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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (39 page)

—Seguro que ha sido un accidente.

—¿Habla en serio? ¿De verdad cree que esos tipos han dado más de tres veces la vuelta al mundo por accidente?

El presidente se afloja el nudo de la corbata y enciende un cigarrillo.

—Señor Crossman, necesito cuanto antes una estimación precisa del riesgo.

—Es imposible mientras no tengamos los resultados, pero podemos intentar una aproximación partiendo del postulado que nuestras células antiterroristas llaman «la paradoja de contaminación».

—Le escucho.

—El concepto de guerra bacteriológica se fundamenta en algunas nociones básicas bastante sencillas que podríamos resumir del modo siguiente: cómo exterminar al máximo de enemigos. Primero: en un mínimo de tiempo a fin de limitar el peligro de represalias. Segundo: en un perímetro lo más amplio posible para que sea estratégicamente rentable. Y tercero: reduciendo los riesgos de que la cepa se vuelva contra su amo.

—Las 15.08.

—En realidad, no existe ningún virus capaz de resolver esta ecuación, pues hay una contradicción en cuanto a las exigencias estratégicas: si eliges un virus particularmente agresivo, tipo Ébola o Hanta, cumples las condiciones 1 y 3, pero no la 2. Esos virus son tan mortales que el fallo radica en ellos mismos: en la medida en la que tienen un período de incubación muy rápido, el portador no tiene tiempo de extender el contagio. Basta desplegar un dispositivo estanco alrededor del perímetro infectado y cauterizar la zona. Por eso algunos laboratorios militares han desarrollado cepas bacterianas o virales menos agresivas, pero entonces han fallado en la condición 1, porque el sistema inmunitario humano podía limitar de manera natural los daños. Por ello, en los años ochenta volvimos a una lógica de pruebas con cepas ultraagresivas, cuyo período de incubación hemos alargado genéticamente a fin de permitir una propagación mayor. Pero entonces, el problema es la condición 3, que no se cumple en este caso. El resultado ha sido catastrófico y actualmente nos encontramos con unos depósitos de cepas ultrarresistentes que exterminarían a la mitad del planeta si se liberaran por accidente.

—¿Teme que sea este tipo de virus el que tengamos que combatir en los próximos días?

—Sí. Lo que descarta definitivamente la tesis del ataque militar y nos conduce a la del atentado terrorista a gran escala. Con la salvedad de que los cadáveres encontrados en el aparcamiento del aeropuerto de Jackson llevaban placas gubernamentales.

Un silencio sepulcral acompaña las últimas palabras que pronuncia Crossman.

—¿Es consciente de la gravedad de lo que está diciendo?

—No es plato de mi gusto, señor presidente, téngalo por seguro.

—¿De qué agencia?

—Nos ha costado un poco identificar las placas porque se habían fundido parcialmente.

—Las 15.12.

—Eran de la CIA, del departamento Manhattan, Mis servicios me lo han confirmado justo antes de que usted llegara.

—Calumet, ¿tiene alguna explicación o prefiere que le deje unos minutos en un despacho tranquilo con un arma cargada?

Todos los rostros se vuelven hacia el jefe de la CIA, que levanta la nariz de sus notas dirigiendo una sonrisa incómoda al presidente.

—Señor, habría respondido más deprisa a esa pregunta si Crossman se hubiera dignado hacerme partícipe previamente de esa información.

—Calumet, si usted encontrara una placa del FBI en el cadáver de un terrorista de al-Qaida, ¿me invitaría a tomar un whisky?

—Basta, señores, sus rencillas personales tendrán que quedar aplazadas. No son políticos, sino funcionarios al servicio de la nación. Así que espero la máxima colaboración entre ustedes. ¿Está claro?

El presidente se vuelve de nuevo hacia el jefe de la CIA.

—¿Calumet…?

—¿Señor…?

—¿Tiene alguna preferencia por el calibre?

—Con todos los respetos, el departamento Manhattan está clasificado como altamente confidencial.

El presidente despliega una extraña sonrisa que sus consejeros no se atreven a devolverle.

—Calumet, esta pregunta va dirigida también a sus colegas: ¿en cuánto cifra el número de expedientes que sus servicios instruyen en este momento y que usted ha declarado suficientemente delicados para que ni siquiera el presidente de Estados Unidos sea informado de ellos?

Al presidente le tiemblan las aletas de la nariz.

—Conozco ese olor; es el de la conspiración. ¿Sabe lo que puede costarle el cargo de atentar contra la seguridad nacional?

El jefe de la CIA carraspea. Ya no tiene elección.

—El departamento Manhattan es una rama científica de la CIA que fue especialmente creada en los años sesenta para estudiar una momia descubierta durante el experimento nuclear del mismo nombre.

—¿Cómo? No intente echar balones fuera, Calumet, o le pediré a mi cocinero personal que lo transforme en sushi.

—Según los primeros análisis, la momia en cuestión vivió durante la prehistoria, pero poseía un ADN anormal, por lo que un ejército de ordenadores de proteínas trabajan en él desde hace quince años. Por el momento, hemos descubierto que presentaba los genes de una longevidad extrema, de una inmunidad fuera de lo común y de una activación de regiones desconocidas del cerebro que le confería unas capacidades excepcionales.

—¿Un organismo extraterrestre?

—No, el ADN es indiscutiblemente humano, pero, además de nuestras secuencias que ya conocemos, parece contener otra historia que al parecer se desarrolló antes de la aparición del hombre en la Tierra. Sobre esa teoría es en lo que trabajamos desde hace años. Hasta ahora solo se ha descodificado el cuarenta por ciento de ese nuevo genoma.

—¿Y…?

—¿Cómo se lo diría…?

—Inténtelo con sus palabras, Calumet.

—Este tipo de investigación cuesta una fortuna y el Congreso no ha cesado de reducir nuestros presupuestos en beneficio de la NASA y de los esfuerzos de guerra.

—Por tanto…

—Por tanto, en los años setenta aceptamos la oferta de una fundación privada que nos proponía financiar totalmente los trabajos a cambio de una pequeña concesión comercial.

El general Hollander se inclina hacia delante y observa la frente del jefe de la CIA, en la que brillan unas gotitas de sudor.

—Me cuesta seguirle, Calumet. Sin embargo, nuestros acuerdos eran muy claros. Estaba previsto que ustedes nos abastecieran de protocolos militares experimentales, y, sin embargo, durante todos estos años han utilizado una de nuestras bases secretas para enriquecer a unos multimillonarios, ¿es así?

—Váyase a tomar por culo, Hollander. Desde que Lyndon Johnson y sus muchachos del Pentágono se encargaron de quitar de en medio a Kennedy para ofrecer la guerra de Vietnam a Bell Helicopter y a los consorcios de armamento, no creo que esos nazis de la inteligencia militar puedan dar lecciones a nadie.

—¡Las 15.20!

Calumet se pasa la mano por la frente con nerviosismo antes de proseguir.

—El trato era el siguiente: los investigadores de dicha fundación nos proporcionaban protocolos químicos para uso militar preparados a partir del ADN prehistórico, y nosotros cedíamos la parte de las investigaciones sobre las secuencias genéticas relacionadas con la longevidad excepcional de esa momia. Su objetivo era llegar a extraer de ella una especie de suero para inyectar a sus clientes más ricos.

—Nada particularmente ético.

—Perdone, señor, temo haber oído mal. ¿Ha dicho «ético»?

—Déjelo. ¿Y qué más?

—Hace unos años, la Fundación reclutó a un tal Burgh Kassam, un genio cargado de títulos que hizo avanzar las investigaciones de forma exponencial. Es él quien ha conseguido sintetizar los primeros compuestos químicos mejorados. Unos aceleradores mentales de los que pensamos que ha hecho un uso digamos… demasiado personal.

—Intente ser más preciso.

—En los años ochenta, la Fundación puso en marcha una auténtica persecución por todo el planeta para recuperar los expedientes que uno de sus investigadores había sacado de la base de Puzzle Palace.

—¿Por qué sus servicios no lo detuvieron?

—Ése era uno de los puntos de la negociación con los responsables de la Fundación: sus hombres encargados de la seguridad debían tener el estatuto de agentes del gobierno. De la CIA, para ser más precisos.

—¿Se ha vuelto loco?

—Era una garantía suplementaria para nosotros, ya que integrándolos en el seno de la Agencia, podríamos controlarlos más fácilmente.

—¿Tenían autorización para matar?

—Teóricamente, no.

—¿Teóricamente?

—Sabemos que hubo patinazos durante la persecución. Neutralización de periodistas, de arqueólogos y de inmunólogos que habían tenido acceso de cerca o de lejos a dichos expedientes. Pero no se preocupe, nadie ha oído hablar nunca de eso.

—Desde luego, yo no. ¿Cuántos?

—¿Cuántos qué?

—Patinazos.

—Hum… una sesentena escasa en total.

—Sesenta y siete para ser más precisos, señor presidente —interviene Crossman—. Nosotros protegemos a los supervivientes que tuvieron acceso a esos expedientes. Son una quincena, repartidos por el territorio norteamericano con identidades falsas.

—¿Debo entender, Crossman, que usted también estaba al corriente de este asunto y no ha dicho nada?

—Yo nunca he tenido acceso al expediente Manhattan. Me he limitado a recuperar científicos aterrorizados que se han puesto voluntariamente bajo mi protección. Enseguida me di cuenta de que no estaban al corriente de gran cosa, salvo del asunto de la momia y de la existencia de la base de Puzzle Palace. Insuficiente, en cualquier caso, para montar un expediente contra la CIA. Además, en vista del poder de la Fundación, preferí no precipitarme; tengo cierto aprecio a mi pellejo.

—¿Y eso le impedía hablarme a mí del asunto?

—También se lo tengo al suyo, señor presidente.

Un silencio acompaña la observación de Crossman. El presidente se vuelve de nuevo hacia Calumet.

—¿Los arqueólogos del expediente Idaho Falls formaban parte del programa de limpieza?

—Sí. Los agentes de ese tal Burgh Kassam se encargaron de ellos. Ha montado una especie de milicia que se atiborra de protocolos químicos. Pensamos que cuatro de ellos son los que los hombres de Crossman han encontrado en Jackson.

—¿Se da cuenta de lo que eso significa?

—Sí, señor. Significa que Kassam ha perdido la razón y que hay muchas posibilidades de que sus agentes hayan dispersado la cepa patógena por todo el mundo.

—¿Y qué piensa de eso su Fundación?

—Sus directores están reunidos en estos momentos en consejo extraordinario en Suiza. Pero ya me han asegurado que sus consorcios farmacéuticos están a nuestra entera disposición para tratar de erradicar el mal.

—Bien. Hágales saber que les doy ocho horas para que vengan a decírmelo personalmente. Dígales que después soltaré a mis dobermans.

—Suiza está al lado de Rusia, ¿verdad?

—Quieto, Hollander. Atacará cuando yo se lo diga.

El presidente se vuelve hacia Crossman.

—Señor director del FBI, necesitaré urgentemente saber qué contiene esa cepa. Insisto en que sean sus servicios los que se encarguen de realizar ese análisis y le pido que mantenga estrictamente en secreto el lugar donde ha guardado el último frasco.

—Voy a necesitar a los mejores especialistas.

—Los tendrá. ¿Calumet…?

—¿Señor…?

—Por el momento continúa en su cargo, porque es el único que conoce a fondo el expediente Manhattan. No obstante, pesa sobre usted una acusación de atentar contra la seguridad del Estado. Yo en su lugar haría todo lo posible y más para redimirme.

—Entendido, señor. ¿Cuáles son sus órdenes?

—Contacte con nuestras embajadas en todo el mundo. Necesito saber si la contaminación ha empezado ya.

—Lo malo es que ni siquiera sabemos a qué síntomas hay que estar atentos.

Un indicador luminoso se enciende sobre la mesa del presidente. El consejero Ackermann habla por la línea segura. Mueve la cabeza varias veces y cuelga.

—Señor, acaban de informarnos de un caso de una muerte sospechosa. Una mujer embarazada.

—¿Dónde?

—En la zona internacional del aeropuerto de Los Angeles. Llegaba de Australia. Según los primeros análisis, al parecer ha sido víctima de un proceso de envejecimiento acelerado que ha hecho explotar varias decenas de cánceres en su organismo. También ha sufrido un aborto reflejo provocado por su sistema inmunitario, que ha confundido al bebé con un tumor.

—¿Calumet…?

—¿Señor…?

—Ya tiene sus malditos síntomas. Ackermann, asegure inmediatamente el perímetro. Quiero a la Guardia Nacional allí dentro de veinte minutos.

—Me ocupo de ello, señor.

—Hollander, envíe a sus mejores hombres a la base de Puzzle Palace. Traje NBQ y armamento pesado-ligero. Insisto: esto no es una partida de
paintball
. Si Kassam está todavía allí, lo quiero vivo.

El presidente se vuelve hacia el reloj.

—Señores, son un poco más de las 15.30 del viernes 16 de octubre. Entramos en alerta bacteriológica de nivel 3. Ordeno el bloqueo inmediato de los aeropuertos norteamericanos y que se ponga en cuarentena a todos los viajeros en tránsito. Inmovilicen los aviones que están en el suelo y desvíen los vuelos que lleguen del extranjero. Los que no tengan suficiente carburante, tendrán que aterrizar, mantener las puertas cerradas y despegar inmediatamente después de haber repostado. Los viajeros que se encuentren en las terminales en el momento de poner en marcha el dispositivo no podrán salir de las zonas aeroportuarias. Tomen nota de la hora y el día de la primera contaminación. Si la plaga que se avecina es como tememos, debemos empezar a dejar testimonios escritos. Introduzcan esos datos y todos los demás en las memorias blindadas del búnker atómico de Patriot Hill. De esta forma, si hay supervivientes, sabrán qué ha sucedido.

—¿Convoco un gabinete de crisis?

—Por supuesto, Ackermann. Y contacte también con los presidentes aliados. Tendremos que hacer frente a esto juntos. Crossman…

—Señor…

—Voy a hacer que trasladen la cepa al campus del MIT, en Boston, y pondremos el recinto bajo la protección de la 4ª brigada antiterrorista de los marines. Tendrá a su disposición los servicios de los mejores genetistas e inmunólogos de Estados Unidos. Dejo el asunto en sus manos. Necesito a toda costa información.

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