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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (34 page)

Marie continúa andando con la brisa acariciándole la cara y dejando en sus labios un sabor cada vez más salado a medida que se acerca al mar. Deja atrás los muelles desiertos y avanza hasta una explanada sobre pilotes que queda frente a la isla de Alcatraz. En el centro de la bahía, un ferry cargado de cadáveres deriva lentamente hacia el puente Golden Gate. Marie se detiene; acaba de ver a un pescador al final del espigón, un viejo. Lleva una camisa blanca y un sombrero de paja, y está inclinado sobre la barandilla. Se acerca a él. Ha soltado el cierre de su pistolera y ha colocado la mano sobre la culata de su arma. El viejo se vuelve sonriendo. Tiene una cara simpática. Tose un poco mientras acciona el carrete; está fumando un cigarrillo liado a mano. Marie reconoce el olor del tabaco negro. Casi saliva. Una voz ronca escapa de la garganta del viejo:

—Hola, Marie. Me llamo Chester. Chester Walls.

Ella se encoge de hombros.

—Por mí, como si se llama Forrest Gump. Al punto al que hemos llegado, da absolutamente igual.

La sonrisa del pescador se amplía. Marie observa que el cigarrillo se sostiene solo, como si lo llevara pegado al labio. Se inclina por encima de la barandilla y mira el corcho que danza en medio de los cadáveres.

—¿Qué piensa pescar?

—Lo que cuenta es pescar, no lo que se pesca, ¿no cree?

Marie vuelve a encogerse de hombros. Curiosamente, se siente bien. Oye el clac-clac del carrete mientras el viejo recoge el sedal.

—¿Se va? —No hay más remedio.

—¿Por qué?

—Porque ya llegan.

La sonrisa del viejo ha desaparecido. Marie se vuelve hacia las colinas de la ciudad. Unos hombres de negro bajan de Golden Gate Park y de Lombard Street junto a las hileras de coches. A medida que tocan las puertas, estas se abren chirriando para dejar paso a un ejército de muertos que se levantan. Marie se dirige de nuevo al pescador, cuya silueta empieza a desvanecerse.

—Han ganado, ¿verdad?

—Todavía no, Marie. Pero hay que darse prisa.

Marie se sobresalta. Siente en las sienes unas punzadas provocadas por una ligera migraña. Tiene la impresión de haber dormido horas. Mira los árboles que desfilan a través de la ventanilla de la camioneta. Está sentada detrás y conduce Kano. Las manos del mago parecen haber envejecido. Elikan se vuelve. Él también parece mayor. Se han formado patas de gallo alrededor de sus ojos y unas arrugas surcan ahora su frente. Marie se gira hacia Holly. La niña la observa con sus grandes ojos tristes mientras el coche deja la carretera principal y se adentra a toda velocidad en un camino de tierra.

—¿Qué ocurre, cielo? ¿Qué les pasa?

—Se alejan del agua.

Marie se vuelve hacia los brazos del río Pearl, que riela a través de los árboles.

—¿Y eso qué es? ¿Schweppes?

—No es su agua. Pero desde que nos acercamos a la casa del viejo Guardián están mejor, porque esta agua comunica con su agua. ¿Comprendes?

—La verdad es que no, cariño, pero no tiene importancia.

La camioneta aminora la marcha al pasar bajo un túnel de glicinas tan espeso como el que protegía la entrada de la plantación de Akima. Más espeso, en realidad; tanto que Kano se ve obligado a encender los faros. Sentado al lado de la niña, Cyal parece dormir. Marie pasa la mano por el pelo de Holly.

—¿Cielo…?

—¿Qué?

—¿Sabes dónde vives?

—¿Quieres decir dónde vivía? No, no me acuerdo.

—¿Y tus padres?

—Murieron durante la tormenta.

—Eso no lo sabes, cielo.

—Sí, lo sé.

—¿Te acuerdas de tu nombre?

—Me llamo Holly Amber Habscomb, pero los demás me llaman Madre.

—Si hacen lo mismo conmigo, les partiré la cara.

Holly sonríe en la penumbra.

—¿Sabes qué haré cuando lleguemos?

—No.

—Consultaré la base de datos del FBI en mi ordenador. Así, en dos minutos, sabremos dónde vives e iremos a buscar a tus padres.

—Han muerto.

Marie se dispone a contestar una trivialidad, pero se calla y besa a Holly en el pelo.

—Hum… cielo…

—¿Qué?

—La segunda cosa que haremos será ducharnos; hueles a cabritillo.

Holly se echa a reír. Marie se vuelve hacia Kano en el momento en el que el coche sale del túnel de glicinas. La luz del sol la hace pestañear. Al final del camino se alza una vieja casa de pescador sobre pilotes. Un taxi está aparcado delante.

—¿Dónde estamos, Kano?

—En el río Pearl. El Santuario del viejo Chester.

—¿El viejo qué?

Elikan se vuelve. Sonríe señalando a tres hombres que pescan con mosca a orillas del río. Un viejo corpulento, un negro y un hombre más joven. El viejo lleva un sombrero de paja. Se vuelve mientras Kano frena suavemente al aproximarse al embarcadero. Marie se pone tensa al reconocer al pescador de su sueño. Este le pasa la caña al más joven y se acerca cojeando ligeramente. Los Guardianes bajan y se inclinan ante el anciano. Intercambian miles de mensajes mentales llenos de recuerdos, de olores y de colores. Luego, Kano rompe el silencio y señala a Marie, que se acerca. Holly se ha adormilado en sus brazos.

—Padre, permítame que le presente a Marie Parks.

—Ya nos conocemos.

—Y ésta es la niña.

—¿Se acuerda?

El viejo posa con cuidado las manos sobre los cabellos de la niña dormida.

—Sí, se acuerda —afirma antes de añadir, alzando los ojos hacia Marie—: Bienvenida al Santuario de Carthage, Marie Parks. Aquí podrá descansar antes del largo camino que la espera para salvar a la niña.

—Yo no voy a ninguna parte, papy. Estaré aquí el tiempo justo para averiguar a quién pertenece esta cría, después la llevaré a casa de sus padres y volveré a Hattiesburg.

—¿Adónde?

—Olvídelo. He recorrido medio Estados Unidos para rescatar a esta pequeña. Ese era el
deal
. Yo he cumplido mi parte.

—¿El
deal
?

El anciano interroga a Kano con la mirada. Le pregunta mentalmente qué significa esa palabra. El mago se encoge de hombros. El viejo se vuelve hacia Marie.

—Si no salvamos a la niña, dentro de muy poco no existirá ni Hattiesburg ni ningún otro lugar.

—No intente utilizar trucos de telepatía conmigo, Chester. Desde que mi 4 × 4 empezó a escacharrarse en la carretera, no comprendo absolutamente nada de lo que pasa. Lo único que sé es que he tenido que pasar varios puestos de control del ejército para rescatar a una niña amnésica y a tres arqueros élficos que se dedicaban a matar vagabundos en un estadio abarrotado. Así que, en lo que a mí respecta, me limitaré a tomarme un café, fumarme un cigarrillo y darme una buena ducha.

Marie está furiosa, pero ya no sabe por qué. La mano de Chester sube desde el cabello de Holly hacia el suyo. Una deliciosa oleada de paz la invade. Se comunica con los pensamientos del anciano. Siente su bondad y su poder. Cierra los ojos. Acaba de recordar a su verdadera madre. Está entre sus brazos, tiene un año. Avanza en medio de una multitud multicolor. Sonidos y olores, tiovivos y música, ruidos de feria y gritos de niños. Marie ríe bajito aspirando los aromas de la melcocha y el algodón dulce. Intenta retener los dedos del anciano, que se apartan de su cabello…..

87

El Chalet, Unterageri, cantón de Zoug, Suiza. Cuartel general de la Fundación

La treintena de directores han tomado asiento en la antigua sala de recepciones del viejo hotel. Los servicios de seguridad han hecho rodear la propiedad, en cuyo interior patrulla un ejército de agentes. Antes de repatriar a estos últimos a Suiza, los reguladores habían tomado la precaución de someterlos a pruebas de detección de sustancias para asegurarse de que no se habían cambiado al bando de Kassam. Los directores habían pasado también los mismos controles. Habían encontrado una decena de infectados, a los que mandaron asesinar inmediatamente a la salida de su casa o de su despacho. Mike Brannigan, jefe de seguridad de la Fundación, era quien había tomado las riendas tras descubrir el cadáver de Cabbott.

Brannigan repasa los últimos resultados de las pruebas mientras los directores se acomodan en las butacas bebiendo copas de un malta carísimo. Hijo del Sur —del lado malo del Sur—, Brannigan nunca ha podido soportar a esos barbilampiños con traje de seda. Los mira uno tras otro a través de las gafas bifocales y se pasa la mano por la cabeza calva al tiempo que observa al último de ellos, Mitch Douwey, un cuadragenario bronceado como un vigilante de playa que había asumido la dirección de la oficina brasileña de la Fundación. Si se dejara llevar por sus deseos, los haría matar a todos y recomendaría a los accionistas que reclutaran a un equipo nuevo. El problema es que eso no borraría las copias de los informes que habían desaparecido hacía veinte años. Esa era la prioridad de Brannigan: encontrar los expedientes y suprimir no solo a los que los habían leído, sino también a los que simplemente habían oído hablar de ellos. Brannigan aprieta los dientes. Eso era lo que habría que haber hecho a principios de los años ochenta, cuando se produjeron las primeras fugas. En cambio, los accionistas esperaron unos meses más de la cuenta y las fugas se multiplicaron. La última limpieza se remontaba al informe Idaho Falls —la parte del iceberg que había emergido—, pero en realidad habría que haber actuado enseguida, en la primavera de 1981, cuando el profesor Angus se largó con la mitad de los expedientes bajo el brazo. Los perros de presa de la Fundación lo persiguieron durante meses por todo el planeta. Lo atraparon en una isla desierta, en aguas de Tailandia, donde Angus permanecía escondido alimentándose de raíces y bebiendo agua de lluvia. Los reguladores lo interrogaron durante una noche y un día enteros, haciendo pausas para curarle las hemorragias y mantener en funcionamiento su corazón. Brannigan no era un ferviente defensor de la tortura. Era divertido un rato, pero enseguida provocaba el síndrome del torturado, que hace que la víctima diga lo que sea para dejar de sentir dolor. Buscar la verdad mediante el sufrimiento solo servía en los casos de comandos entrenados para resistir en los interrogatorios. A ellos sí que daba gusto hacerlos papilla poco a poco. Pero, tratándose de un viejo científico que podía palmarla en cualquier momento llevándose consigo sus secretos, era preferible dar prioridad a métodos más suaves.

Brannigan se presentó al anochecer con varios frascos de suero de la verdad y el viejo se puso a cantar como un canario. Empezó recitando una y otra vez fórmulas que se había aprendido de memoria, y terminó soltando una lista de nombres: los de una treintena de científicos, arqueólogos y periodistas que habían tenido acceso a una parte de los expedientes que él había enviado a distintos lugares del planeta después de haberlos fotocopiado. Esos documentos contenían principalmente informes sobre las inscripciones descubiertas en las grutas del proyecto Manhattan. Angus, encargado de descifrarlas, había descubierto algo que le había hecho perder la razón. Por eso huyó con los expedientes: para alertar a sus colegas y a la prensa. Pero los documentos que intentó hacer públicos contenían también informes sobre los experimentos ultrasecretos de la Fundación, así como parte del organigrama del grupo. Eso era lo más grave.

Brannigan había conseguido limitar los daños a las publicaciones locales. Varios puebluchos perdidos en lo más profundo de Estados Unidos, donde unos reporteros fracasados habían olfateado la primicia. Sus agentes se encargaron de ellos, pero el mal estaba hecho y continuaba extendiéndose. Hasta tal punto que la Fundación asignaba un presupuesto anual de once millones de dólares para financiar el departamento más secreto del grupo: los reguladores. Eran ellos quienes acosaban sin tregua a las metástasis del cáncer Angus y escudriñaban internet y la prensa diaria a fin de erradicar el mal cuando surgía de nuevo. Con ayuda de ordenadores programados con cientos de palabras clave, los reguladores lo vigilaban prácticamente todo: las llamadas telefónicas, los correos electrónicos, las transmisiones por fax, las bases de datos de las bibliotecas, hasta las tesis de fin de carrera de los estudiantes de química y de arqueología. Organizando poco menos de un centenar de accidentes de circulación, suicidios y ataques cardíacos en veinte años, habían logrado recuperar un millar de copias de los expedientes Angus. Solo Dios sabía cuántas quedaban en la superficie del globo.

Brannigan dirigía esa división fantasma con una mezcla de determinación y fatalismo, como un oncólogo que sabe que quizá pueda curar un cáncer, pero no el cáncer. Una complicación añadida era que ninguna alerta había sido tan delicada como la que los reguladores se habían visto obligados a decretar tras la muerte de Cabbott. En este caso eran los códigos de la Fundación los que se habían evaporado, con todos los algoritmos de cifrado de los expedientes ultrasensibles: las secuencias de ADN descodificadas por los ordenadores de proteínas, las fórmulas de los protocolos obtenidos en los últimos años, así como los informes ultrasecretos sobre los experimentos con humanos. Todo lo que contenían las memorias blindadas.

Brannigan había hecho transferir urgentemente los expedientes más importantes, pero eso no solucionaba el problema: con una organización tan poderosa, era imposible trasladarlo todo y arriesgarse a borrar datos esenciales para la supervivencia del grupo. Afortunadamente, nadie conocía la identidad de los accionistas de la Fundación. Ni siquiera él.

Brannigan cierra los expedientes y mira de hito en hito a los últimos directores que acaban de tomar asiento en la sala de conferencias. Ignoran que el carísimo whisky japonés que están bebiendo contiene un picogramo de detector de sustancias neuro-controladoras. Una última precaución que Brannigan se ha visto obligado a tomar a causa de la desaparición de Kassam y de la falta de respuesta de la base de Puzzle Palace. Indica por señas a sus reguladores que cierren la sala y activen los detectores de ondas cortas. Después le dice a su ayudante al oído:

—Nada de lo que se diga debe salir de aquí. A la primera alerta, a la primera vibración mental anormal, localice la fuente y suprímala en el acto, ¿entendido?

88

Holly reprime con dificultad las lágrimas mientras los Guardianes se inclinan ante ella.

—¿Por qué no os quedáis?

El elfo pasa los dedos por la mejilla de la niña.

—Volveremos a vernos, joven Madre. Cada vez que esté en peligro, no tendrá más que acercarse al curso del Padre de las Aguas y nosotros acudiremos.

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