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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (23 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—¿Qué descubrieron?

—Según los primeros resultados, cuando la momia se decidió por fin a morir de vejez, tenía algo más de cuatrocientos años. Cuatrocientos sesenta, para ser exactos.

Vagamente distraído hasta ese momento, Burgh Kassam sintió una repentina descarga eléctrica en un rincón de su cerebro. Antes de proseguir, el anciano consideró útil precisar:

—Lo que acabo de revelarle es secreto, pero no clasificado. Lo que significa que todavía puede levantarse y salir de esta habitación libremente. Le llevaremos de vuelta a Los Angeles y la entrevista terminará aquí. Salvo si comete la imprudencia de hablar de la Fundación o de nuestros trabajos a alguien, por supuesto. Pero, una vez que haya oído lo que seguirá, ya no podremos correr el riesgo de dejar que se vaya sin dispararle una bala en la cabeza. ¿Necesita tiempo para pensarlo?

Burgh negó con la cabeza. Cabbott prosiguió.

—Una vez la momia estuvo en lugar seguro, empezamos por hacer desaparecer a los supervivientes del proyecto Manhattan, así como todos los documentos relativos a ese descubrimiento. Después, hicimos rellenar la brecha del desierto de Jornada del Muerto y trasladamos la momia a una base de la Fundación, donde se está estudiando su ADN desde hace quince años.

—¿Cuál es el problema?

—El problema, señor Kassam, es que, si bien el ADN de esa momia presenta, en efecto, las características humanas habituales, presenta también otras que no comprendemos.

—¿Quiere decir aberraciones genéticas?

—No exactamente. Me refiero a unas secuencias que no conseguimos traducir. Como si, además de la evolución clásica en el genoma humano, ese ADN prehistórico contuviera otras informaciones procedentes de otra evolución.

—¿Es en eso en lo que trabajan?

—En eso y en otra cosa.

—¿En qué?

—Nuestros ordenadores de proteínas funcionan veinticuatro horas al día para tratar de descodificar esas secuencias anormales. Hemos encontrado casi todos los genes humanos, así como otros genes desconocidos que parecen relacionados con la activación de ciertas zonas que nuestro cerebro todavía no utiliza. Parece que una secuencia que todavía no hemos podido aislar ordena la producción de unas proteínas desconocidas, supuestamente capaces de reparar los desgastes provocados por las enzimas del envejecimiento. Ese gen es el que buscamos. El problema es que no sabemos cómo programar los ordenadores de proteínas a fin de que puedan comprender las secuencias de ADN anormales.

—Supongo que es ahí donde yo intervengo.

—En una primera fase, querríamos conseguir sintetizar las enzimas aceleradoras de las facultades mentales que ese organismo era capaz de producir. Adivine usted mismo las implicaciones militares de tales drogas, si lográramos reproducirlas a gran escala.

—Un contrato reservado al ejército estadounidense, supongo.

—Miles de millones de dólares, señor Kassam.

—¿Qué más?

—Después, nos gustaría que nos ayudara a penetrar el secreto de la extraordinaria longevidad de esa momia.

—¿Para qué?

Los ojos del anciano empezaron a brillar.

—Si existe una molécula prehistórica capaz de prolongar la vida, imagine por un segundo lo que nuestros laboratorios podrían hacer con ella sintetizándola.

—¿La inmortalidad?

—Únicamente para los que puedan pagarla.

—Necesitaré cobayas. Quiero decir cobayas humanos.

Cabbott dejó escapar una nube de humo.

—Eso no es ningún problema.

67

Burgh avanza por el fresco túnel. A lo lejos, la gigantesca puerta blindada está abriéndose. Siempre le han fascinado esas toneladas de acero pivotando sobre unos goznes perfectamente engrasados sin hacer más ruido que un motor eléctrico. Cruza el umbral. Una última corriente de aire tibio; luego, la puerta se cierra a su espalda y el aire acondicionado toma el relevo. Burgh entra en uno de los ascensores que comunican con los niveles subterráneos. La cabina parece descolgarse mientras acelera hacia las profundidades. Burgh recuerda.

Aquella noche, en la Fundación, dijo que sí al viejo Cabbott. Aceptó todo lo que el proyecto implicaba y se puso a trabajar al día siguiente. Recordaba el primer contacto con la momia; su rostro, deteriorado por el hielo y el tiempo, parecía sonreír a través de los cristales de protección. Apoyando las manos en la pared de la campana presurizada, penetró con la mirada aquellos ojos muertos clavados en él. Si lograba sus fines, ofrecería a la Fundación la extrema longevidad a la que la humanidad tanto aspiraba y que significaría su sentencia de muerte con la misma seguridad que si un ejército de virus prehistóricos se abatiera sobre el mundo. La desaparición del factor muerte, el gran caos de las religiones y las sociedades. Pero, más allá de eso, la inmortalidad marcaría un final mucho más insidioso e irreversible: el de la evolución de la especie. Si dejara de haber muerte, dejaría de haber transmisión del patrimonio genético y del conocimiento. Y la extinción progresiva de ese estúpido instinto de supervivencia que nos impulsa a reproducirnos para perpetuar la especie.

En realidad, en la Tierra solo existen dos tipos de seres vivos: los organismos sexuados y los organismos asexuados. Los primeros, de los que forman parte los hombres, persiguen la excelencia pero son frágiles y mortales. Evolucionan permanentemente, y el precio de esa evolución es la transmisión de la vida y, por consiguiente, la muerte. Los otros, simples como las algas, son inmortales pero no invulnerables, lo que significa que una helada o el menor cambio climático pueden matarlos. Lo que ocurría cuando se producía cualquier gran cataclismo era que los organismos sexuados, que habían podido adaptarse a las nuevas condiciones de vida, transmitían esa capacidad a su descendencia. Los otros, los que no morían y por lo tanto no evolucionaban, pura y simplemente desaparecían de la superficie de la Tierra.

Burgh sonríe mientras el ascensor baja hacia los niveles subterráneos de Puzzle Palace. Esa era la misión que el Destructor dé los mundos le había confiado: transformar a los hombres en algas. El problema era que, para conseguirlo, había qué provocar una mutación irreversible y transmisible en el transcurso de una sola generación. Y solo había un medio para cumplir esas condiciones: un virus genético con esa parte del ADN de la momia que contenía la eliminación del factor muerte. Un virus mutante dotado de la sencillez asesina de los seres asexuados y de los sistemas de autodefensa de los seres sexuados. En eso trabajaba Burgh Kassam en el último sótano de Puzzle Palace, lejos de la vigilancia de la Fundación. Nadie más que él tenía derecho a penetrar en su laboratorio personal. Y así tenía que ser, porque, si la todopoderosa Fundación se enteraba de que su pequeño genio se disponía a hacer irreversible esa longevidad que ellos contaban con vender a los más ricos, el pellejo de Burgh no valdría nada.

Una señal sonora. La cabina se abre ante una sala bañada de luz artificial. Al fondo, detrás de un compartimiento de descontaminación, unos hombres de blanco están atareados alrededor de una celda de aislamiento. Burgh se pone el mono estanco y se reúne con ellos. Detrás de las paredes de plástico de la celda, una mujer atada con correas parece dormitar en un sillón. Unos tubos transparentes introducen en sus venas el contenido de varios frascos. En el más grande, Burgh lee «Protocolo 13», el nombre en clave de los caldos enzimáticos relacionados con el rejuvenecimiento celular que había logrado sintetizar a partir del ADN de la momia. Los otros frascos unidos a los brazos de la cobaya estaban llenos de un líquido de un azul casi fosforescente. Estabilizadores químicos destinados a regular el proceso. Ese era el problema que presentaba el Protocolo 13: al principio, la reacción era estable; después se aceleraba.

Burgh consulta las consolas conectadas a los parámetros vitales de la mujer. Una mexicana que los agentes de la Fundación le habían proporcionado a modo de cobaya, junto con otros clandestinos rescatados, medio muertos de sed, del desierto.

Se vuelve hacia uno de sus ayudantes y le pregunta cuánto tiempo hace que han empezado a inyectar la sustancia. Con la voz sofocada por la mascarilla de protección, este último le responde:

—Cuatro horas.

Burgh teclea en su ordenador. Según la foto tomada cuando la mujer llegó, esta debía de tener alrededor de cuarenta años. Levanta los ojos hacia el cristal de protección. Ahora, su aspecto es el de una chica de apenas treinta. La sonrisa de Burgh se congela bajo la mascarilla.

—Mierda…

—¿Qué pasa?

—Está acelerando.

El ayudante teclea en su ordenador.

—Negativo, señor. Los parámetros son estables.

Apenas acaba de pronunciar la frase cuando varios pilotos empiezan a parpadear en los paneles de control.

—Conque estables, ¿eh?

Ante los ojos de los hombres con mascarilla, un chorro de sangre escapa de la boca de la cobaya. La mujer está envejeciendo a toda velocidad. Se ahoga, se debate. Burgh consulta su cronómetro. Algo se ha desencadenado. Algo que no ha conseguido controlar pese a las decenas de mexicanos que ha atado con correas a ese maldito sillón. El rostro de la mujer se deforma; su cuerpo también. Grandes tumores aparecen, crecen, se reabsorben. Se diría que parásitos gigantes reptan bajo su epidermis.

—Los estabilizadores químicos se sintetizan. ¿Aumento las dosis? —pregunta el ayudante.

—¿A un millón de dólares el centilitro? Ya puestos, tire directamente el frasco al retrete.

El rostro de la mujer se aja a toda velocidad ante los ojos de Burgh; arrugas que cada segundo son más profundas surcan su epidermis. Al mismo tiempo, parece que su piel esté fundiéndose. Burgh mira cómo la carne se pone flácida, cómo el pelo se vuelve blanco, cómo crecen las uñas. Los ojos de la vieja se tornan vidriosos. Toda ella se acartona como un trozo de carne olvidado en un horno de microondas. La mujer gime palabras inaudibles. Las fuerzas la abandonan. Finalmente se crispa por última vez y se desploma con todo su peso sobre el sillón.

Burgh suspira. Siempre pasa lo mismo con el Protocolo 13: al principio hace rejuvenecer y después provoca el efecto contrario, como un lifting chapucero. Se quita la mascarilla y tira los guantes al cubo previsto a tal efecto. Mirando una vez más el cadáver momificado que lo observa a través del cristal de protección, hace una mueca:

—Tiren esa cosa al desierto.

68

Al llegar al último nivel de la base, Burgh Kassam se coloca sobre la plataforma de pesado situada delante de la puerta blindada que controla el acceso a su laboratorio personal. El dispositivo ronronea mientras las cámaras empotradas en las paredes lo escanean al milímetro. Una vez efectuado el reconocimiento, la voz sintética del ordenador que Burgh ha bautizado con el nombre de Casandra suena a través de los altavoces.

—Buenos días, señor Kassam. Ha adelgazado cuatrocientos gramos desde la última vez que se pesó. Su nivel de azúcar es demasiado bajo. Tendrá carencia de glúcidos antes de las once. Los otros parámetros están estables. En espera de los últimos resultados.

—Intenta darme buenas noticias esta vez.

Un soplo de aire seco envuelve el rostro de Burgh cuando la puerta se cierra a su espalda. A medida que los tubos de neón se encienden, la oscuridad retrocede a lo largo de un espacio de cuatrocientos metros cuadrados. Su madriguera secreta. Ahí es donde había logrado desarrollar su arsenal sintético para responder a los poderes de las Reverendas.

Al principio, las sustancias que había conseguido extraer de la momia eran esencialmente aceleradores mentales que mejoraban la comprensión y la lógica, o superdopantes que multiplicaban la fuerza y la resistencia. Juguetes. En cambio, con las sustancias de segunda y tercera generación, y en particular con los Protocolos 7 y siguientes, había llegado por fin a las zonas del cerebro que gobernaban las capacidades sobrenaturales de las Reverendas. Los aceleradores supracognitivos.

Burgh se dispone a abrir la campana blindada que contiene una muestra de cada Protocolo cuando la voz de Casandra suena de nuevo por los altavoces.

—Resultados completos ya disponibles. Siete tumores cerebrales detectados. Cuatro en formación en el lóbulo inferior del pulmón derecho. Es necesaria una inyección de los protocolos correspondientes. Los tumores temporales y frontales escaneados ayer están en regresión. El cáncer de hígado está curado. Le quedan seis horas para administrar la inyección a fin de neutralizar los tumores recientes.

Kassam hace una mueca: lo malo de los protocolos es que producen tumores a la vez que multiplican el potencial del organismo. Los producen y aceleran su desarrollo. Racimos de tumores que crecen y estallan como forúnculos.

—¿Casandra…?

—¿Sí?

—¿Estás segura de que los tumores cerebrales no son metástasis del cáncer pulmonar?

—Absolutamente segura, señor. Las lesiones pulmonares todavía no han alcanzado el estadio de carcinoma.

Kassam se prepara una vacuna inmunitaria de recuerdo y se la inyecta por vía intravenosa. Una asesina de células malignas. Hace una mueca al sentir que el líquido le quema las venas. La maldita migraña que le martilleaba las sienes desde esta mañana está cediendo terreno a medida que los tumores se reabsorben. Avanza entre las mesas de laboratorio dispuestas en dos hileras a uno y otro lado de la estancia. En cada mesa está sujeta una especie de gran botella de plástico atravesada por cables eléctricos. Burgh toca una de ellas, cuya pared se deforma bajo sus dedos; es una pared celular, a la vez blanda e increíblemente resistente. Siempre le ha fascinado esa materia aceitosa creada por la naturaleza. Al fondo de los grandes fosos oceánicos, allí donde la presión es tan fuerte que el casco de los batiscafos se rompe como el papel, sólo los organismos unicelulares consiguen sobrevivir gracias a la formidable resistencia de su membrana.

Burgh afloja la presión de sus dedos y mira cómo la pared de la botella recupera lentamente la forma inicial, En el interior, el científico ha conseguido reproducir un líquido intracelular que contiene enzimas polimerasas. En el corazón de esa solución es donde ha inyectado el ADN de la momia del proyecto Manhattan. Después, solo ha hecho falta crear un campo magnético con ayuda de electrodos para que la actividad de la pseudocélula se desencadene y las proteínas empiecen a leer las secuencias genéticas. Como en un organismo vivo, cada botella contiene proteínas que solo leen una secuencia específica. Millones de buenas chicas que multiplican sus idas y venidas entre los fragmentos de ADN y la cadena de producción celular.

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