Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
A continuación corre la cortina y deja a la anciana sola en la penumbra.
Debbie se concentra. Pese a la migraña que le martillea las sienes, consigue localizar bastante fácilmente a las otras Reverendas. Se acercan. No saben que el Enemigo está allí. Debbie va a tener que prevenirlas lanzando un potente mensaje de alerta. Aunque con ello firmará su sentencia de muerte, pues revelará su presencia con la misma claridad que si encendiese una hoguera en plena noche. No tiene elección. El Enemigo ya ha debido de percibir los primeros impulsos que ha dirigido a la dependienta: una agitación casi imperceptible en la superficie del poder, una onda casi invisible en momentos normales, pero que es imposible no detectar cuando se persigue a una Reverenda.
Debbie descorre la cortina y se abre paso trabajosamente entre la multitud de clientes hasta la sección de zapatería, donde escoge un par de sandalias de esparto antes de dirigirse hacia los arcos de seguridad. Cuando cruza uno de ellos, suena una alarma. Un vigilante pone una mano sobre su brazo. Debbie se concentra. El hombre le pregunta si necesita ayuda. Ella está a punto de enviarle otro impulso cuando ve que un vagabundo se vuelve en medio del gentío. Ha percibido la vibración; con los ojos cerrados, olfatea como un perro. Debbie dirige una sonrisa al vigilante, el cual se aleja. Justo antes de adentrarse en otro pasillo, se vuelve. El indigente parece observarla un instante; luego, desvía la mirada. Debbie se estremece; si el impulso hubiera durado una fracción de segundo más, habría estado perdida. El hombre se pone de nuevo en marcha titubeando. Hace una seña a otros indigentes que patrullan por los pasillos. Debbie empieza a alejarse cuando oye la voz de Hanika, que ha logrado penetrar en su migraña. El vagabundo se detiene y se vuelve de nuevo, con una sonrisa cruel en los labios. Tiene los ojos blancos. Ojos de ciego.
Debbie sube por una escalera mecánica haciendo muecas de dolor. Echa de menos el bastón. Lanza una mirada hacia atrás. Nadie. No puede perder ni un segundo. Cuenta con que los vagabundos del centro comercial no la ataquen enseguida. Esperarán a que los otros indigentes dispersos por las calles se reúnan con ellos. Lo harán al descubierto, en medio del gentío: una puñalada en la espalda o en el abdomen al girar en un pasillo. Saben que la anciana no puede escapar y que ha utilizado gran parte de su poder transfiriéndose al cuerpo de Ayou.
Al llegar al final de la escalera, Debbie ve un amplio ventanal. Se detiene un momento y observa las calles, abajo. Están llegando. Unos quince en total. Avanzan entre la muchedumbre, sin hacer caso de los elementos desatados. Apenas se conocen. Se odian. No necesitan hablar entre ellos. Todos obedecen a la misma señal que los guía y los mata lentamente.
Debbie reconoce a la vagabunda del anorak naranja, que sigue empujando su carrito. La mujer gorda se detiene y levanta los ojos hacia el ventanal. Una arcada hace que vomite un chorro de sangre que resbala por su barbilla y su cuello. Sangre muy roja que la lluvia diluye conforme va fluyendo. La mujer señala con la mano en dirección al ventanal, como si saludara a Debbie. Los otros vagabundos siguen su gesto. Uno de ellos mueve los labios como si ladrara. Olfatea la lluvia y el viento. Debbie se vuelve. Sabe que los vagabundos del centro comercial no están lejos. Ahora que se han sumado a ellos los de los aparcamientos y las alcantarillas que se extienden bajo las gigantescas galerías, son una veintena los que recorren la muchedumbre efectuando una amplia maniobra de cerco. La anciana dama no pretende intentar escapar. Está demasiado cansada.
Se apoya en una columna y oye la voz de Hanika, que llena de nuevo su mente. Su hermana está sentada en la parte trasera de una limusina que recorre la avenida Claiborne. Está inquieta. Otras voces se suman a la de ella, en un torbellino de voces. La de Akima en la habitación de un hotel del barrio de Tulane. La de Hezel, refugiada en un café, en la esquina de Canal Street con Loyola. La de Salima, sentada en primera clase en el expreso procedente de Memphis que acaba de detenerse en la estación de Nueva Orleans. Todas esas voces se superponen y arrancan a Debbie gemidos de dolor. Han comprendido que algo no va bien.
Debbie siente que una gran tristeza invade su alma. Sabe que no volverá a ver a sus amigas de siempre y que el mensaje que se dispone a enviarles será el último. Le habría gustado tanto estrecharlas una vez más entre sus brazos… Antes de pasar a las cuestiones serias, habrían callejeado por la ciudad como viejecitas traviesas para hacer unas compras y tomar un té en uno de esos salones de Nueva Orleans donde se puede escuchar música hasta el amanecer. Debbie y Akima habrían saboreado un último cigarrillo mientras escuchaban a Hezel quejarse del humo. Habrían comido dulces que les darían fuerzas para deambular toda la noche. Habrían pronunciado algunas palabras escogidas que Debbie había repetido durante años preguntándose qué podían decirse cuando todo ya había sido dicho. Luego, cuando el horizonte hubiera empezado a teñirse de rosa, se habrían dado un último beso y habrían muerto juntas para renacer mejor en la mente de las siguientes Reverendas.
Debbie husmea el aire acondicionado que sale de los climatizadores. Empieza a oler a mugre y a orina. Hace acopio de toda la energía que le queda y emite una larga señal continua cargada de angustia y de sufrimiento. Las Reverendas se han callado. Escuchan que Debbie les dice que el Enemigo está allí y que deben huir. Les suplica que no esperen y que vuelvan sobre sus pasos inmediatamente. La voz de Hanika le contesta con un largo mensaje apaciguador. Ha comprendido. Las demás también. Debbie siente cómo su amor invade su mente. Recupera las fuerzas. Las Reverendas están transmitiéndole una parte de su poder, justo el suficiente para terminar lo que tiene que hacer.
Debbie abre los ojos. Innumerables remolinos agitan ahora la superficie del poder. El Enemigo está furioso. La anciana dama se dirige hacia la escalera mecánica que conduce al piso superior. Se vuelve hacia los ascensores que escalan las paredes del centro comercial. Grandes burbujas de cristal transparente cargadas de turistas. En dos de ellas distingue a una decena de indigentes, que la miran pegados a las paredes. Suben arriba de todo para cerrarle el paso. Debbie se inclina por encima de la barandilla: los demás vagabundos han llegado a la primera planta y olfatean la columna en la que ella se ha apoyado. Saben que está muy cerca.
Cuando llega al segundo piso, Debbie se abre paso entre la multitud hasta otra escalera mecánica y se coge de la barandilla para subir. Alzando los ojos hacia la gigantesca cúpula que corona el centro comercial, oye el golpeteo de la lluvia contra el plexiglás. Está extenuada. Las voces de las Reverendas se reducen a murmullos a medida que se alejan. Le dicen que la quieren y que nunca la olvidarán. Debbie les contesta con pensamientos cargados de ternura y de valor.
Los peldaños de la escalera menguan bajo sus pies. Otro rellano con un laberinto de pasillos en semicírculo que conducen a una salida a los aparcamientos elevados. Debbie ve a una chiquilla negra de pie frente al ventanal. Es en ella en quien Ayou se había fijado al acercarse al centro comercial. Debbie suspira pensando que una Reverenda se dispone a tomar la decisión más difícil de su vida siguiendo el instinto de un viejo gato callejero. La niña no percibe todavía su presencia. Lleva un abrigo gris y unas botas de goma. Debbie sonríe. Acaba de leer en la mente de la chiquilla que se esconde para hacer pasar un mal rato a sus padres. Se llama Holly Amber Habscomb. Su nombre suena repetidamente por los altavoces. Holly no hace ni caso; está enfurruñada. Su madre se ha negado a comprarle un bolso, unos pendientes y un estuche de maquillaje, con la excusa de que a los once años no se necesitan esas cosas. Holly ha intentado en vano demostrarle lo contrario. Luego les ha dado esquinazo. Nada serio, su intención es simplemente que se lleven un buen susto. Sí, Holly Habscomb no es mala, Debbie lo percibe. Y está particularmente dotada para captar los pensamientos y ver cosas que los demás no ven. Tal vez no lo suficiente para ser una futura Reverenda, pero sí para albergar una parte del poder.
«Pero sabes que eso la matará, Cole. Consumirá su mente y su cuerpo. ¿Te acuerdas de esos tumores en la piel de las criaturas que perseguían a Ayou?»
Debbie aprieta los puños para expulsar ese pensamiento de su mente. Dirige un mensaje de sosiego a la chiquilla posando las manos sobre sus endebles hombros. La niña intenta volverse, pero las manos de Debbie se lo impiden. No debe ver su mirada. La abrasaría. Pronunciando en voz baja la fórmula mágica de la Transmisión, la anciana dama se concentra.
Holly se muerde los labios cuando el poder de las Reverendas penetra en su mente. Es como si millones de recuerdos entraran de golpe en su memoria. Como si millones de imágenes desconocidas se agolparan en su cerebro y ella dominara de pronto miles de cosas que hasta entonces ignoraba. La chiquilla deja escapar un sollozo de dolor. Debbie murmura que todo va bien. Pero no va bien: las células de la pequeña no se regeneran lo suficientemente deprisa. Su organismo está a punto de explotar a causa del poderoso empuje de envejecimiento que la invade. Debbie podría detener la Transmisión, bastaría que aflojara la presión. Sin embargo, continúa. No tiene elección, ya está casi vacía. Sus últimos recuerdos pasan a la mente de la niña. Ve a través de sus ojos, siente su dolor y su tristeza. Cuatro siglos que deben caber en un organismo de once años. Un océano en un vaso.
Las manos de Holly se crispan contra el ventanal. Nota cómo los dedos de la anciana se desmenuzan sobre sus hombros y su cuerpo se reduce a polvo. Algo le ordena que vaya a toda prisa hacia los aparcamientos elevados. Holly se pone despacio en marcha. Prácticamente ha llegado a las puertas cuando ve que fuera hay tres hombres que llevan un abrigo blanco con una amplia capucha. Ignora por qué, pero sabe que no tiene nada que temer de ellos.
Las puertas acristaladas acaban de abrirse. Un viento helado envuelve a Holly. La niña se vuelve y se estremece al ver que un grupo de vagabundos se abalanzan sobre los restos de la anciana. Su mirada se cruza con las suyas, cargadas de odio, y oye los pensamientos de su jefe mientras se precipitan hacia ella; está gritando que la vieja está en el cuerpo de la niña que acaba de salir y que hay que atraparla a toda costa. Aterrorizada, Holly ha echado a correr sobre el asfalto mojado en dirección a los hombres de blanco. Se arroja en brazos del más cercano y lee en su mente que se llama Elikan. Es un caballero. La lleva a través del aparcamiento hasta un gran coche con el motor en marcha. Holly se hunde en el cuero del asiento. Uno de los hombres se sienta a su lado, le abrocha el cinturón y dice:
—No tenga miedo, Madre. Nosotros estamos aquí.
Impulsada hacia atrás cuando el bólido arranca con un rugido, Holly tiene el tiempo justo de ver al jefe de los indigentes a la luz de los faros. El que conduce se llama Kano. Él también es bueno, pero está furioso. Está furioso y es poderoso. Es un mago. En vez de tratar de esquivar al indigente, pisa a fondo el acelerador y lo golpea bajo las rodillas. Holly ahoga un grito de horror mientras el cuerpo del vagabundo rebota contra el parabrisas y rueda sobre el asfalto. Otros indigentes salen del centro comercial gritando. Persiguen brevemente el coche, pero al cabo de un momento renuncian.
A Holly le castañetean los dientes. El hombre que está a su lado se llama Cyal. La estrecha contra sí murmurando palabras tranquilizadoras. Huele a bizcocho y a lavanda. Es el mayor. Es un elfo. Holly cierra los ojos pensando en eso. Acaba de darse cuenta de que apenas se acuerda de sus padres y de la casa donde vivía en los barrios pobres de Nueva Orleans. Casi ha olvidado el nombre y la cara de su hermano pequeño, así como el olor del neumático usado y de la cuerda que utilizaba para columpiarse bajo el viejo olmo del jardín. Busca en su memoria el nombre de su colegio y de su maestra, el de su muñeca preferida y el de esa viejecita tan amable que cuidaba de ellos cuando mamá regresaba tarde del trabajo. Ni siquiera se acuerda del olor de los maizales al final de los largos días de verano.
Holly mira las calles de Nueva Orleans a través del parabrisas que barre la lluvia. Acaban de dejar atrás City Park y van hacia el oeste. El mago conduce a toda velocidad en dirección al gigantesco puente que cruza el lago Pontchartrain. La niña lee en los pensamientos del caballero que la tormenta avanza sin freno y que los diques acaban de ceder. Piensa en todas esas personas atrapadas en el centro comercial.
La entrada del puente se perfila. Unos policías agitan linternas y gritan a Kano que aminore la marcha. Con una sonrisa en los labios, el mago embiste las barreras de seguridad y se adentra velozmente en la pasarela que se extiende sobre el vacío. El nivel de las aguas ha subido desmesuradamente y unas olas furiosas rompen contra los pilares del puente, que gimen bajo la presión. Holly tiembla al notar que el suelo de hormigón se bambolea. Tiene la impresión de que el lago intenta detenerlos. Llora. El elfo trata de consolarla. Ella quiere apartarlo, pero él la estrecha un poco más fuerte contra sí. Huele tan bien… Un olor cálido y relajante. El olor de su padre. Holly deja de debatirse y apoya la cabeza en el hombro del elfo. Acaba de darse cuenta de que ha olvidado el nombre de su padre. Entonces, pegando la cara al abrigo blanco para que nadie la oiga, rompe a llorar desconsoladamente, como una niña extenuada. Una niña de cuatrocientos años.
Instalada en el asiento trasero de la limusina, la Reverenda Madre Hanika reprime las lágrimas. La señal de Debbie acaba de apagarse. Lentamente, la superficie del poder se cierra sobre ella como el mar sobre el cadáver de un ahogado. Hanika se concentra en las otras Reverendas que están saliendo de la ciudad. Tal como estaba previsto, se retirarán a unas guaridas secretas situadas a unas decenas de kilómetros de Nueva Orleans, para tratar de formar un círculo infranqueable alrededor del último Santuario.
La limusina acelera a lo largo de una pendiente iluminada por potentes farolas. El chófer acaba de tomar la Interestatal 10 en dirección a Baton Rouge. Hanika se sumerge más profundamente en su trance. Olas de la altura de edificios se abaten sobre las bahías de Terrebonne, Timbalier y Barataria, y provocan el desbordamiento del
bayou
y el lago Salvador. Más al este, auténticos muros de agua han inundado las islas Chandeleur y ahora bajan por el estuario de Lake Borgne, desbordado también, lo que impide que el lago Pontchartrain evacue el exceso de agua. Hanika aprieta los puños. Incapaz de controlar su curso, el Mississippi acaba de salirse de su cauce y lanza sus aguas furiosas contra los barrios bajos de la ciudad. La Reverenda visualiza los diques inundados por todos lados. Las paredes se parten, las junturas se desgarran. Las aguas de los lagos y del río se juntan. Hanika está a punto de abrir los ojos cuando un potente seísmo sacude su mente. Su cuerpo se queda helado. Las jóvenes elegidas a las que las Reverendas Madres debían transferir sus poderes están pidiendo auxilio. Las habían repartido por moteles de la periferia de Nueva Orleans en espera del momento de la Transmisión. Justo antes de que los diques cedieran, los Guardianes deberían haber ido a buscarlas para evacuarlas. Hanika se concentra. El ejército de los indigentes… Estaban allí desde el principio. Obedeciendo a la señal enviada por su jefe justo antes de que lo atropellara Kano, han aprovechado la tormenta para atacar a las elegidas. Dos de ellas han conseguido escapar por la escalera de incendios. Hanika se proyecta en la mente de la más cercana. Percibe cataratas de agua cayendo sobre sus cabellos mojados. Tiene miedo. Solloza. Está sin aliento. La joven Aikan se llama Ilya. Acaba de subir al tejado del motel e intenta desplegar la escala metálica. El esfuerzo la hace gemir. El mecanismo está atascado. Se vuelve. Una decena de indigentes se acercan empuñando llaves inglesas, cuchillos o simples palos. Tienen las manos y los antebrazos empapados en sangre. Sus ojos están vacíos. Ya no están más que a unos metros. Ilya va titubeando hasta el borde del tejado y se inclina para ver el aparcamiento del motel barrido por la lluvia. Al detectar la presencia de la Reverenda, dice: