Read La hija del Apocalipsis Online

Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (19 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
8.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Entonces, ¿cuál es la explicación? ¿Ese tipo trabajaba en una central nuclear y ha recibido radiaciones?

—Para llegar a ese resultado, tendría que haberse metido en el corazón del reactor y acelerar las partículas directamente. No, en mi opinión el tipo empezó a envejecer de repente a toda velocidad y murió por todas las causas por las que la humanidad suele morir: vejez, cáncer, degeneración cerebral y todas las patologías asociadas a ello. Pero esas patologías debieron de aparecer en unos minutos. En conclusión, su fiambre no existe. Científicamente, quiero decir.

El inspector Calloway dirigió una mirada al agente Stern, que sonreía de oreja a oreja. Iba a hacer otra pregunta al forense cuando llegó un fax del servicio de matriculación de vehículos. El propietario del 4 × 4 se llamaba Conrad Bishop. Un paleontólogo reputado que trabajaba para el Museo Nacional de Historia Natural. Tenía cuarenta y dos años. Según el informe médico de su aseguradora, el último chequeo que le habían hecho no mostraba nada anormal. Ninguna patología cardíaca, ni cáncer, ni siquiera una pizca de colesterol. Y, según el informe que Calloway leía a medida que el fax iba escupiendo las páginas, las huellas digitales tomadas al cadáver del 4 × 4 coincidían con las de Bishop.

57

Marie levanta los ojos del expediente. Ni siquiera nota ya el viento fresco en la cara. A menudo se había preguntado por qué Crossman le endilgaba siempre los peores casos. Crímenes de los que nadie quería saber nada y que aterrizaban indefectiblemente en su mesa. Un día se lo preguntó en persona, en un lujoso bar de Washington situado a dos pasos de la Casa Blanca, del que el jefe del FBI era asiduo. Le preguntó por qué no le tocaba a ella también, de vez en cuando, un caso facilón, con un asesino en serie normal, una escena del crimen limpia y unas víctimas apenas desfiguradas. Crossman le sonrió por encima del vaso. Después, al darse cuenta de que hablaba en serio, la desafió a que le dijera cuántos clientes había en el bar y qué aspecto tenían.

—¿Se refiere a una descripción como las de las pruebas de ingreso?

—Exacto, Marie. Le doy treinta segundos. Después, cierre los ojos y dígame cómo van vestidos, en qué postura están, en qué lugar de la sala se encuentran… Todos los detalles que recuerde.

Marie, entrando en el juego, examinó atentamente la sala y, al acabarse el tiempo, cerró los ojos.

—Bueno, ¿qué?

—La sala es rectangular. Unos cuarenta metros por veinte. Varias mesas en el centro, colocadas en dos hileras. Mesas bajas y amplios sillones de piel sobre gruesas alfombras. Una barra de caoba maciza al fondo. Unas columnas en los lados forman compartimientos con asientos de cuatro plazas enfrentados.

—¿Qué más?

—En la barra hay dos tipos sentados. El de la izquierda ronda la cincuentena. Cierto sobrepeso. Lleva gafas con montura de concha y traje gris, y le duele la espalda.

—¿Cómo lo sabe?

—Por su postura. Tiene ciática. Me he dado cuenta por la forma como se ha agachado para coger la cartera. Es un gesto muy peligroso cuando se tienen problemas de espalda: no hay que coger nunca un objeto que se encuentre más abajo que tus pies, si no corres el riesgo de…

—Siga.

—El tipo de la derecha es más joven. Unos cuarenta, pelo castaño. Fornido. Lleva unas gafas negras, un traje azul claro y una automática de 9 milímetros bajo el hombro izquierdo. Se nota por los pliegues de la americana en esa parte.

—¿Qué deducción saca de eso?

—Servicios secretos. Protección personal de la Presidencia.

—No extrapole, Marie. Cíñase a los hechos.

—Me ciño a los hechos, señor. Me acosté con ese imbécil una noche que estaba deprimida. Lo confirmo: forma parte de la guardia personal de la Presidencia. Hasta puedo decirle su nombre. Se llama Ralph. O Ruppert, no me acuerdo.

—De acuerdo, ahórreme los detalles. ¿Qué más?

—La sala está vacía, salvo una mesa que ocupa una pareja arrellanada en los sillones. El hombre lleva esmoquin blanco y un abrigo de cachemira gris. La mujer, vestido de noche, un collar de perlas de varias vueltas y un abrigo de marta cibelina. Él bebe un Martini con una aceituna. Ella, una copa de champán claro como el agua. Recuerdo que el hombre ha clavado los ojos en sus manos y que la mujer fuma nerviosamente cigarrillos de colores. Parece que esperan la hora de ir a un espectáculo. Y creo que han discutido.

—Está bien. Ya puede abrir los ojos.

Marie obedeció y miró a los dos hombres de la barra. El de la izquierda se masajeaba discretamente los riñones haciendo una mueca. Ella dirigió un pequeño gesto de saludo al de la derecha, que le respondió con una sonrisa incómoda. A continuación, Marie recorrió la sala con la mirada.

—Confirmo lo de los dos tipos de la barra. La pareja ya no está.

—¿Qué deduce de eso?

—Que deben de haberse marchado mientras yo tenía los ojos cerrados.

—No, Marie. En realidad, me ha descrito a la perfección a Larry y a Elena Carthrell, los antiguos propietarios y fundadores de este bar. Una pareja riquísima que hizo fortuna en los casinos y con los trapicheos políticos.

—¿Y qué?

—Pues que murieron asesinados en octubre de 1925. ¿Responde eso a su pregunta o quiere que vayamos a un cementerio a continuar la prueba?

58

Marie se sumerge de nuevo en la lectura del expediente. En las semanas posteriores al fallecimiento del profesor Bishop en Nueva York, se encontraron a otras ocho víctimas muertas en las mismas circunstancias. Todos eran arqueólogos o paleontólogos famosos que trabajaban para grandes museos nacionales, universidades prestigiosas o fundaciones privadas. Algunos de ellos fueron hallados en sus despachos, tirados en el suelo de un aparcamiento o incluso fulminados en plena calle. Los dos últimos volvían de un simposio celebrado en Tailandia y los encontraron muertos en un compartimiento de primera clase de un barco, con el pelo blanco y el semblante deteriorado por la edad. En las autopsias, los forenses hallaron la presencia de los mismos aneurismas, los mismos cánceres y las mismas embolias que en el caso de Bishop. Llegaron a las mismas conclusiones: muerte inexplicable por aceleración brutalmente brusca del proceso de envejecimiento. Solo uno de ellos añadió unas líneas a mano bajo su firma: en la base del cuello del anciano al que había practicado la autopsia, había observado una pequeña herida circular que había aparecido progresivamente con la rigidez cadavérica. Para salir de dudas, el forense había procedido a realizar un análisis toxicológico en busca de un veneno o de una sustancia mortal. Sin resultado.

Marie suspira. Nada de lo que lee parece que sea la firma de un asesino en serie. Ni miembros amputados, ni carótidas seccionadas, ni siquiera una minúscula herida. Salvo, tal vez, las pupilas de los cadáveres, dilatas por el terror. Ese era el único signo de un asesino itinerante. El problema era que nada demostraba que se tratase de asesinatos. Excepto que… Marie enciende otro cigarrillo echando pestes interiormente contra los polis de Nueva York. Excepto que unos testigos vieron que un hombre con un abrigo negro bajaba del coche de Bishop justo antes de que llegara la policía montada. Como los automovilistas en cuestión habían tardado en mencionarlo, ese detalle se había añadido al final del expediente. Algunos afirmaban que el desconocido caminaba por el arcén y que se había limitado a inclinarse unos instantes ante la puerta del coche de Bishop. Otros juraban por lo más sagrado que estaba sentado dentro del coche del profesor y que había bajado unos segundos antes de que llegara el policía. En cualquier caso, todos coincidían en un punto: después de alejarse del vehículo, el desconocido había pasado por encima de la valla de protección y había desaparecido en Liberty State Park.

Marie vuelve atrás y lee de nuevo las declaraciones. A otra víctima, el profesor Karl Christiansen, la habían encontrado en una gabarra amarrada en un canal de Amsterdam. Según el informe, en ese piso flotante de soltero era donde el eminente paleontólogo solía recibir a sus conquistas. En las horas siguientes al descubrimiento del cadáver, un policía recogió la declaración de un vagabundo que vivía bajo un puente, a unos metros de la gabarra. Este último recordaba haber oído un ruido de botas en la pasarela justo antes del amanecer. Había salido de su refugio de cartones en el momento en el que una silueta bajaba de la gabarra. Un hombre con un abrigo negro.

—Me intrigó, ¿sabe?, porque las visitas que recibía el profesor no eran precisamente chicos bien plantados, sino sobre todo zorras de lujo.

Marie se irrita. Con el pretexto de que el testigo olía a cerveza, el poli lo había interrogado de cualquier manera. Según el vagabundo, alguien esperaba al desconocido. Un tipo en una moto, con casco, guantes y cazadora de piel. Se pusieron en marcha con un silbido del turbo y el indigente bajó instintivamente la cabeza cuando el faro barrió la oscuridad bajo el puente.

Marie, nerviosa, baja con un chasquido el capuchón del encendedor.

«¡Haz de una vez la pregunta, por Dios!»

Intrigado por los detalles que le había dado el vagabundo, el poli volvió atrás y le preguntó por fin si había observado algo anormal en el momento en el que el tipo había bajado de la gabarra.

—¿Anormal? ¿Quiere decir algo que no encajara?

—Algo así.

—Sí, pero ¿cuándo?

—¿Cómo que cuándo?

—¿Antes de que montara en la moto o después?

—Digamos que antes, durante y después, ¿le parece bien?

El vagabundo se quedó un momento pensativo antes de acordarse de que el hombre de la moto no había llegado enseguida y de que el desconocido había bajado de la pasarela unos momentos antes.

—¿Y qué?

—A la luz del faro que se acercaba, pude ver bien la cara del tipo del abrigo negro. Y le aseguro que me pegó el mayor susto de toda mi vida.

—¿Por qué?

—Porque aquella cara parecía… muerta. Sí, eso es. Una cara cerosa con ojeras negras. ¿Y quiere que le diga lo peor?

—Adelante, no se corte.

—Cuando el tipo iba a montar en la moto, levantó los ojos y miró justo en mi dirección. Era imposible que me viera bajo los cartones. Sin embargo, estoy seguro de que se dio cuenta de mi presencia.

—Y en su opinión, si le vio, ¿por qué se conformó con mirarlo?

—Porque no había llegado mi hora.

—¿Su hora?

—¿Aún no lo has entendido, chaval? Ese tipo era la Muerte en persona. La vieja Guadaña, que iba a buscar su cosecha de almas. Seguro que el profesor estaba en la lista. Pero yo no. Por eso la Muerte se limitó a sonreírme mientras se alejaba en la moto.

Marie nota que se le acelera el corazón. Por fin tiene una pista. Recorre rápidamente las últimas declaraciones mordisqueándose los labios. Un suspiro. Ningún hombre de negro había sido visto en los otros escenarios del crimen. Enciende su ordenador portátil y se conecta con la base de datos del FBI. Introduce sus códigos de identificación y accede al sistema de videovigilancia de la central de los sitios sensibles del territorio estadounidense. Selecciona el aeropuerto de Los Angeles y explora los archivos en busca del informe de videovigilancia de la noche del 12 de octubre a partir de las 21 horas, cuando aterrizó el vuelo Thaï Airways 6514 procedente de Bangkok.

Cámaras de la pasarela de desembarque. Plano fijo de la puerta del avión. Marie pasa la cinta a velocidad rápida. Los últimos pasajeros desembarcan. Unos segundos con el plano vacío. Movimiento en el interior del avión, un vaivén de azafatas y auxiliares de vuelo asustados. Alguien descuelga un teléfono. El comandante sale de la cabina y se dirige hacia la parte trasera; la tripulación acaba de descubrir los dos cadáveres. Marie imagina el pánico de las azafatas al constatar que son unos viejos, cuando los dos pasajeros que vieron subir en Bangkok eran unos quincuagenarios bronceados y en plena forma. Nada más. Pasa a las grabaciones de la sala de desembarque y observa a los cansados pasajeros.

«¿A qué esperas, Marie? ¿A ver cómo la Muerte recoge su bolsa de deporte antes de salir para fumar un pitillo?»

Marie se dispone a acelerar el desfile cuando repara en un hombre que cruza la sala. Lleva una sudadera con la capucha puesta y un abrigo de piel negro. Detiene la imagen y amplía al desconocido. Algo brilla bajo su abrigo entreabierto. Parece una insignia oficial. Marie pasa a las imágenes siguientes. Tal como imaginaba, el tipo se dirige sin vacilar a los aduaneros y les muestra la placa. El funcionario le hace una seña indicándole que pase. El hombre desaparece detrás de los cristales opacos de la sala principal.

«¡Joder, así que la Muerte es un agente del gobierno! ¡Menudo notición!»

Marie pasa a los informes de grabación de las cámaras de la sala principal; abre varias ventanas para ver las secuencias captadas por los diferentes objetivos. Mira cómo el desconocido atraviesa la sala.

«Vamos, sé bueno, enséñame el careto…»

El hombre de negro cruza las puertas de cristal del aeropuerto. Una última cámara lo filma mientras sube a un Cadillac de cuatro puertas, modelo gubernamental.

«Mierda…»

Marie cierra el portátil y termina de leer el expediente.

A medida que los laboratorios recibían los diversos informes, los especialistas estudiaban la vida de las víctimas en busca de un denominador común. Realizaron innumerables comprobaciones remontándose lo más lejos posible. La mayoría de ellos habían estudiado carreras universitarias bastante parecidas y se habían especializado en períodos de la prehistoria relativamente similares. Algunos estudiaban los huesos humanos; otros, los fósiles; otros, las primeras huellas de civilizaciones, y otros, virus prehistóricos que se habían encontrado dentro de bloques de ámbar. Algunos de ellos incluso se conocían. Dos de los especialistas, al menos, se detestaban por oscuros motivos de celos profesionales. Ninguno se tiraba al cónyuge de otro. Ni deudas de juego ni primos lejanos en la mafia. Ningún móvil aparente. Hasta que, a fuerza de buscar, los sabuesos de los laboratorios acabaron encontrando algo. El informe expedido por la policía alemana tras el descubrimiento del sexto cuerpo en las afueras de Hamburgo fue lo que los puso sobre la pista. El cadáver era el del doctor Hans Jurgenstein, profesor de inmunología y especialista en el ADN prehistórico, cuyo campo era el estudio de los genes responsables de la longevidad humana y del desencadenamiento de los procesos de envejecimiento.

BOOK: La hija del Apocalipsis
8.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Satan's Pony by Robin Hathaway
Sealed In by Druga, Jacqueline
Husband by the Hour by Susan Mallery
Gorilla Beach by Nicole "Snooki" Polizzi
Frederick's Coat by Duff, Alan


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024