Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Al llegar ante el charco, el enfermero que está más cerca se inclina y vomita tan violentamente que tiene que apoyarse en las manos para no caer. El otro permanece inmóvil al borde del charco de sangre. Ya casi no oye los gritos de los viajeros. Fascinado, observa aquella cosa que se debate. Debería ser un bebé. Debería haber sido un bebé. La respiración de la criatura se detiene lentamente, pero todavía encuentra fuerzas para alargar un brazo descarnado. Los ojos del enfermero se llenan de lágrimas. La manita completamente arrugada se cierra alrededor de su dedo. Reprime un sollozo. Esa cosa que agoniza es un minúsculo viejo de seis meses.
Avispones y gatos
Marie pestañea a la luz de los faros que desfilan por la carretera de Clarksdale. Está sentada tras los visillos de la habitación de un motel de mala muerte y hace más de dos horas que fuma y vigila la carretera. No sabe realmente qué acecha ni qué debe alertarla. Se limita a observar los alrededores y anotar maquinalmente las matrículas de los vehículos que se detienen en el aparcamiento del motel; la mayoría de ellos son viejas berlinas desvencijadas y camionetas polvorientas. Los escasos coches deportivos y limusinas que circulan a esas horas de la noche prosiguen su camino en dirección a Clarksdale y a cadenas de hoteles más selectos que proliferan en la periferia. Es una de las reglas básicas cuando se huye: pasar inadvertido, fundirse en la masa de representantes de comercio y de gente del montón.
Marie apaga el cigarrillo y da un sorbo de café preguntándose si la Fundación utiliza también coches y agentes camuflados o si tiene capacidad para reclutar a una de esas personas anónimas a las que oye roncar en las habitaciones contiguas. Supone que sí. Eso es lo que ella haría en su lugar: dar su descripción por todos los moteles sórdidos de la región. Por eso Walls y Marie se han tomado la molestia de modificar su aspecto antes de salir de Carthage. Pelo teñido de rubio platino, cazadora, zapatillas de deporte y gafas de sol de la Marina para ella; mono de Osh Kosh reforzado por delante, cabeza rapada y gafas de miope para él. En el caso de Holly fue más complicado. A Walls se le ocurrió transformarla en chico cortándole el pelo y vistiéndola como un niño de Mississippi, pero Holly empezó a protestar. Dijo que quería unos pantalones pitillo de color naranja, una camiseta de Hello Kitty y unas Converse.
—Un atuendo muy discreto.
—Entonces que sea un disfraz.
—¿Quieres decir el equipo completo de Blancanieves o Cenicienta?
—¿Con once años? ¿Estás loca? No, estaba pensando en un vestido de novia o algo por el estilo.
—¿Y por qué no un conjunto de Prada y unos zapatos de tacón para enanas?
—Sí, ¿por qué no? Siempre será mejor que llevar una pinta como la tuya.
—Esto no es un juego, tesoro. La gente que nos persigue es muy mala, ¿lo entiendes?
—Deja de hablarme como si fuera una retrasada mental. Si son tan malos, me los cargaré.
—No te hablo como si fueras una retrasada mental, Holly. Te hablo como a una niña de once años que ni siquiera intenta comprender qué significa la expresión «pasar inadvertido».
—Todas las niñas de mi edad llevan disfraces.
—A los once años, no.
—Vestidos de novia sí.
Marie suspiró.
—Holly, cariño, ¿cuánto tiempo, crees que tardarían en localizarnos con una cría negra vestida de novia?
—Mierda, ¿además eres racista?
—No digas «mierda», Holly. Y no, no soy racista, simplemente estoy cansada.
—¿Es verdad que eres bisexual?
—Eso no te concierne.
—Estoy segura de que es verdad. Oye, ¿qué significa exactamente bisexual? ¿Quiere decir que tienes dos conejitos?
—Holly…
Walls asomó la cabeza por el hueco de la puerta. Holly, que estaba en bragas y camiseta, se metió debajo de las sábanas soltando unos grititos. Walls hizo una seña a Marie indicándole que tenían que darse prisa. Ella le respondió con una mirada de hartazgo que significaba: «Vamos, si crees que puedes hacerlo mejor, inténtalo». Después acarició la cabeza de Holly a través de la sábana y le dijo:
—¿Cielo…?
—¿Sí?
—Si accedes a disfrazarte de chico, en Memphis te compraré el vestido de novia más bonito que hayas visto nunca.
—¿Hay vestidos de novia allí?
—¿En Memphis? ¿Estás de broma? ¡Tienen los más bonitos del mundo! Y hasta podremos comprar un traje del Rey para Gordon si no para de lanzarme miradas de exasperación como si lleváramos casados diez años. ¿Eh, Gordie? ¿Qué quieres? ¿Una escena de pareja?
—Y después haréis ñaca-ñaca debajo de las sábanas para pediros perdón, ¿verdad?
—¡Holly Amber Habscomb! ¿Quién te ha enseñado a hablar así? Ni siquiera sabes qué significa eso.
—Sí. Significa besarse en la boca frotándose el uno contra el otro. Entonces, ¿es verdad que tienes dos conejitos?
Marie sonríe. La conversación se prolongó unos minutos más, hasta que finalmente Holly aceptó que Walls le cortase el pelo casi al rape. Después se puso unos vaqueros, una camiseta de Gap y una gorra de béisbol, antes de echarse a llorar ante el espejo de la habitación.
Marie consulta su reloj. Eso había sido hacía seis horas. Luego, sin cruzar más de diez palabras, siguieron avanzando en la vieja camioneta Ford que Chester les había dado. Marie recuerda la mirada que el viejo les dirigió mientras el vehículo se alejaba chirriando por los caminos llenos de baches que bordeaban el Pearl. Tenía una expresión infinitamente triste. Curiosamente, ella también.
Holly se durmió. Circularon durante horas tomando carreteras secundarias e intentando dirigirse aproximadamente hacia el nordeste. Vadearon el río Yockanookany y el Big Black, y luego siguieron la vía del tren hasta los alrededores de Clarksdale, donde cenaron en un área de descanso antes de parar en el motel más lúgubre de la zona. Eligieron una habitación con vistas a la piscina vacía y a la vía del tren. Una cama doble y una pequeña cama suplementaria para Holly. Tal como Walls le había pedido al recepcionista al rellenar la ficha y pagar dos noches por adelantado en efectivo. Luego exploró los pensamientos del tipo. Imágenes de béisbol, de cervezas entre amigotes y de funcionarios judiciales. El hombre estaba cargado de deudas. Se llamaba Bruce. Era tonto, pero no malo. Walls lo presionó un poco para pasar revista a sus recuerdos recientes. Ninguna conversación sospechosa, ninguna llamada telefónica particular ni agentes con abrigo negro mostrando su placa y fotos de fugitivos. Tranquilizado, se reunió con Marie y esperaron a que cayera la noche.
Parks aparta ligeramente los visillos para seguir con la mirada un Buick negro que aminora la marcha cerca del motel. Se diría que el conductor duda si meterse en el aparcamiento. El intermitente se apaga. El Buick acelera. Un movimiento detrás de Marie. La joven percibe el olor de Walls.
—Holly se ha dormido.
—Keeney. Ahora se llama Keeney. Tenemos que llamarla por su nombre de chico, de lo contrario no recorreremos ni doscientos kilómetros sin atraer la atención.
—Debería ir a descansar, Marie. Yo tomo el relevo.
—¿Esa cosa que tomó posesión de la mente de Shelby es lo que nos persigue?
—Sí.
—¿Son muchos?
—No tengo ni idea. Lo único que puedo decirle es que son poderosos y que nada los detendrá.
—¿Usted es capaz de detectarlos antes de que se acerquen?
—Si utilizan su poder antes de atacarnos, quizá. Pero no cometerán ese error.
Marie enciende otro cigarrillo.
—Fuma demasiado.
—Si se declara la plaga y empieza a vomitar las tripas delante de mí, le recordaré este comentario.
—Ya se ha declarado.
Marie se vuelve hacia Walls. Los ojos del arqueólogo brillan débilmente en la penumbra.
—¿Dónde?
—Un poco por todo el mundo. Son casos aislados por el momento, pero se extenderá muy deprisa. Llegó a suelo estadounidense hace unas horas.
—Lo que nos devuelve a la pregunta anterior: ¿Qué pinta Holly en todo esto?
—Es útil.
—¿Estaría dispuesto a utilizar a una niña para lograr sus fines?
—Vaya a descansar, Marie. Necesitará todas sus fuerzas para lo que nos espera.
Marie se levanta y cede su sitio a Walls. Ni siquiera parece cansado.
—Por cierto, Marie…
—¿Sí?
—¿Por qué Clarksdale? ¿Por qué no Vicksburg o directamente Memphis? Habríamos ganado un tiempo precioso.
—Tengo que ver a alguien en esta zona. A un científico. Está al corriente de ciertas cosas sobre la Fundación.
—Es muy arriesgado, ¿es consciente de ello?
—Querido Gordie, según las últimas noticias, tenemos a un ejército de mutantes pegados al culo y una plaga que reducirá a la humanidad a picadillo. Así que, no, no es arriesgado. Más bien todo lo contrario.
Marie se acuesta al lado de Holly. La chiquilla respira apaciblemente. Justo antes de cerrar los ojos, Parks mira otra vez a Walls, que escruta la calle. Por espacio de un segundo, se pregunta hasta qué punto puede confiar en un desconocido que también es una especie de mutante. Cierra los ojos y se sumerge poco a poco en el sueño.
Hace varios minutos que Stuart Crossman sigue el vuelo obstinado de una avispa que choca contra las ventanas del Despacho Oval. Los otros peces gordos allí sentados esperan al jefe observándose a hurtadillas. Están el director de la CIA y el de la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA. En otra hilera de sillones se encuentran los mandamases del Pentágono, el almirante Howard Preston —comandante de las fuerzas navales—, así como el general Douglas Hollander, jefe de los servicios secretos y de las fuerzas especiales del ejército. Enfrente, el secretario de Defensa y un puñado de consejeros de la Presidencia releen sus notas. Salvo estos últimos, todos representan el contrapoder. Se detestan. Se sonríen. Hacen lo imposible para no parecer nerviosos.
Crossman mira su reloj. El
Air Force One
ha aterrizado hace unos minutos en el aeropuerto militar de Washington. Oye zumbar las palas del helicóptero presidencial, que acaba de posarse delante de la Casa Blanca. El jefe estará allí dentro de unos segundos. Una vibración. Crossman se acerca el móvil al oído y escucha el último informe transmitido por sus servicios. Mueve varias veces la cabeza y cuelga haciendo como si no advirtiera las miradas rencorosas que se posan en él. Todos los demás están furiosos porque haya sido el jefe del FBI quien ha descubierto la amenaza. Crossman examina la gran cabeza cuadrada del general Hollander, un veterano de la Guerra Fría, que parece tallado en un bloque de mármol, y que sueña todas las noches con una lluvia de misiles norteamericanos cayendo sobre suelo ruso, o chino, o coreano, o los tres a la vez. Un reflejo heredado de la crisis de Cuba que se produjo durante la presidencia de Kennedy, En aquella época tenía el grado de mayor y era de los que insistían en abrir fuego nuclear contra Moscú y La Habana. El viejo general mira a Crossman del mismo modo que se mira un perrito caliente justo antes de hincarle el diente. Se dispone a ladrar algo cuando la puerta del Despacho Oval se abre y entra el presidente. Los peces gordos se levantan. El presidente mira el reloj que está sobre una mesa auxiliar.
—Señores, son las 15 horas. A las 15.30 como máximo, quiero haber entendido cuál es la situación.
Los peces gordos se miran. Crossman ha compartimentado la información. Solo ha dicho lo estrictamente necesario, lo imprescindible para justificar la convocatoria de esa reunión. Por esa razón los consejeros releían febrilmente sus notas, con la esperanza de encontrar la fórmula correcta a partir de lo que el jefe del FBI se había dignado revelarles.
—Ya son las 15.01.
Todas las miradas convergen en Crossman, quien reprime una sonrisa. Jamás se había sentido tan odiado en toda su vida. Termina de transcribir en clave las últimas informaciones que acaban de transmitirle y a continuación se aclara la garganta.
—Señor presidente, ayer mis servicios interceptaron una caja precintada que contenía veintinueve frascos vacíos y uno lleno. La caja pertenecía a cuatro hombres a los que encontramos muertos en el aparcamiento del aeropuerto de Jackson y que regresaban de un largo viaje a través de Sudamérica y Australia. También descubrimos una treintena de desplazamientos idénticos: hombres de negocios con prisa que habían hecho escala en la mayoría de los grandes núcleos urbanos del planeta.
—¿Qué contenían esos frascos?
—Todavía no han terminado de realizar los análisis, pero los primeros resultados son preocupantes. El envoltorio corresponde a un virus gripal de tipo HxNx, pero no así la codificación del ADN. Lo único que sabemos es que se trata sin lugar a dudas de un imitante.
—¿Un qué?
—Un virus genético programado para causar el máximo de daños. Estamos estudiando las secuencias para intentar calibrar la amenaza, pero necesitaremos un poco de tiempo.
—Eso es precisamente lo que no tenemos. ¿Cree que es una cepa militar?
—No. Las reacciones químicas no corresponden a ningún protocolo que estemos experimentando en nuestros laboratorios secretos.
—Dejemos de perder el tiempo, Crossman. Tiene que ser forzosamente un virus enemigo.
Crossman mira los ojos bovinos de Hollander.
—General, ¿conoce a un solo enemigo suficientemente estúpido para que decida propagar uno de sus virus a escala planetaria?