Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
—Casi adultas. La mayor tenía diecisiete años. Había llegado a la Guardería con nueve años. El día que cumplían dieciocho, les preparaba una tarta cargada de droga. Después despedazaba sus cuerpos y arrojaba los trozos al lago. Los buzos del FBI encontraron algunos omóplatos y algunos fémures.
—¿Por qué?
—Porque se habrían convertido en madres desnaturalizadas que habrían machacado la mente de sus hijos. Y ellos, en padres incestuosos, en violadores, en alcohólicos.
—Usted los aterrorizó y les privó de luz. ¿Cuántos niños se volvieron locos porque los dejó sin comer ni beber durante días? ¿A cuántos estranguló en plena noche cuando estaban demasiado débiles o demasiado agitados, cuando gritaban horas y horas llamando a sus padres? ¿A cuántos arrojó al lago?
—Chis… Cálmate, Marie.
Marie avanza por el pasillo, entre las celdas de la Guardería. Al fondo, una escalera. Los peldaños carcomidos crujen bajo sus pies. Una puerta arriba de todo. El primer sótano de la casa de pescador.
—Veo una gran sala con mesas de madera con la superficie desgastada.
—Ahí es donde mi abuelo limpiaba el pescado y desollaba las piezas de caza. Truchas, tencas, liebres, caribús y jabalíes. Yo miraba cómo les rajaba el abdomen y extraía sus entrañas humeantes. Comprendí que se había vuelto loco cuando empezó a raptar a cazadores o a excursionistas y los encerraba en los antiguos saladeros del sótano para que adelgazaran. Después, les amputaba los miembros, los deshuesaba y los vaciaba delante de mí.
Marie se estremece. Cruza la habitación y sube otros escalones. Empuja una trampilla con el hombro. Acaba de penetrar en la cabaña propiamente dicha. Daddy no está allí. Está cazando. Hace cuatro días que no se ha dejado ver. Seguramente está ya camino de vuelta. Quizá ya ha llegado al expreso de Seboomook. Marie tiembla de hambre y de miedo. Está oscuro. Hace frío. Huele a pescado. Hay redes colgadas en la pared.
—¿Marie…?
—Sí…
—Dime qué recuerdas o te mato.
—Registré la casa. Encontré carne curada, un jersey grueso que olía a carroña y un par de zapatos grandes. Los rellené con yute para poder ponérmelos y salí. El aire era glacial. Las últimas estrellas empezaban a perder su brillo. En ese momento, vi los faros que rasgaban la oscuridad a lo lejos.
—Un accidente de lo más tonto. Llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir. Venía de Agawam, un pueblucho perdido en la frontera entre Massachusetts y Connecticut donde había recogido a dos críos, unos gemelos que no paraban de moverse y gritar dentro del maletero. Les inyecté tanta droga que uno de ellos murió asfixiado bajo el peso del otro. Subí lo más deprisa que pude por Vermont y New Hampshire. Debería haber parado unas horas como solía hacer antes de salir de las carreteras principales, pero tenía miedo de que os quedarais sin agua y sin comida. El accidente se produjo a la altura de Littleton, en Vermont. Debí de dormirme unos segundos. No vi a la autoestopista que estaba en el cruce cuando mis neumáticos mordieron el borde de la calzada. Tampoco vi el coche de policía aparcado unos metros más lejos. Los focos giratorios se encendieron inmediatamente cuando el cuerpo de la chica aterrizó en su parabrisas. Mi coche empezó a girar como una peonza y chocó contra un poste. Tenía ganas de vomitar. Conseguí salir del vehículo y meterme entre los árboles antes de que el poli tuviera tiempo de reaccionar. Sabía que no tardaría en descubrir mi cargamento y que, tras comprobar mi matrícula, enviaría a una patrulla por el expreso de Seboomook para investigar si había más niños encerrados allí. Así que caminé durante horas hacia la frontera canadiense. Estaba seguro de que la policía no descubriría la trampilla que conducía a los sótanos. Si tú no te hubieras escapado, no os habrían encontrado.
—Me arrodillé en la nieve mientras el coche se acercaba. Estaba convencida de que era usted. No podía moverme. Luego, unas extrañas manchas azules empezaron a acompañar los haces de luz de los faros. Sonó una sirena. Dos policías con parkas forradas de piel salieron del coche. Me cogieron en brazos y me envolvieron en unas mantas.
—Por tu culpa me robaron a mis niños. Los asignaron a nuevas familias de acogida dispersas por varios estados para borrar su rastro. Me persiguieron, enviaron mi descripción a las policías de todo el planeta. Cambié por primera vez de rostro y de identidad en una pequeña clínica veterinaria de Unalakleet, en Alaska. Me encantan los rincones perdidos. La operación que el veterinario realizó con anestesia local y a cuya familia había encerrado en lugar seguro, fue una auténtica carnicería. Ese cabrón me hizo tal chapuza en el rostro que me pasé una semana metido en un cuchitril, tiritando y atiborrándome de tranquilizantes hasta que bajó la hinchazón. Al final, parecía lo que queda de Mickey Rourke. Entonces maté al veterinario y a su familia y proseguí mi camino hacia el norte hasta Point Hope, un puerto de rompehielos donde pasé el resto del invierno oyendo aullar al viento y pensando en ti, Marie. En ti y en mis otros niños. En primavera, embarqué rumbo a Japón y Australia, donde un cirujano de Melbourne volvió a operarme.
—¿Fue entonces cuando empezó a matar otra vez?
—Primero me establecí como psiquiatra en Buenos Aires y después en Río. Desde allí, me dediqué a localizaros y luego esperé pacientemente a que crecierais. Cuando os hicisteis mayores y las vicisitudes de la vida obligaron a algunos de vosotros a dispersaros por todo el mundo, volví a entrar en acción. Empecé matando a las familias que os habían criado en mi lugar. Estaban tan diseminadas que ningún policía descubrió ninguna conexión. Lo hice muy bien, sin apresurarme y cambiando el ceremonial. Espacié estos asesinatos a lo largo de una decena de años. Me dediqué a ello con todas mis fuerzas; les arrancaba las tripas y las extremidades. Te habrías sentido orgullosa de mí, Marie; había recuperado el gusto de matar. Después os situé a todos en un mapa. Los Angeles, San Francisco, Chicago, París, Sidney, Hong-Kong. Un auténtico placer para un viajero como yo. Entonces me entregué en cuerpo y alma a seguir el rastro de mis niños perdidos. Habían crecido mucho. Había llegado el momento de que murieran.
Marie tiene la sensación de que se hunde en un mar de algodón cuyas suaves y ligeras olas se cierran sobre ella. La voz de Daddy resuena en su mente.
—Empecé por Cassy Trippman, en Ohio. Marcada por su experiencia en Seboomook, había ido a parar a un pueblucho del sur de Cincinnati. Cuando la encontré, vivía de la asistencia social y vegetaba en un estado de ebriedad casi permanente. Había intentado recuperar una vida normal, trabajando de camarera y compartiendo la vida con un tipo no demasiado idiota, pero sus vicios habían vuelto a atraparla y, encadenando una cura de desintoxicación tras otra con cargo al Estado, se hundía inexorablemente. La pequeña cerillera en la versión de una vieja sucia y borracha… Apenas sentí nada cuando su boca dejó de aspirar el aire en el interior de la bolsa de plástico que utilicé para asfixiarla. Mutilé su cadáver, pero lo hice sin alegría. En el fondo, creo que me sentía un poco triste y decepcionado al ver en qué se había convertido pese a todo lo que había hecho por ella.
—Está loco de atar.
—No te aburriré enumerándote a mis víctimas. Interrumpí su existencia en el momento en el que menos se lo esperaban. Reuní a la familia, al cónyuge y a sus hijos. Maté a los padres y rapté a los pequeños. Guarderías de ocho internos como máximo. Cuando una guardería se llenaba, abría otra en otro sitio, en otro rincón perdido, en otro país.
—¿Qué ha sido de ellos?
—No lo sé.
Marie siente que un escalofrío le recorre la espalda al pensar en esas pobres criaturas. Como ella en otros tiempos, debían de haber esperado el regreso de Daddy. Con la diferencia de que Daddy, prisionero de su locura asesina, que aumentaba a medida que reunía a sus niños dispersados, no había vuelto.
—Durante estos seis últimos años, he matado a los que habían tenido más éxito. Médicos, abogados, hombres de negocios famosos que viajaban como yo. Mientras me contaban su vida antes de que los destripara, me di cuenta de que recordaban la Guardería más que cualquier otro momento de su existencia. Era yo quien había hecho que volvieran a sentirse vivos y era yo quien les quitaba esa vida que en cierto modo me pertenecía.
Daddy enciende un puro y exhala una nube de humo.
—La última se llamaba Melissa Granger-Heim. Vivía en Berlín. La maté durante un seminario que se celebraba en los salones de un gran hotel. La última noche, entré en sus aposentos mientras cenaba con su esposo y sus tres hijos. Después de degollar a su marido, y mientras la ataba a un sillón, me contó que se había sometido a una larguísima terapia que la había ayudado a recuperar las ganas de vivir. A raíz de ello, se había hecho psiquiatra como yo. En el último momento me reconoció. Tendrías que haber visto la expresión de sus ojos. Semejante terror es como contemplar un diamante.
—Su celda en la Guardería de Seboomook estaba justo al lado de la mía. A menudo la oía llorar por la noche. Era muy pequeña y estaba muy asustada. Entonces me tumbaba en el suelo y le hablaba a través del respiradero. A veces me pasaba toda la noche hablándole, hasta que se dormía sobre el suelo helado.
—Ella también se acordaba de ti. Me lo dijo sollozando, justo antes de que la matara. Jamás había olvidado tus susurros a través del respiradero, esa voz sin rostro que la consolaba y la acunaba mientras se dormía apretando su oso de peluche contra su cara.
—¿Qué hizo con sus hijos?
—Los has oído hace un rato; golpeaban el cristal mientras jugaban a la pelota. Les he administrado con el desayuno un veneno que actúa lentamente. Ahora ya deben de estar muertos.
—¿Por qué?
—Porque sabía que ibas a venir. Maté a Melissa para atraerte a Berlín y dejé suficientes pistas para que me encontraras en Río. Me he divertido mucho estos últimos días viendo cómo me seguías por las calles mientras paseaba con mi familia.
—No es su familia.
—Te localicé enseguida. Vi cómo me mirabas en aquella playa mientras me bañaba con los hijos de Melissa. Hasta te dejé un vaso de caipiriña vacío en la terraza de un bar, para que pudieras cogerlo y enviarlo al FBI para que comprobaran las huellas. Cuando recibiste los resultados, pediste cita en mi consulta; dijiste a mi secretaria que era urgente, que estabas muy mal. Hiciste que le mandaran por fax tu historial clínico. Habrías podido detenerme inmediatamente, pero querías respuestas. Necesitabas saber quién eres realmente. Y aquí estás, querida Marie, delante de mí, convencida de haber ganado y de que la cincuentena de polis torpemente apostados alrededor de mi casa conseguirán salvarte.
Marie intenta alcanzar el localizador de ondas cortas que lleva en el cinturón. Su mano resbala y cae inerte. Tiene la sensación de que su brazo se estira hasta el infinito y de que su mano no acabara nunca de caer. El doctor Cooper sonríe.
—Es inútil, Marie. Esta habitación está concebida para que sea impermeable a las ondas. Ni siquiera la radio y el televisor funcionan; hay cilindros de metal en las paredes.
Marie se agarra a la poca realidad que todavía capta pero que disminuye a medida que se hunde en el mar de algodón.
—¿Y los otros niños, los hijos de las personas que ha asesinado estos últimos meses?
—Están encerrados en algún lugar de la zona de las favelas. A estas horas, mis niñeras se disponen a darles un vaso de esa poción amazónica que les he hecho beber esta mañana a los angelitos de Melissa Granger-Heim. La misma que corre ahora por mis venas y por las tuyas.
—¿Y yo?
—Tú, ¿qué?
—¿Por qué no me ha matado de la misma forma que a los demás? ¿Porque conseguí escapar de Seboomook? ¿Por eso?
—Sí, quería matarte la última, o quizá dejarte vivir con el recuerdo de todo esto. He hecho muchas averiguaciones sobre ti, ¿sabes? Te he seguido siempre. Así fue como conocí a los Parks, aquellas buenas personas que te acogieron en su hogar después de la Guardería. Esos sí que eran unos buenos padres adoptivos, no como los Kransky. Ellos te querían de verdad. Los maté una noche de noviembre.
—Miente. Murieron en un accidente de coche.
—Eso es lo que te contaron, porque la vida ya te había maltratado demasiado. En noviembre de aquel año, tú estabas de acampada con tu clase a orillas del lago Tahoe. Quince días lejos de los tuyos. Aproveché para ocuparme de Paul y Janet Parks, una noche que llovía en Hattiesburg. Lo hice muy lentamente, para castigarlos por haber criado en mi lugar a la mejor de mis hijas.
Marie se traga las lágrimas.
—Le mataré por eso.
—Sí, asesina, estoy seguro de que, si tuvieras la posibilidad, lo harías. Esa es otra de las razones por las que he querido mantenerte viva. Porque estás hecha de la misma madera que yo.
—No es verdad.
—Por supuesto que sí, Marie. Solo dos personas han logrado escapar de las celdas de Seboomook. Tú y yo. Yo tenía catorce años cuando lo hice. Mi abuelo ya estaba loco de atar y se pasaba la mayor parte del tiempo desollando vivos a los desdichados que raptaba en el bosque. El día de mi cumpleaños, me obligó a despedazar a mi primer humano, un excursionista de unos treinta años al que había drogado con calmantes. Esa misma noche, me encerró en una celda y supe que muy pronto me tocaría a mí. Así que forcé la cerradura y dejé inconsciente a ese viejo asqueroso mientras dormía. Cuando volvió en sí, estaba atado con correas a una de las mesas de despiece. Tardó más de cuatro horas en morir. ¿Y sabes qué?
—No. Ni me importa.
—Voy a decírtelo de todas formas. Mientras lo despedazaba y su sangre formaba anchos regueros sobre la mesa, me predijo que me quedaría en Seboomook y que continuaría su obra. Tenía razón.
Marie se estremece. Desde hace unos segundos, la voz de Daddy ha empezado a cargarse de flemas y coágulos por efecto del veneno. Jadea. Habla cada vez más despacio. Marie lo oye toser de una forma que parte el alma. Consigue entreabrir los ojos. Daddy permanece erguido en su sillón. Su barbilla manchada de sangre contrasta con su semblante pálido. Respira con dificultad. Mira a Marie. Sus ojos se vuelven vidriosos. Su pecho se queda inmóvil.
Marie no sabe cuánto lleva muerto Daddy. Atrapada entre la realidad y su visión, escucha el profundo silencio que se ha abatido sobre la casa. Se esfuerza en concentrarse. Tiene la impresión de que olvida algo importante.