Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Un nombre flota en su memoria, el del oficial que está al mando de los policías apostados fuera. Se acuerda de que espera su señal para entrar en la casa. Ella insistió mucho en que tenía que conseguir a toda costa una confesión. El chaval de la policía militar le había hecho un gesto indicándole que había comprendido. Un buen tipo, honrado y valiente. La clase de hombre capaz de esperar una señal durante horas.
Marie no puede más. Siente cómo el veneno avanza en su organismo. Sus piernas y su vientre están helados. La sustancia tóxica está coagulando poco a poco su sangre. Envía un potente mensaje mental en todas direcciones. El dolor le taladra el cráneo. Dice que se llama Marie Megan Parks, que es agente del FBI y que está encerrada en una casa en las colinas de Río. Añade que la han drogado y que no puede moverse. Suplica a los que la oigan que llamen urgentemente a todas las comisarías de la ciudad.
En el fondo de su mente, voces cada vez más numerosas empiezan a responderle. Como cuando era pequeña y se divertía pulsando con la palma de la mano todos los botones del interfono de un edificio. Las voces preguntan quién habla. Marie repite incansablemente su mensaje. Oye cómo se transmite a través de varios teléfonos su llamada de socorro. Una voz más clara destaca en su mente. Se llama Esperanza. Una verdadera médium. Ha comprendido. Susurra a Marie que la ayuda está en camino. Golpes a lo lejos. Alguien derriba las puertas. La voz de Esperanza le pregunta en qué habitación está. Marie comprende que la médium guía a la policía por teléfono. Más golpes sordos suenan contra la puerta del despacho. Ruido de pasos. Percibe vagamente la sombra de un policía que se inclina sobre ella mientras farfulla algo. Esperanza le pregunta qué veneno le han inyectado. Un veneno amazónico, es lo único que sabe. El policía da una orden a los enfermeros que acaban de entrar. Marie nota que una tira de goma le comprime el antebrazo. Una aguja le traspasa la piel. Esperanza le explica que están inyectándole un cóctel de antídotos contra todos los venenos amazónicos conocidos. Marie le da las gracias en un susurro. Esperanza le suplica que continúe hablando, pero Marie no puede más. Tiene muchísimo frío. El mensaje mental se debilita a medida que las tinieblas se cierran sobre ella.
La tormenta
Nueva Orleans
Tocando con sus viejas manos la madera rasposa de la barandilla, Debbie Cole se inclina sobre las aguas titilantes del Mississippi. La corriente que riza la superficie dibuja surcos plateados a la luz del crepúsculo. Es la hora en la que los mosquitos y las libélulas vuelan rozando la espuma en busca de un poco de frescor. Cayendo como una piedra del cielo anaranjado, un pelícano pasa a ras del agua agitando el aire caliente. Su pico se entreabre y atraviesa la superficie para atrapar un enorme pez gato cuyas brillantes escamas han delatado su presencia. Debbie Cole mira cómo el ave se eleva pesadamente hacia el cielo doblando el cuello hacia atrás para engullir su presa. El gran ciclo. Morir para alimentar. Así lo había querido Gaya en su infinita sabiduría.
Acompañando el vuelo irregular de una libélula, la mirada maliciosa de la anciana dama desciende hacia el río. El Padre de las Aguas. Él es el que da de beber a la Madre Tierra desde el comienzo del mundo, el que fertiliza los valles y alimenta a los hombres. El final de la carrera. Tres mil quinientos kilómetros de corriente impetuosa y de inmensos meandros a través de Estados Unidos, antes de perderse en innumerables brazos de aguas estancadas, de ciénagas repletas de raíces nudosas, de tierra blanda y de podredumbre dulzona. El
bayou
. Pero antes de diluirse en el gran mar, el Padre de las Aguas modera su curso en Nueva Orleans para atravesar el último Santuario. Ahí es donde la vieja Debbie tiene una cita. Hace mucho tiempo que espera. Como siempre que los descendientes del linaje de Gaya deben reunirse en el más absoluto secreto, le han enviado a ella para explorar el terreno.
La anciana dama respira el aire denso que sube del río. Aromas de vainilla, de canela y de azúcar. También de contaminación. Pero ningún rastro del Enemigo. Sin embargo, no está tranquila. Cierra los ojos e inspira más profundamente. En medio de los olores que flotan sobre la ciudad, del tufo a gasóleo y de las emanaciones que escapan de los climatizadores, un aroma líquido y salado aumenta: un olor a mar, a calor abrasador y a viento. La gran tormenta se acerca. Se formó cuatro días atrás en la zona de las Bahamas y avanza lentamente sobre el Atlántico, cobrando fuerza a medida que remonta las aguas cálidas del golfo de México.
Al principio, eran unos simples remolinos que agitaban las profundidades. Pero, al cabo de unos días, esos movimientos imperceptibles se transformaron en un animal monstruoso, una espiral de cólera que abría huecos de veinte metros en la masa del océano, una cosa aullante que ya no tardaría en lanzar cortinas de agua sobre el último gran Santuario.
Debbie se estremece a medida que su predicción se confirma. Sabe que los diques que protegen la ciudad no resistirán. Ve cómo las aguas del océano se juntan con las del lago Pontchartrain. Distingue las calles inundadas y las casas arrasadas. Hay cadáveres flotando en medio de bolsas de plástico y de la regurgitación de las alcantarillas. Colas interminables de vehículos intentan huir. Miles de personas atrapadas se agrupan en un estadio. El viento aúlla. Las manos de Debbie se crispan sobre la barandilla. Unas formas avanzan entre la multitud; sombras que, husmeando, buscan a la niña. Otra silueta se precisa. Una mujer joven y morena. Va armada. Coge a la niña en brazos y huye con ella. Su nueva madre.
Debbie se sobresalta y abre los ojos. Unas campanas suenan a lo lejos. Se estremece al pensar en la niña en medio de cuerpos mugrientos. Su visión era tan real que ha tenido la impresión de que era ella quien se agarraba a los brazos de la niña. O más bien una parte de ella. Trozos de su conciencia y de su memoria diluidos en la mente aterrada de la niña.
Debbie alza los ojos hacia los edificios del centro urbano. Un viejo barco con rueda de paletas cruza el puente del Greater, cuya masa metálica, difuminada por la bruma, parece una gigantesca araña. Un hilo de brisa que escapa del
bayou
lleva hasta las fosas nasales de la anciana un suspiro de limo. Pese a la tormenta que se acerca, una nube de jazz, de polvo caliente y de ritmos cajún vibran en el calor húmedo que impregna las callejas del Barrio Francés. Debbie espera. Llegó de Buenos Aires hace unas horas y envió en todas direcciones a sus vigías: un ejército de gatos y de palomas que intentarían localizar, saltando de tejado en tejado los unos y sobrevolando el Santuario los otros, la presencia del Enemigo.
Tras colocar con precaución un cigarrillo coloreado entre sus labios, Debbie lo enciende utilizando un viejo mechero con tapa. El tabaco crepita al prender. Es
fired-cured
, un tabaco negro de Kentucky que le mandan a Argentina a través de Federal Express. Ochocientos gramos al mes, con los que se lía religiosamente los cigarrillos empleando papel coloreado y prolongándolos con filtros de cartón. Debbie detesta los filtros. Alteran el sabor del tabaco. Pero, desde que su cardiólogo de Buenos Aires la riñó, ha aceptado con resignación su utilidad. Despide una voluta y carraspea. Él cardiólogo le había preguntado desde cuándo fumaba. ¿Cómo habría podido responder a eso?
Sin prestar atención a las miradas de desaprobación de los corredores que pasan junto a ella a lo largo del Moonwalk, la anciana dama intenta recordar la primera vez que había ido a Nueva Orleans. Frunce el entrecejo. Ya estamos, otro agujero en la memoria. Da rabia tener la maldita fecha en la punta de la lengua y que no te salga. Se enfada consigo misma y se llama cabeza de chorlito, mascullando en voz baja como todas las viejas perdidas en sus pensamientos.
—Vamos a ver, tampoco hace tanto tiempo… Bueno, sí…
La primera vez que Debbie Cole había ido a Nueva Orleans era viernes. El 17 de septiembre de 1807. La anciana deja escapar otro suspiro de humo mientras una sonrisa estira sus labios arrugados. Sí, ya se acordaba. Aquel día hacía un calor espantoso.
Debbie Cole hace una mueca. Le duelen terriblemente los pies. Hace horas que camina clavando el bastón en el polvo y aspirando a través de su garganta reseca un aire denso y pegajoso como jarabe.
Cada vez que se permite hacer una pausa y sentarse en un banco, sus palomas vigías se posan junto a ella. Debbie les echa puñados de arroz que coge de una bolsa de papel y responde a su zureo. Cuando emite mentalmente una señal, los pájaros vuelven a sobrevolar la ciudad. Luego se reúnen de nuevo con ella un poco más lejos, al pie de otro banco. A veces se acercan gatos, que se frotan contra sus medias. A ninguno de los corredores sudorosos ni de los tranquilos paseantes parece sorprenderles que los gatos no ataquen a las palomas. Ni que una anciana dama zuree y ronronee. Aunque es cierto que ya nadie se sorprende de nada, lo cual desespera a la vieja Debbie.
Hasta ese momento, sus vigías no han detectado nada anormal. El habitual hormigueo de los humanos. Las mismas ondas musicales y los mismos olores. Con la diferencia de que hace más de una hora que ningún gato y ninguna paloma han ido a informarla.
Levanta los ojos y escruta una vez más el cielo. La música, los olores, los ruidos. El silencio. Busca alguna agitación en la superficie del poder, una onda, una señal. Nada. Debbie nota que una sensación de vértigo se apodera de su mente. Sabe que no es el calor. Acepta el brazo de un chico que la ayuda a sentarse en un banco. El joven le pregunta si se encuentra bien, pero ella no lo oye. Sonríe mientras él se aleja. Conectada mentalmente con sus hermanas, que se acercan a Nueva Orleans, oye la vibración de Akima, que le pregunta si el Santuario está libre. Moviendo apenas los labios, la anciana dama le contesta que no está segura. Otra voz toma el relevo, la de Hanika, la más poderosa y la más anciana de las Reverendas:
—Madre Cole, usted conoce los signos de la presencia del Enemigo. ¿Se han constituido o no?
—Poderosa madre, los signos están ausentes, pero percibo algo anormal.
—La tormenta que se acerca sin duda perturba sus visiones.
—¿Y si fuese una maniobra para desviar nuestra atención?
—¿Tiene pruebas de lo que dice?
Debbie se concentra. Encuentra con el pensamiento a uno de los gatos que envió hace una hora al Barrio Francés, un gato grande de pelaje rojizo. Se llama Ayou. Nadie conoce Nueva Orleans mejor que él. Hace más de diez años que recorre sus calles y tejados. Ayou está olfateando un cubo de basura volcado cuando la mente de la Reverenda penetra en la suya. El pelaje se le eriza. Debbie nota cómo sus brazos se transforman en patas velludas y robustas, sus manos en almohadillas gastadas y sus dedos en garras que se cierran sobre una bolsa de basura. Ayou ha percibido un olor a sardina a través del envoltorio. También ha sentido la presencia de la Reverenda. Debbie sabe que debe ir con cuidado; es un gato casi salvaje. Registra con precaución su mente y pasa revista a sus recuerdos más recientes. Ayou bufa cuando empiezan a sangrar unos pequeños vasos en la superficie de sus meninges. Debbie le pregunta dónde se han metido los otros gatos. La mente del animal se llena de imágenes de desperdicios, de huesos de ave y de latas de conserva que huelen a pescado. La anciana comprende. Es la hora de comer para los felinos, su única comida del día hasta que anochece y deambulan en la oscuridad para devorar ratas y luciones. Le pregunta si sabe qué ha sido de las palomas. Ayou niega con la cabeza. El dolor aumenta a medida que su cerebro se llena de pensamientos que no son suyos. Un cerebro de gato no es lugar para eso. Debbie nota que sus garras rompen la bolsa de basura mientras ella escruta el callejón a través de sus ojos. Ninguna señal de vida, salvo un vagabundo sentado sobre un lecho de cartones. Un hombre barbudo y mugriento que observa al gato. Que observa a Debbie. La anciana se pone rígida. Hay algo que no encaja en los ojos del vagabundo. Ayou bufa, sus garras esparcen el contenido de la bolsa. Ahora siente muchísimo dolor. Morirá si Debbie sigue concentrándose tanto. La mente de la Reverenda recorre las callejas hasta el banco y vuelve a introducirse en su cuerpo adormilado. Abre los ojos y piensa en el brillo divertido y cruel de la mirada del indigente. Un torrente de mensajes mentales retumba en su mente. La voz de Hanika suena más fuerte que las demás.
—Madre Cole, se lo pregunto por última vez: ¿ha detectado la presencia del Enemigo?
—He tenido una visión. Una niña en medio de una multitud de refugiados. Pensaba como nosotras y sabía lo que nosotras sabemos. Debe pedir a las Reverendas que esperen hasta que compruebe esta predicción.
—Es imposible. Voy a dar la orden de avanzar hacia el lugar de la cita. Si los signos aparecen, avísenos de inmediato.
Debbie Cole se estremece. Una brisa fresca serpentea por el río. Huele a metal oxidado y a electricidad. Las primeras gotas de lluvia caen sobre el suelo polvoriento del Moonwalk y sobre sus cabellos. La luz del sol se ha teñido de rojo sangre. El frente nuboso está cerrándose; enormes cumulonimbos cuya cima inmaculada se pierde en el cielo y cuya base, negra, no tardará en soltar cataratas. La avanzada de la tormenta.
Debbie dirige una mirada discreta a sus tres guardaespaldas, que permanecen a distancia. Llevan largos abrigos blancos y amplias capuchas que ocultan su rostro. Uno de ellos mira el río; los otros tienen los ojos clavados en el cielo. Su jefe devuelve una sonrisa silenciosa a Debbie. Se llama Cyal. Ha sido él quien ha recibido a la anciana dama en el aeropuerto. Los Guardianes del Santuario de Nueva Orleans. Hace dos semanas que vigilan el río. Ellos también saben que los diques no resistirán.