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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (3 page)

—No. El asesino se los ha cosido con hilo grueso y negro, un hilo retorcido. Tiene dos puntadas en cruz en cada párpado. Unas lágrimas de sangre que han caído por sus mejillas hacen pensar en el maquillaje de un payaso. El asesino le ha hecho un corte tan profundo en el cuello que veo sus cervicales entre la carne. Parecen de marfil. Las luces se han apagado.

—Vamos a esperar a que vuelvan a encenderse. Se está preguntando por qué nuestro asesino no le ha cortado los párpados a Bessie, ¿verdad?

—Es un asesino-espejo. Le da miedo ver su reflejo en la mirada de los demás. Le ha cortado los párpados a tío Walt para obligarlo a mirar, pero a tía Bessie se los ha cosido para impedirle ver.

—No, Marie. No es un asesino-espejo. Es un redentor.

—¿Un qué?

—Un purificador, si lo prefiere.

—No comprendo.

—Es normal, todavía no ha cruzado la frontera. Siente a los asesinos, pero todavía no es una asesina. Sin embargo, hace tiempo que siente deseos de matar, ¿no es cierto, Marie?

—Ya he matado. Estando de servicio.

—Eso no cuenta. Yo hablo de un crimen, de un asesinato, hablo de cortar carne, de destripar y de quitar la vida. Hablo de deseo. Todavía no ha llegado al estadio de la pulsión, pero toda esa ira y esos miedos acumulados no tardarán en hacerle cruzar el límite.

—Sí, a veces eso me da miedo. Me da miedo y al mismo tiempo me atrae.

—¿Como algo prohibido?

—No. Más bien como algo… posible.

Marie oye la respiración del doctor Cooper.

—Las bombillas del árbol vuelven a encenderse. La luz repta por los sillones.

—Muy bien. Ahora mire hacia el sofá. ¿Qué ve?

—A mis padres adoptivos. Están cogidos el uno al otro.

—¿Qué les ha hecho el asesino?

—Los ha degollado. Y también los ha destripado. Veo ristras de entrañas esparcidas sobre la moqueta.

—¿Qué más?

—Les ha cosido las manos. Les ha juntado las palmas y se las ha cosido por las falanges. Ha usado el mismo hilo retorcido que con tía Bessie. Parece que estén bailando en el sofá.

—Míreles los ojos. Para ese tipo de asesino, lo que cuentan son los ojos.

—Les ha vaciado las cuencas. Como si las hubiera rebañado con una cucharilla o con un cuchillo. Eso quiere decir que…

—Eso quiere decir que sabían.

5

—¿Marie…? —¿Sí?

—No se quede en medio del salón.

—Retrocedo lentamente. Tengo que alejarme de los cadáveres de mis padres.

—¿Por qué?

—Para apartarme de los abismos que acaban de abrirse.

—¿Los ojos de sus padres?

—Sí. Unos abismos profundos y sangrientos. Lágrimas de sangre sobre mejillas blancas como la porcelana.

—Dígame qué está pasando.

—Continuo retrocediendo sin dejar de mirar las órbitas vacías de mi madre. Tengo la impresión de que va a morder las costuras que la unen a las manos de mi padre y después se abalanzará sobre mí para devorarme.

—¿Por eso no ve al asesino?

—Sí. Está detrás de mí. Ha estado todo el rato detrás de mí. Me mira desde que he entrado en el salón. Me ha dado tiempo para que contemple su obra. Retrocedo pisando con los pies desnudos los charcos de sangre. Tengo miedo de resbalar. Ahora, las bombillas se apagan y no vuelven a encenderse. Una sombra enorme me envuelve. Un olor a puro y a amoníaco penetra en mis fosas nasales. Una mano enguantada se cierra sobre mi boca y me aprieta con todas sus fuerzas contra un abrigo de lana. Noto el contacto de una bufanda contra mi pelo. Una masa de músculos y huesos contra mi espalda.

—¿Eso es todo?

—Sí. Así es como acaba siempre la visión.

—No es una visión, Marie.

Marie se sobresalta. No consigue abrir los ojos. Un extraño entumecimiento se extiende por su organismo. Sus músculos están flojos. Un sabor a té tapiza el fondo de su garganta. Se acuerda de la taza humeante que el doctor Cooper le ofreció antes de empezar la sesión. Cuando ella escurrió la bolsita, cayó un té negro y especiado en el agua caliente. Después, con la taza entre las dos manos, había bebido la infusión a pequeños sorbos.

—¿Qué me ha dado de beber?

—Algo que la ayudará a relajarse.

—Ahora quiero despertarme.

—Todavía no, Marie. Si la abandono en medio del salón, corre el peligro de no salir jamás de ahí. Por eso es muy importante que recuerde lo que realmente pasó.

—No fui yo quien murió esa noche. Fue la niña de la visión. Los abismos, el bordillo de la acera, la marquesina metálica y el chisporroteo de las moscas, el olor a polvo en mi habitación. La visión es siempre la misma. Pasan meses sin que la tenga y luego regresa.

—No, Marie. Es un recuerdo.

—No es verdad.

—Dígame cómo se llama esa niña.

—Ahora ya no lo sé.

—¿Lo ha sabido alguna vez? ¿Ha consultado su expediente en los archivos de los asesinatos sin resolver?

—Lo intenté, pero había desaparecido.

—No. No ha existido nunca, y en el fondo de su ser, lo sabe. ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Marie. Marie Megan Parks. Nací el 12 de septiembre de 1975 en Hattiesburg, en Maine. Mis padres se llamaban Janet Cowl y Paul Parks. Vivían en…

—Me decepciona enormemente, Marie.

—No me acuerdo.

—Claro que sí. Sus recuerdos están justo detrás del panel de cristal esmerilado que el accidente levantó entre su cerebro y usted. Es como una muralla que se agrieta.

—No comprendo…

—Lo que usted llama los abismos, esos barrancos rojizos en los que tanto miedo tiene de caer, son su memoria en ruinas tras el gran caos provocado por el accidente. Así es como su cerebro intenta desesperadamente reconstruir las imágenes perdidas. Todo lo que no puede llenar, lo muestra como un abismo. Le envía olores y ruidos, pero no sabe establecer la diferencia entre sus visiones y sus recuerdos muertos.

A Marie le cuesta respirar. Busca oxígeno.

—Ahora quisiera que visualizase una pesada puerta de roble. Sus recuerdos están detrás. Usted tiene la llave en la mano derecha. Una gran llave de acero. Pesa y está fría. ¿La siente en la palma de la mano?

—Sí.

—Quisiera que metiese la llave en la cerradura. ¿Ya está?

—Sí.

—Ahora, quisiera que girara lentamente la llave hacia la izquierda.

—No puedo.

—¿De qué tiene miedo?

—De los monstruos que hay detrás de la puerta. Oigo cómo sus garras arañan la madera. Rugen, están furiosos. Van a devorarme.

—No hay monstruos detrás de esa puerta. Solo hay recuerdos. Haga girar la llave, Marie.

—Ya está. La hago girar. Un chasquido metálico. Un chirrido. Una corriente de aire glacial. ¡Dios mío, está muy oscuro!

—Ahora abra los ojos.

Marie se acurruca en el diván. Tiene ocho años. Es el día de su cumpleaños. Aquella noche ocurrió otra cosa. Otra cosa que ve a medida que entreabre los ojos en las tinieblas de esa parte abandonada de su cerebro. Recorre la oscuridad con la mirada. Tiene la impresión de que de sus ojos emana un resplandor que ilumina débilmente todo lo que mira. Ve la pantalla de un televisor encendido, dos sillones colocados frente a frente y un viejo sofá con la tapicería rasgada. Todo está cubierto de una gruesa capa de polvo gris como la ceniza. Unos cadáveres resecos están sentados en los sillones. Dos más, cogidos el uno al otro en el sofá, la contemplan con sus órbitas vacías. Marie distingue trozos de hilo retorcido entre los huesos de sus falanges. Las bombillas decorativas se encienden y se apagan. Retrocede tapándose la boca con las manos.

—Vamos, Marie, dígame qué pasó realmente aquella noche.

—La sombra del asesino me envuelve. Noto los músculos de sus brazos contra mi piel. Mi camisón está levantado por un lado. Intento debatirme. El asesino se inclina hacia mi oreja y me dice «chis». Su olor a puro rodea mi cara. Otro olor invade mi garganta mientras él aprieta un pañuelo contra mis labios. Un olor químico, a la vez muy fuerte y muy suave. Un olor casi líquido, algodonoso. Tengo sueño. Tengo mucho frío. Intento gritar, pero el pañuelo ahoga mis gritos. Luego, un dolor terrible estalla en la base de mi espalda. Como un puñal que se clavara entre mis riñones. Una esquina de la mesa del salón. Me he golpeado con una esquina de la mesa del salón. ¡Dios mío, usted no me mató aquella noche!

—Claro que no, Marie, nunca había tenido intención de hacerlo.

6

Daddy permanece inmóvil en el sillón. Ha juntado los dedos delante de los labios. Su voz ha cambiado, su rostro también, pero el resto no. Ni su olor ni su respiración. Ni el hedor del amoníaco ni el soplo lento de su respiración cuando aquella noche apretaba a Marie contra su abrigo.

—¿Cómo te llamas, Marie? ¿Cuál es tu verdadero nombre? ¿Cuál es el verdadero nombre de esa chiquilla de Boston?

—Kransky.

—No. Ese es el apellido de los trozos de carne que están en el sofá. Pero antes de que esa familia de degenerados te acogiera en Boston, ¿cómo te llamabas?

—Gardener. Me llamaba Marie Gardener.

—¿Te acuerdas ahora?

—Sí.

—Estoy orgulloso de ti, Marie. Hemos progresado mucho.

Marie nota que unos lagrimones resbalan por sus mejillas.

—Aquella noche, después de dormirme con cloroformo, me envolvió con una manta y me metió en el maletero de su Oldsmobile. Recuerdo que olía a plástico y a gasolina, y que un olor a orina flotaba en el habitáculo. Un olor enmascarado por el del ambientador con el que había pulverizado la moqueta del maletero.

—Sí, a los niños siempre se les escapa.

Marie se estremece al oír las vibraciones en la voz de Daddy. Ya no es condescendiente, está lleno de odio y de desprecio. Una voz de predador. Se calma, respira. Vuelve a parecer el doctor Cooper.

—¿Qué más, Marie?

—Recuerdo haberme despertado con la boca pastosa. Estaba tumbada en las tinieblas, enrollada en la manta. Usted me había colocado un cojín debajo de la nuca. Abrí los ojos, pero no se veía nada. Movimiento. El ruido amortiguado del motor. Las emanaciones de aceite y de carburante. Volví la cabeza hacia la derecha. Veía un hilo de luz a través de las junturas gastadas del maletero. Un rayo de luz, luego un charco de oscuridad, luego de nuevo un rayo de luz.

—Las farolas de la autopista. Circulamos durante tres días por la Interestatal 95 en dirección norte. Paraba cada cuatro horas para drogarte. Para que durmieras y no tuvieras miedo. Cuando, pese a las anfetaminas, estaba demasiado cansado, aparcaba en un camino de tierra y dormía unas horas antes de continuar. En ningún momento te dejé sola. En ningún momento te abandoné. Eres la que menos lloró durante el viaje. Apenas unos golpes con las rodillas en la pared del maletero. No tuve que castigarte.

—Recuerdo la última parada que hizo el. coche. Llevábamos horas circulando por un camino de tierra. Los neumáticos daban tumbos sobre las rodadas. La suspensión chirriaba y hacía vibrar todo el habitáculo. Tenía muchísimo miedo.

El doctor Cooper sonríe.

—El expreso de Seboomook.

—¿El qué?

—Seboomook, un pueblucho perdido de Maine, en el condado de Somerset, formado por unas pocas cabañas en la orilla norte del lago Moosehead, a unos cincuenta kilómetros de la frontera canadiense. Había heredado una casa de pescador allí. Un sitio bonito, con abundancia de peces, de hielo y de silencio. El vecino más cercano estaba a cuarenta kilómetros; la gasolinera, a doscientos. Solo había un camino lleno de baches y cortado ocho meses al año a causa de la nieve y de los árboles abatidos por las tormentas. El expreso de Seboomook, así es como llamaba a ese camino que había recorrido miles de veces en el todoterreno de mi abuelo. Sesenta kilómetros de rodadas y de baches a través de uno de los bosques más profundos de Maine. Un bosque tan frondoso que en algunos lugares ni siquiera ha penetrado el hombre. Yo creo en eso. En los lugares vacíos, como zonas muertas en el gran cerebro de la humanidad. Allí había instalado la Guardería donde reunía a mis niños después de haberlos salvado de su familia de acogida.

—En esa época usted trabajaba de psicólogo para los servicios sociales del estado de Massachusetts. Eso le permitía tener acceso a los expedientes de los niños instalados en hogares de acogida y que eran víctimas de malos tratos.

—El Estado no hacía nada. Yo actuaba. Yo salvaba a los niños desgraciados y les ofrecía una gran casa llena de muñecas y de juguetes. Mi familia.

Las lágrimas inundan los ojos de Marie. Ve la casa a orillas del lago y el embarcadero, la luz del sol que se le permitía contemplar diez minutos al día a través de la ventana enrejada del sótano.

—El coche se detuvo con un último chirrido de los ejes. Recuerdo el silencio cuando el motor se paró. El silencio del invierno. Oigo el ruido de la puerta al cerrarse. Un crujido de pasos sobre la nieve. Recuerdo la luz cegadora del sol cuando abrió el maletero. Me cogió en brazos y me hizo beber agua con sabor a medicamento. Cuando volví a despertarme, estaba tumbada en una cama de princesa en medio de una montaña de muñecas y peluches. La habitación, iluminada únicamente por un tubo de neón que me hacía daño en los ojos, estaba muy fría. Las paredes eran abovedadas, como las de una cripta o una bodega. Había un retrete, lo necesario para lavarse, un pupitre de colegial con libros de texto viejos y una pesada puerta de calabozo. El tipo de puerta que ni siquiera tiembla cuando la golpeas con el hombro.

—¿Qué más?

—Un respiradero, a ras del suelo, dejaba entrar soplos de aire fresco. Olía a salitre y a moho. ¿Cuánto tiempo estuve encerrada?

—Algo menos de dos años.

—¡Dios mío, días y noches siempre idénticos! —A Mary se le hace un nudo en la garganta—. La luz de neón apagada o encendida era lo que marcaba el paso del tiempo. Usted venía a darnos clase y a jugar con nosotros. A veces nos dejaba agua y comida en abundancia y pasaban días antes de que volviera con otro interno para su guardería demencial. Recuerdo los sollozos que llegaban a través de los respiraderos. Así fue como supe que no estaba sola.

—Siempre había como mínimo veinte niños. Algunos morían cuando los privaba de alimentos porque se habían portado mal. Otros sucumbían a causa de una enfermedad o una infección, como la pequeña Laura, a la que había tenido que arrancarle los dientes uno a uno por culpa de los caramelos.

—Recuerdo sus gritos. Ahora lo recuerdo todo. También aquel día que usted, por descuido, se dejó abierta la puerta de mi habitación. Un gigantesco pasillo iluminado por bombillas desnudas serpenteaba bajo la casa. Y celdas. ¡Dios mío, había muchísimas celdas! Salí al pasillo en camisón. El suelo estaba helado. Intenté abrir algunas puertas, pero estaban cerradas con llave. Me puse de puntillas y atisbé por la mirilla a niñas y niños pequeños, incluso bebés. En las celdas del fondo vi chicas mayores y adolescentes.

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