Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
—¿Quiere decir que revive las escenas de los asesinatos que investiga?
—Quiero decir que empecé a desarrollar la capacidad de ocupar el lugar de las víctimas de los asesinos itinerantes en los segundos que preceden a su muerte. Es lo que me sucede siempre en el escenario de un crimen. Cierro los ojos, pierdo el contacto y me despierto en el cuerpo de la víctima.
—¿Nunca en el del asesino?
—No. Ya se lo he dicho. A los asesinos, los siento.
—¿Los siente?
—Solo rozándolos, los siento. Simplemente aspirando la estela que ha dejado una persona en una multitud, puedo decirle si esa persona es un asesino. Puedo decirle si ya ha matado o si se dispone a hacerlo.
—¿Cómo?
—No lo sé. Eso da igual. Puedo hacerlo y ya está.
—¿Y en el escenario de un crimen?
—Ahí es muy diferente. Siento su placer. Disfruto con ellos cuando matan y, al mismo tiempo, estoy en la piel de la víctima a la que asesinan. El terror puro, el dolor absoluto, y el goce. Debería probarlo, doctor, es mucho mejor que todas las montañas rusas del mundo.
Desde que se encuentra en un estado cercano al sonambulismo, Marie consigue captar las pulsaciones del silencio. Los crujidos tenues del parquet, el tictac del reloj de pulsera del doctor Cooper, el ligero zumbido de la mosca. Tiene la impresión de que está en el interior de una burbuja y de que ya no percibe los rumores de Río. Protegida tras su escudo mental, exactamente igual que cuando se atiborra de somníferos y de ginebra para lograr dormir, oye cómo el psiquiatra hojea su historial. Este hace una anotación en una página y deja la estilográfica.
—¿Marie…?
—¿Sí?
—Volvamos al asesino de sus visiones, si no le importa.
—¿Cuál?
—El de Boston.
—¿Qué quiere saber?
—Está en el coche y mira cómo la niña camina por el bordillo de la acera, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo sabe que es un asesino?
—Por su olor.
—¿El olor a puro?
—No, el otro. El olor a asesino. Es violento, agresivo, muy concentrado. Si tuviera que compararlo con algo, diría que los asesinos de niños huelen a amoníaco. ¿Entiende lo que quiero decir? Esa flecha cegadora que te atraviesa la mente cuando aspiras amoníaco… Con los asesinos de niños ocurre algo así.
—Y los otros asesinos, ¿a qué huelen?
—Los violadores huelen a cañerías atascadas. Los desolladores, a carne putrefacta. Los asesinos místicos, a mugre, sudor y orina. A veces, un asesino reúne todos esos olores.
El doctor Cooper aspira hondo por la nariz. Carraspea de nuevo.
—¿Qué pasa después, en su visión?
—El coche adelanta a la niña y aparca un poco más lejos. El hombre apaga los faros y el motor.
—¿Qué coche es?
—Un Oldsmobile verde oliva.
Ruido de la estilográfica del doctor Cooper.
—La niña avanza. Se encuentra a apenas unos metros de la escalera exterior de su casa. Vive en East Somerville, en una casita de ladrillo encajonada entre la vía del tren y la Interestatal 93. ¿Conoce East Somerville, doctor?
—No.
—Un bosque de edificios y algunas casas tristes con jardines invadidos por las zarzas. Las emanaciones de gasóleo y el estruendo de la autopista a un lado, el trajín de los interminables trenes de mercancías que se dirigen hacia el oeste al otro. Hay un cambio de agujas justo enfrente de la casa, y todas las ruedas de los vagones hacen un ruido infernal al chocar con los raíles. Esos son los monstruos del precipicio. Ruidos y olores.
—¿La niña sigue viendo al asesino?
—Sí, a través de sus párpados entornados.
—¿Qué hace él?
—Está sentado tras el volante, fumando, y por el retrovisor mira cómo ella se acerca. El hombre lleva sombrero y bufanda. Se ha subido el cuello de la parka. De vez en cuando, su mano enguantada en piel asoma por la ventanilla y da unos golpecitos al puro. Círculos de ceniza caen sobre la acera. Parecen trozos de uña.
—¿Y la niña?
—Ha llegado a la escalera. Está salvada. Ha dejado atrás el precipicio.
—¿Él ha renunciado?
—Él nunca renuncia. Ella solo está segura en su casa. Alrededor no hay más que abismos, gases envenenados y desolación. Las aceras de East Somerville son pasarelas tendidas por encima de esos abismos. Todo el mundo cree que son aceras, calles y callejones sin salida, pero son pasarelas; lo demás, las otras casas, los descampados, la autopista y la vía férrea, son abismos.
—Cálmese, Marie. Intente relajarse.
Marie tiene la garganta seca. Siente la tristeza de la niña mientras sube los peldaños de la escalera arrastrando los pies. Todavía no sabe que va a morir. Piensa en su padre, que ayer volvió de uno de sus interminables desplazamientos por Estados Unidos. Es camionero y alcohólico. A veces pega a mamá. Se oye a través de los tabiques, finos como el papel. Golpes que restallan contra la piel, insultos en voz baja y sollozos. Pero anoche hicieron el amor. Gemidos diferentes. Un dolor diferente. La niña sabe que eso es buena señal y que quizá papá no pegará a mamá el día de su cumpleaños.
—Marie, ¿sigue ahí?
—Sí.
—¿Qué ve?
—La chiquilla acaba de detenerse delante de la puerta. Abre los ojos. Una marquesina de hierro forjado protege una bombilla desnuda que su madre acaba de encender. Una nube de pequeñas moscas cubre el cristal caliente. Sus alas se carbonizan en una espiral de humo, chisporroteando en el aire frío. Está anocheciendo. El dedo de la niña se acerca al timbre. Lo pulsa.
—¿No tiene llaves?
—Las pierde constantemente. Las pierde en los abismos.
Marie respira cada vez con más dificultad.
—Ya está. Oye unas zapatillas que se arrastran sobre el linóleo de la entrada. Luego el chasquido de la cerradura, y la puerta se abre. Está oscuro. Huele a bizcocho y a palomitas. La niña entra, se quita el gorro y los guantes. Nota los labios fríos de mamá cuando se posan sobre su frente. Su aliento huele a bourbon barato y a cacahuetes tostados. Mamá ha vuelto a tomar Valium. Se le nota en la voz cuando pregunta a la chiquilla dónde estaba.
—¿Qué contesta ella?
—No es una pregunta. En el estado en el que se encuentra, a mamá le da absolutamente igual. Una vez, la niña intentó hablarle de los abismos. Solo una vez. Se calló al ver los labios fruncidos y los ojos de asombro de su madre. Unos ojos tan vacíos y fríos como los abismos.
—¿Y después?
—La chiquilla sube la escalera. Cruje bajo sus pies. La puerta de su habitación está entornada. Huele a polvo y a muebles de imitación a madera. Se tumba en su cama. Todavía es demasiado pronto para celebrar su cumpleaños. Hay que esperar una hora. Hasta que tío Walt y tía Bessie lleguen.
—Cálmese, Marie. Aquí está segura.
—Por el momento. Después, cuando llegue tío Walt, cuando hayan cenado, cuando haya abierto sus regalos, se haya cepillado los dientes y haya ido a acostarse, sé que no dormirá. Escuchará el silencio y el tictac del reloj en la planta baja. El chirrido de la puerta del dormitorio de tío Walt. Él empujará la del suyo, su barriga blancuzca llenará el hueco. Luego entrará y cerrará la puerta tras de sí; yo sé que ella tendrá miedo. Y también sentirá dolor. Deseará morir. Vomitará cuando él se haya ido. Irá a lavarse y vomitará. Pero, por el momento, no tiene nada que temer. Tiene sueño. Mira la luz fría de las farolas que se cuela entre las láminas de las persianas. Pestañea. Se duerme.
La niña había empezado a aparecérsele a Marie por las noches unas semanas atrás. No soñaba con ella desde hacía dos años. Marie tenía la seguridad de que estaba de nuevo tras la pista de un asesino cuando sus víctimas reaparecían en sus visiones. Sabía que su verdugo no andaba lejos y que ella no había estado nunca tan cerca de atraparlo. Entonces rescataba el expediente y volvía a empezar la investigación desde cero.
La semana anterior, otro asesinato con la mención «
border crime
» había aparecido en las pantallas de los laboratorios del FBI, donde los cuerpos de policía de todo el mundo enviaban los informes sobre los crímenes particularmente violentos que no lograban resolver. Allí, los mejores especialistas en trazar perfiles de criminales analizaban minuciosamente sus modus operandi. Así era como Marie había encontrado el rastro del hombre que el FBI llamaba Daddy, «Papá». Un nombre chocante para un tipo que mataba a los padres antes de raptar a sus hijos.
—Marie… ¿Sigue ahí?
Según el expediente, Daddy había empezado a matar en diciembre de 1987, en Boston. La familia de la niña de la visión. Sin duda por ese motivo, esa niña era la única que volvía a aparecer en las noches de Marie. A lo largo de dieciocho años de persecución, Daddy había logrado siempre escapar de la policía. Había dejado de matar en 1989, pero en 1992 los crímenes habían empezado a producirse otra vez en otros países. Marie iba tras él desde hacía más de diez años. Cada vez que volvían las visiones, reanudaba la persecución, pero Daddy se le escapaba siempre. Se desplazaba constantemente, tomaba infinitas precauciones y cambiaba con frecuencia de identidad y de país. Tras una pausa de unos meses, había empezado a matar en Berlín. Este último crimen había puesto de nuevo en marcha el acoso. Siempre el mismo ritual. Marie había seguido su pista hasta Río. Esta vez, no le cabía duda, la persecución estaba tocando a su fin.
—Marie, ¿me oye?
—Sí.
—Dígame qué sucedió esa tarde, cuando se durmió mientras esperaba la hora de celebrar su cumpleaños.
Marie siente que una inyección de terror le invade las arterias. Se sumerge en la visión. El tictac del reloj de la entrada. Los crujidos de la escalera impregnada de humedad. Los olores de papel pintado viejo, de herrumbre y de polvo.
—Cuando abro los ojos, la casa está extrañamente silenciosa. El despertador marca las cuatro de la mañana. Mi cumpleaños ha pasado.
—¿Qué siente?
—Estoy furiosa. Tengo ganas de llorar. Me duele el vientre.
—¿Está enfadada con su madre?
—Sí.
—¿Tiene ganas de matarla?
—Tengo la impresión de que ya está muerta. Tengo miedo de que ya esté muerta.
—¿Qué más?
—Estoy tumbada en la cama. Miro los filamentos de polvo que cuelgan del techo. No corre ni un soplo de aire; sin embargo, se mueven como algas en el agua. Presto atención al silencio de la casa. El silencio es algo muy curioso. Me refiero al verdadero silencio. Parece lleno de todos los ruidos que no están ahí. Recuerdo que esa noche faltaba un sonido. Faltaban muchos, pero sobre todo ese. Los ronquidos de mi padre. Ronquidos de alcohólico.
—Continúe.
—Me levanto. Recuerdo el contacto rasposo de la moqueta bajo mis pies desnudos. Abro la puerta. El pasillo está oscuro y desierto. Avanzo rozando las paredes. El dormitorio de mis padres está vacío. Hay una mancha de luz al pie de la escalera, una luz que se enciende y se apaga: las bombillas del árbol de Navidad. Han pasado dos días desde Año Nuevo, pero mamá todavía no ha quitado el árbol. Aún huele un poco a savia, a agujas secas y a nieve artificial. Es extraño.
—¿El qué?
—Aunque esté totalmente borracha, a mamá no se le olvida nunca desenchufar las luces del árbol antes de ir a acostarse. No se le olvida desde que leyó en el periódico que un simple cortocircuito puede incendiar un abeto cuando las agujas están secas.
—¿Oye algo?
—No.
—¿Y el reloj de la entrada?
—Acaba de pararse.
El doctor Cooper juguetea con el capuchón de la estilográfica. Escucha.
—Bajo muy lentamente la escalera. Mi mano roza la barandilla. Me detengo. Noto algo mojado bajo mis pies. Algo pegajoso en el peldaño en el que estoy. Me agacho y toco con los dedos el charco. Es espeso, viscoso, tibio. Levanto los dedos hasta la altura de mis ojos; están rojos, como si los hubiera sumergido en esmalte de uñas. También hay sangre en la barandilla; moja la palma de mi mano mientras bajo los últimos escalones. Un ancho reguero de sangre cubre el linóleo de la entrada. Un charco y una ancha franja pegajosa que se aleja en dirección al salón.
—¿Dónde está usted ahora?
—Avanzo pegada a la pared, para no pisar la sangre. He llegado al salón. Las luces del árbol se encienden y se apagan. Tengo los ojos cerrados. Me da miedo abrirlos.
—Porque ya lo sabe.
—¿El qué?
—Que están muertos.
—Sí.
—Abra los ojos ahora. ¿Qué ve?
—Espero que las luces del árbol se apaguen. Ya está. Abro los ojos en la oscuridad. La luz blanca del televisor salpica el salón. En la pantalla solo hay nieve. Crepita y chisporrotea.
—No es el televisor lo que quiero que mire.
—Veo formas en los sillones y en el sofá. Dos siluetas, desplomadas la una contra la otra. Otras formas se recortan en los sillones: un hombre y una mujer que están frente a frente. Parece que se miren. Unos puntitos luminosos aumentan en la oscuridad. Las luces del árbol están a punto de volver a encenderse.
—Quiero que mantenga los ojos abiertos.
—No puedo.
—No tiene nada que temer. Si lo prefiere, puede contemplar la escena a través de los párpados entornados, como cuando camina por el borde de los abismos.
—La luz se vuelve más intensa. Empuja la oscuridad. Veo la cara de tío Walt. Está muy erguido en el sillón que queda más cerca del televisor. Tiene los ojos muy abiertos… Algo no encaja.
—¿Qué?
—Sus ojos están abiertos, pero falta algo. Sí, es eso, no tiene párpados. Se los han cortado. Uno de ellos todavía cuelga, sostenido por un jirón de piel. El asesino le ha cortado los párpados para obligarlo a mirar.
—¿Qué más?
—Tío Walt tiene los brazos apoyados en los del sillón. Las colchas que cubren el tapizado están empapadas de sangre. Su camisa también. Tiene el cuello abierto. Un solo corte que va de una oreja a la otra. Parece que sonríe. ¡Dios mío, hay muchísima sangre en su camisa y sus pantalones!
—Ya no volverá a hacerla sufrir. ¿Qué más ve?
—A tía Bessie. Está apoltronada en el sillón de enfrente. Me da la espalda, pero tiene la cabeza tan echada hacia atrás que le veo la cara. Me observa en la oscuridad.
—¿Tiene también los párpados cortados?
—No lo sé.
—Acérquese un poco.
—Por favor, no me pida eso.
—No tiene elección, Marie. Quiere saber. Ha venido a verme para eso, ¿no es así? ¿Tiene los párpados cortados?