su cuerpo. Marie se vuelve de nuevo hacia el científico.

—¡Dios santo!, Mosberg, ¿a quién está…?

Las últimas palabras mueren en sus labios. Sus ojos acaban de cruzarse con los del anciano. Él la mira sonriendo. Sangra por la nariz.

—¡Gato!

Marie se estremece al reconocer la voz joven y grave que sale de la boca del científico. Intenta levantarse, pero las manos de Mosberg cortan el aire y la agarran de las muñecas.

—¡Tramposa de mierda! ¡He dicho gato!

—Miau, cabrón.

Parks agarra a su vez al anciano por las muñecas y se las rompe con un golpe seco. El grito de Mosberg despierta a los demás residentes. Parece que dé bufidos. Tiene los ojos en blanco y su mandíbula se mueve produciendo ruidos húmedos. Marie advierte que está comiéndose su propia lengua. Retrocede.

Una enfermera sentada a la mesa de actividades se levanta apresuradamente para intervenir, pero las tijeras que maneja una ancianita sentada a su lado se desvían y se clavan en su garganta. Llevándose la mano a la carótida, la enfermera mira a la anciana con ojos de sorpresa. Un chorro de sangre ha alcanzado a la vieja Irma bajo la barbilla. Justo antes de desplomarse, la enfermera ve con horror que Irma está limpiándose la sangre que le corre por el cuello y que se chupa los dedos riendo como una niña. Ella también se pone a bufar, mientras los otros residentes vuelcan la mesa y se dirigen hacia Marie. Un rugido sordo escapa de la garganta de los viejos. Al igual que la de los vagabundos de Nueva Orleans, su mirada está vacía. Marie desenfunda la automática y dispara cuatro tiros seguidos contra el techo. Una lluvia de yeso cae sobre los cabellos de los ancianos, que se detienen un momento, vacilantes, antes de reanudar su avance. Casi todos llevan en la mano plegaderas o grandes lápices con la punta afilada. La vieja Irma ha arrancado las tijeras del cuello de la enfermera. Otros empuñan tenedores de acero inoxidable. El que parece el jefe ha cogido el gran cuchillo que habían utilizado para cortar la tarta de cumpleaños. Marie le apunta a él en la cabeza después de dirigir la mirada hacia Mosberg, desplomado sobre el tablero. Su dedo se curva sobre el gatillo. Acaba de reconocer el destello de locura que danza en los ojos del viejo del cuchillo. El mismo que brillaba en los ojos de Shelby.

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