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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (11 page)

Los dientes de Marie chocan contra el vaso que se acerca a los labios. Una exhalación. Daddy fuma mientras hojea su historial. Hace unas anotaciones en un bloc. Se aclara la garganta.

«Tu psiquiatra es un imbécil, cariño. Si hubieras venido a verme antes, yo te habría explicado lo que sientes. En el fondo, eso es lo que quieres: comprender. Detenerme, vengarte, matarme, todo eso no es importante. El problema es que tu psiquiatra no solo es un imbécil; también es un mentiroso. Igual que Crossman, dicho sea de paso. Ambos saben lo que le hice a tu segunda familia adoptiva en Hattiesburg y te utilizan confiando en que no recuperes nunca la memoria. Pero un día u otro esas cosas salen. De una u otra forma, esas cosas siempre salen.»

Otro silencio. Daddy deja las gafas sobre el historial y da unos golpecillos al puro.

«Ya es casi la hora. No tardarás en entrar en mi consultorio. Oigo tus pasos en el pasillo. Siento tu miedo y tu nerviosismo. Tu cerebro ha olvidado quién soy, pero tu alma no, ni tus células, ni tu corazón. Ahora que escuchas este mensaje, ya que no has muerto, lo recuerdas todo. He sido yo quien te ha dado la vida. No lo olvides, Marie. Y no olvides la hora de los crótalos: no hay que dormir nunca cuando los crótalos salen de sus agujeros.»

Un ruido sofocado. Daddy pulsa un botón. La puerta se abre. Crujidos de parquet. Marie recuerda que, cuando entró, Daddy estaba al teléfono y le indicó con una seña que se acercara. La voz del asesino crepita de nuevo en el auricular. Susurra mirando a Marie. No le quita la vista de encima.

«Una última cosa antes de que te deje para ocuparme de ti: ¿has conseguido salvar a los niños del orfelinato de Río? No. Por supuesto que no.»

La voz de Daddy se aleja. Sonríe al pedirle que tome asiento en el sillón. Un clic. Acaba de colgar.

Marie se agacha para recoger las hojas que ha dejado caer. Cierra los ojos con todas sus fuerzas, pero aun así ve las paredes desconchadas de un cuchitril perdido en las favelas de Río. Empuja una puerta. Hace calor. La habitación es tan grande que a duras penas distingue el final. Unos tragaluces mugrientos dejan pasar el resplandor del sol, recortándolo en haces de luz polvorienta. Marie avanza entre las hileras de camas metálicas. Unas manitas entreabiertas emergen de las sábanas. Caras demacradas parecen sonreírle. Sobre cada mesilla de noche hay un vaso que desprende un olor a podredumbre y a soda. Marie se sienta en la cama del fondo y coge a una niña en brazos, una cría muy blanca y delgada. La niña de la última cama. Ha conseguido pasar una pierna por encima de las sábanas. Un poco de soda ha resbalado por su barbilla y su cuello. Se ha debatido para no beber. Su piel todavía está tibia, casi suave. La visión se interrumpe. Marie se encorva y vomita un trago de ginebra sobre el suelo del salón. Ha perdido.

29

Marie se yergue. Un calambre en el estómago la obliga a hacer una mueca. Sabe que debería dejar de beber. Está harta de despertar todas las mañanas evitando mirarse en el espejo. Harta de abrir los ojos y de encontrarse bajo la ducha sostenida por su viejo amigo el sheriff. Ya ni siquiera la incomoda que le vea los pechos o el sexo. Es una mala señal y lo sabe. No obstante, continúa porque necesita llegar lo más deprisa posible a ese estado algodonoso en el que ya nada puede herirla. Determinada tasa de alcoholemia. Nunca por encima y, sobre todo, nunca por debajo. Salvo cuando le encomiendan una misión. Entonces no bebe jamás. Eso es lo que tan cruelmente echa en falta cuando se encuentra sola consigo misma y sus recuerdos muertos: el peligro, lo único que todavía la mantiene con vida. El peligro y el miedo.

Desde el accidente, siempre tiene la misma sensación de desdoblamiento. Marie la bebedora obligada a hundirse para poder continuar haciendo su trabajo, y Marie la asesina cuya sonrisa flota en algún lugar de su mente. Gracias a Daddy, por fin conoce el nombre de la otra. Marie Gardener. Ella es la que disfruta persiguiendo a los asesinos en serie. No Parks. Parks es la investigadora depresiva que comprueba los indicios y sigue minuciosamente las pistas; la parte de Marie que está harta de estar sola y que rompe a llorar comiendo palomitas mientras ve una película romántica antigua. Gardener saliva consultando las fotos de escenas de crímenes y apuntando con su pistolón una nuca cada vez que se presenta la ocasión de hacerlo. De las advertencias se encarga Parks. Gardener siente rabia cuando el asesino se arrodilla con las manos sobre la cabeza; le encanta que se niegue a rendirse. Con el dedo doblado sobre el gatillo, espera a que Parks haya terminado de recitar su manual del perfecto agente.

Marie aprieta los puños. Acaba de admitir que no son las imágenes de Río lo que la aterroriza, sino los recuerdos de Gardener. Están subiendo como aguas negras que rompieran contra la muralla de una presa. Marie sabe que los diques están cediendo. Intenta cerrar su mente, pero Gardener acaba de meter el pie en el hueco de la puerta. Hasta entonces, habían logrado esquivarse como dos hermanas gemelas que se detestan, pero la muerte de Daddy las ha reunido para siempre. Su regalo de despedida.

30

Marie no se ha dado cuenta de que ha subido al piso de arriba y de que se halla delante de la puerta de la habitación de sus padres. No ha vuelto a entrar desde su muerte. En la muralla de la presa están apareciendo nuevas grietas. Recuerdos fríos, congelados.

El regreso del lago Tahoe. Tiene dieciséis años. Está bronceada, feliz, enamorada. Ha hecho el amor por primera vez con Brett Chandler, un chico alto, con granos y demasiado delgado. Un encuentro torpe y doloroso. Hasta ha fumado como una mujer, después de haberse puesto las bragas y la camiseta. Su primera relación, su primer cigarrillo. Sus dieciséis años.

Cuando el autocar que los llevaba de vuelta desde el aeropuerto de Portland había pasado la última cuesta antes de Hattiesburg, Marie vio unos focos giratorios a lo lejos. En aquella época, el sheriff se llamaba Herb Sedgewick, un viejo bonachón de ojos azules, con un bigote gris que se le comía parte de la cara.

Estaba esperando con los demás padres. Todos tenían una expresión extraña cuando Marie bajó del autocar. Buscó con la mirada a los Parks y luego, al cruzarse con la del sheriff, comprendió que estaba allí por ella. Sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Él le puso la mano sobre un brazo y Marie recordaba haber dicho, con los ojos llenos de lágrimas:

—Suélteme ahora mismo o lo mato.

Pero el sheriff no la soltó. La estrechó contra sí y le dijo unas palabras que ella había olvidado. Solo recordaba que le habló de un accidente de coche, de Dios, de esperanza y de luz. Luego subió en la parte trasera del 4 × 4, que arrancó entre una nube de polvo en dirección a Milwaukee Drive.

Después del entierro de sus padres, se marchó de Hattiesburg. La habían matriculado en un internado privado de los alrededores de Boston, donde se refugió en el trabajo, estudiando hasta la extenuación. Ingresó en la facultad con dos años de adelanto. Y una mañana la encontraron en su cama con las venas cortadas. Había dejado una nota. Ya no hablaba. Una semana más tarde, aterrizó en un servicio especializado del hospital de Green Plains: una gigantesca prisión con un gigantesco parque rodeado de gigantescas tapias. Allí fue donde los recuerdos de la Guardería resurgieron. Donde el doctor Moore los exhumó para enterrarlos mejor. Poco a poco, Marie aprendió a poner un nombre a sus accesos de cólera. También la ayudaron a admitir que no podía remediarlo. Entonces, para demostrarles que había comprendido perfectamente, Marie empezó a dejarse morir.

31

Marie recuerda el parque de Green Plains, el estanque con sus carpas de piscifactoría, la hierba permanentemente cortada a ras y las abejas zumbando alrededor de los macizos de geranios. Recuerda también los largos pasillos desiertos y el suelo helado bajo sus pies desnudos mientras camina con los ojos cerrados. Idas y venidas durante todo el día tocando alternativamente la pared de la izquierda y luego la de la derecha. Recuerda el momento en que las enfermeras tuvieron que ponerle un gota a gota para administrarle glucosa. Solamente pesaba cuarenta kilos. Aquella noche, el doctor Moore entró en su habitación y se sentó a horcajadas en una silla rosa que ella había construido en el taller. También había hecho macramé, ceniceros de pasta de sal y collares indios. El doctor Moore la miró fijamente durante unos segundos antes de decirle:

—Marie, querría que te pusieras de pie y te quitaras la bata.

—¿Va a violarme?

—No tengo la costumbre de violar a los esqueletos.

Así era el sentido del humor del doctor: un tono cortante y una sonrisa desprovista de alegría en las comisuras de los labios. Ella ya había perdido la cuenta de las veces que había intentado arañarle la cara o arrojarle un cenicero a la cabeza. Y de las que se había echado a llorar entre sus brazos. Pero lo más habitual era que se quedaran horas enteras mirándose el blanco de los ojos. El doctor nunca la había tratado con brusquedad ni obligado a nada. Excepto aquella noche.

—¿Y si me niego?

—Si te niegas, te desnudaré yo.

—Hágalo y lo denunciaré por agresión sexual.

—Nadie cree a las personas como tú, Marie. Las escuchan, pero no creen lo que dicen. Resulta muy práctico con las locas.

—Píreselas, doctor.

—¿Es la palabra «loca» lo que te choca? ¿Qué prefieres? ¿Pirada? ¿Zumbada? ¿Pobre chiflada? Espera, tengo algo mejor. ¿Qué te parece «alfeñique demasiado cobarde para afrontar la realidad»?

—Lárguese de aquí, pedazo de vientre lleno de mierda. Vaya a chupársela a un pordiosero de rodillas en un aparcamiento y vuelva a casa a que su perro le dé por el culo.

Había gritado esas palabras incorporándose con dificultad en la cama. Después le escupió a la cara y miró cómo la saliva resbalaba por su mejilla sin que él hiciera un gesto para limpiársela. Recordaba los lagrimones de ira que le quemaban los ojos mientras intentaba sostener la mirada glacial de Moore. Una vez, la había felicitado por la formidable inventiva que demostraba tener en materia de insultos. Incluso apuntaba los más largos para estar seguro de no olvidarlos. Pero aquella noche no lo hizo. Pensándolo bien, no era eso lo que había puesto tan triste a Marie. Hasta entonces, nunca le había dicho que estaba loca, nunca la había juzgado ni despreciado. Entonces, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos, dijo:

—Tengo miedo.

—Sí, Marie, lo sé, sigues teniendo miedo. Es cómodo tener miedo. Da derecho a arrojar ceniceros contra las paredes y a escupir a la gente a la cara. Da derecho a dejarse morir poco a poco y a abandonar a los que se interesan por ti.

—Yo no le he pedido nada, doctor. Si quiere que le pague por sus servicios, puedo chupársela o dejar que me folie. ¿Es eso lo que quiere? ¿Que le dé las gracias dejando que se corra en mi boca? No sé si…

La bofetada sonó como un latigazo. Marie recordaba que su cabeza giró brutalmente por la fuerza del impacto, pero lo que más recordaba era el destello de dolor que había visto en los ojos del médico justo antes de que empezara a hacer el ademán de darle la bofetada.

—Sí, es muy cómodo tener miedo. Te da derecho a humillar a la gente y a ensuciarlo todo.

—Lárguese, doctor.

—No me iré hasta que te hayas levantado. Quiero que te desnudes delante del espejo y que me digas si te gusta lo que ves. Después, me iré y te dejaré morir, si realmente es eso lo que tú quieres.

Entonces, a modo de desafío, Marie se levantó y empujó el soporte del gota a gota hasta el espejo que cubría la puerta del cuarto de baño. Se quitó la bata y contempló aquella figura descarnada; el culo plano, el pliegue del sexo entre unos muslos de rana, el vientre hundido y las costillas prominentes, los pechos raquíticos y su rostro. La mitad del rostro, en realidad. Como si el resto hubiera desaparecido. Un puñado de huesos cubiertos por una capa de piel tan fina que parecía una película de plástico.

—¿Cuándo acabará esto, Marie?

—Cuando llegue a treinta kilos.

—Nunca llegarás a treinta kilos y lo sabes.

—Ya lo creo que llegaré.

—No, Marie. Solo tus huesos pesan más que eso. Así que, para alcanzar ese récord ridículo, tendrás que morir. De todas formas, ya decías eso cuando pesabas cuarenta y cinco kilos y luego cuarenta. Incluso firmamos contratos que nunca has cumplido. ¿Te acuerdas?

—Ya se lo he dicho, doctor: yo no le he pedido nada.

Al tiempo que buscaba con los ojos la mirada fría del médico, Marie había cruzado sus brazos descarnados sobre el pecho.

—¿Por qué te tapas los pechos? Ya no tienes pechos que esconder. Ya no eres una mujer, ya no eres una chica, eres casi un cadáver.

—Por favor, doctor Moore, ¿quiere marcharse ya?

—Quieres morir, ¿es eso? Disfrutas sintiendo que tu cuerpo desaparece, ¿y crees de verdad que voy a quedarme aquí compadeciéndote?

Con la mirada emborronada por las lágrimas, Marie contempló sus caderas planas, que sobresalían bajo la piel. Ya no quedaba nada deseable en aquel amasijo de huesos. Nada vivo. El doctor Moore se acercó a ella, se agachó para recoger la bata y se la puso sobre los hombros. Después murmuró:

—Estás devorándote, Marie. Tu cuerpo se alimenta de tu cuerpo. No se purifica. No se sublima. Se come a sí mismo.

—¡Y a mí qué me importa!

—A mí sí que me importa. Te he dejado una tableta de chocolate en la mesilla de noche. Quiero que te la comas. Quiero que la devores como una chica normal.

—¿Y si no lo hago?

—Si no lo haces, me veré obligado a hacer que te trasladen a otro establecimiento, donde podrás dejarte morir sin que nadie te moleste. Solo pasarán de vez en cuando a cambiar el gota a gota para seguir regándote como a una planta muerta. Hasta que una mañana te cubrirán la cara con la sábana.

—Quiero quedarme aquí.

—No, Marie. Eres joven y triste. Eso te da derecho a casi todo, excepto a pedirme que te cubra la cara con una sábana.

Marie cerró los ojos cuando el doctor Moore salió. Finalmente, continuó creciendo y viviendo. Al principio, solo para ver si era capaz de soportar su sufrimiento. Una especie de apuesta consigo misma: sobrevivir un día, dos, cien… Sobrevivir diciéndose que, si dejaba de ser soportable, bastaría con tirarse desde un puente o con dejar de respirar.

Poco a poco, el dolor fue cediendo terreno. La curaron de sus pesadillas y le retiraron la mayor parte de los medicamentos. Hasta que una mañana salió de Green Plains y volvió a la facultad. Entonces vivió los primeros amores que hacen daño de verdad. Los primeros veranos que uno quisiera que no acabasen nunca. Con sus títulos en el bolsillo, entró en el FBI. Ahí fue donde conoció a Mark. Después llegó su hija, Rebecca, y una corta temporada de dicha casi perfecta, como una mujer casi normal. Hasta que un trivial accidente de carretera puso todos los contadores a cero y borró sus escasos recuerdos felices. El gran salto al vacío, como una broma cósmica de mal gusto.

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