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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (12 page)

Marie se estremece al notar el pomo del dormitorio de sus padres girando bajo su mano. Fuera, el viento sopla entre los grandes álamos que protegen el jardín. El mar de abetos se inclina y se levanta. Marie querría pensar solo en eso, pero no puede evitar mirar cómo el pomo de cobre gira solo bajo su mano. El sonido de algo que se arrastra al otro lado de la puerta. Ruido de zapatillas. Una respiración ronca y sibilante. Suelta el pomo, que continúa girando lentamente sobre sí mismo. Un chasquido. La puerta se entreabre. Al otro lado está muy oscuro. Marie aspira una bocanada de aire viciado. No ha tenido tanto miedo en toda su vida. Sonríe. Está viva.

32

Ya está. Marie ha entrado en el dormitorio. Se acerca al baúl polvoriento donde su madre adoptiva amontonaba sus recuerdos. Se acuerda de las horas pasadas en su compañía mirando los miles de fotos que contenía. Como cuando era pequeña, se sienta en el suelo con las piernas cruzadas y pone las manos sobre la tapa. No le estaba permitido abrirlo sola. Lo había intentado muchas veces, pero los goznes siempre se ponían a chirriar. Un día, entre dos bocados de galleta en la cocina, Marie le preguntó a su madre por qué no podía tocarlo.

—Porque es mágico.

—¿Y qué? Mágico no quiere decir malo, ¿o sí?

—No. Pero puede ser peligroso.

—¿Peligroso? ¿Cómo?

—Todos los baúles son mágicos. Más o menos, pero todos lo son. Sobre todo los baúles de viaje como este, que han corrido mucho mundo y han pertenecido a montones de personas distintas. Son baúles que han contenido miles de secretos. Los recuerdan y los protegen. Todos tienen un poder particular, más o menos bueno en función de los objetos que han contenido.

—¿Y este qué poder tiene?

—Devora a los niños demasiado curiosos.

Marie sonríe al recordar aquella conversación aterradora que habían tenido entre el aroma a galletas que salía del horno. Sus dedos acarician los herrajes y el viejo cuero. La tapa se abre chirriando. El aliento del baúl envuelve su rostro. Un olor a papeles viejos y a perfume muy antiguo.

Marie pone la mano sobre pilas de documentos atados con viejas cintas. Fotografías en blanco y negro y otras en color que datan de su infancia. Las primeras se remontan a unos meses después de su huida de la Guardería. La niña que posa con cara triste y delgada. Está sentada en un columpio, inmóvil. Parece tener miedo de columpiarse. Marie recuerda que pasó días enteros sentada allí, contemplando la puerta de entrada al jardín. Hasta que una mañana comprendió que el gigante de la Guardería no volvería y empezó a columpiarse, cada vez más alto, cada vez más fuerte. En la foto siguiente, mamá seca las lágrimas de la niña, que se ha rasguñado las rodillas. Marie casi llega a sentir de nuevo la quemazón de la grava incrustada en su piel. Los recuerdos son algo extraño. Dejan de lado los acontecimientos importantes para centrarse en detalles insignificantes. Con un nudo en la garganta, Marie pasa a la foto siguiente. Un niño acaricia el pelo de la chiquilla. No le gusta que llore. Los labios de Marie empiezan a temblar. Allan Parks, su hermanito adoptivo. Sabe que es él, pero no reconoce su cara. Se avergüenza de haberla olvidado. Roza su mejilla en la foto y recuerda a fogonazos aquellas tardes en las que jugaban juntos en el bosque. Le habría gustado tanto recuperar el olor de su piel y de su pelo… Marie sonríe a través de las lágrimas. Acaba de acordarse de las noches en las que Allan iba a su cama y ella protestaba cuando la despertaba frotando sus pies helados contra los suyos. A veces le gruñía que se largara, pero Allan se acurrucaba contra ella y le susurraba al oído:

—Venga, Marie, solo dos minutos. Dos minutos, y luego me voy.

—Sólo dos minutos, Allan, ¿prometido?

—Sí, prometido.

Por la mañana, Marie se despertaba siempre tiritando porque Allan le había quitado todo el edredón. Esos eran sus momentos preferidos: cuando abría los ojos y miraba el rostro de su hermanito a los rayos ocre del amanecer. Tenía un aspecto tan relajado y feliz… Como si supiera que la noche había terminado y que un largo día lo separaba del siguiente.

Otros recuerdos acuden. El dolor está ahí, agazapado como una culebra en su pecho. Esa vieja tristeza que jamás se extinguirá.

Una noche, Marie notó que el edredón se levantaba y el cuerpo de Allan se apretaba contra ella. El niño acababa de cumplir nueve años. Unos segundos más tarde, una prenda mojada se pegó a su camisón.

—Allan…

—¿Qué?

—¿Te has hecho pipí encima?

—Sí.

—¿Es una broma?

—No.

—Mierda, Allan, ¿no crees que habrías podido cambiarte de pijama antes de venir a mi cama?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho?

—No sé.

—Ve ahora.

—Vale, te lo prometo.

Marie se durmió unos segundos, abrió de nuevo los ojos y preguntó con voz soñolienta:

—¿Allan…?

—¿Qué?

—¿Has ido a cambiarte de pijama?

—Sí.

Un silencio, el tiempo que tarda Marie en tocar los pantalones de su hermano.

—¿Allan…?

—¿Qué?

—No has ido a cambiarte de pijama.

—No.

—¿Por qué?

—No sé.

—Allan, ya tienes nueve años. No puedes responder sistematicamente «no sé» cada vez que alguien te hace una pregunta un poco difícil. ¿Comprendes?

—Sí.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?

—¿Por qué sigues en mi cama con el pijama mojado de pis?

—Porque tengo miedo.

—Pero, a ver, Allan, ¿de qué tienes miedo exactamente?

Marie encendió la luz y, al ver la cara de su hermano, se quedó paralizada. Grandes ojeras cercaban sus ojos. Estaba terriblemente pálido. Un hilo de sangre salía de sus fosas nasales.

—Dios mío, Allan, ¿qué te pasa?

—No sé.

Marie fue a buscar a sus padres. Llevaron a Allan a urgencias. Cuatro días más tarde, el veredicto cayó sobre ellos como una losa: tenía una leucemia fulminante. Los médicos del hospital de Bangor lo intentaron todo. Tres semanas de quimioterapia. Después de quedarse sin pelo, sin cejas y sin uñas, a Allan empezaron a caérsele los dientes. Así que una noche su padre fue a buscarlo para llevarlo a casa. Marie recordaba aquel cuerpecito acurrucado entre los grandes brazos de Paul Parks. Murió a principios de primavera.

La víspera de su fallecimiento, Marie se metió por última vez en la cama de su hermanito; desde que él no tenía fuerzas para andar, era ella quien iba a darle calor. No hablaron. Salvo al final, cuando Allan le dijo que ocurriría al día siguiente. Añadió que moriría en pleno día y que nunca más estaría oscuro. Marie fingió que tosía para que él no se diera cuenta de que lloraba. Sintió cómo su pequeña mano helada le secaba las lágrimas.

—¿Por qué lloras, Marie?

—No sé.

—Ufff… ¡Vamos, tienes casi doce años! No puedes contestar eso cada vez que una pregunta te parece difícil.

—Olvídame, Allan.

—Tú también.

Se quedaron un rato en silencio y luego Marie hundió la cara en la almohada antes de romper a llorar. Al sentir la mano de Allan acariciándole el pelo, dijo:

—No quiero que me dejes sola.

—Sólo dos minutos. Por favor, Marie, déjame morir solo dos minutos y después me despertaré.

—Méate en los pantalones, idiota.

Se secó las lágrimas y los dos se echaron a reír. Después, lo abrazó y esperó a que se durmiera. Hubiera querido pasar el resto de la noche escuchando latir su corazón contra el suyo, pero acabó durmiéndose. Por la mañana, todavía respiraba. Justo después de mediodía murió.

33

Marie ha dejado las fotos. No quiere seguir recordando. Se dispone a cerrar el baúl cuando un montón de cartas apiladas encima de un gran sobre atrae su atención: viejas tarjetas de tíos ancianos y de primos lejanos. Cartas con la tinta desleída en las que entrechocan palabras, voces y recuerdos que no son los suyos. Justo encima del sobre está la postal que Marie había enviado desde el lago Tahoe. Las aguas azul oscuro, las orillas pobladas de abetos y las cumbres blancas de la Sierra Nevada al fondo. Había trazado con bolígrafo una gran flecha que apuntaba hacia la orilla oeste del lago. Encima, había escrito en mayúsculas:

¡¡¡AQUÍ ESTÁ MI TIENDA!!!

Marie da la vuelta a la postal. Recuerda que redactó el texto entre cucharada y cucharada de mantequilla de cacahuete, justo antes de reunirse con sus compañeros. Chupó el bolígrafo unos instantes en busca de una frase suficientemente buena para justificar un sello. Al final, dejando escapar un suspiro, había escrito:

Queridos todos:

Las vacaciones van estupendamente.

El lago es muy bonito.

Ayer pescamos salmones kokanee.

¡¡¡Yo cogí uno enorme!!!

He dibujado una flecha para que sepáis dónde hemos instalado el campamento.

Yo estoy súper bien.

¿¿¿Y vosotros???

Os quiero mucho.

Marie

Los labios de Marie EMPIEZAN a temblar otra vez. No puede evitar pensar que es lo último que su madre recibió antes de morir. Intentó llamarlos justo antes de embarcar en el avión que iba a llevarlos a Portland. El teléfono sonó varias veces sin que nadie lo cogiera, así que colgó.

Marie deja la postal y coge el sobre de papel kraft. Su respiración se acelera. En él, su madre ha escrito:

PARA MARIE.

NO ABRIR ANTES DEL DÍA

DE SU 21 CUMPLEAÑOS

Marie rasga el borde del sobre. Saca del interior un expediente de los servicios sociales del estado de Maine y una carta. Unas líneas torpes en las que su madre se lo cuenta todo. El papel cruje entre sus dedos. Le dice que, aunque no es su hija en el sentido biológico del término, papá y ella la han querido desde que llegó a su casa. La querían incluso desde antes, ya que hacía diez años que habían presentado una solicitud de adopción. Diez años durante los cuales habían acumulado montañas de amor. Le explica que no está autorizada a contárselo todo, que ella misma no lo sabe todo. Un día, recibieron la visita de alguien del FBI que tenía una adolescente difícil a la que debía buscar un hogar. Una niña maltratada que nadie quería porque había vivido algo atroz. El señor trajeado había añadido que esa cría formaba parte del programa de protección de testigos y que nadie debía saber quién era ni de dónde venía. Los Parks aceptaron y, al cabo de tres días, la niña estaba allí.

Marie pasa a la página siguiente. Unos meses más tarde, su madre adoptiva había intentado averiguar algo más. A fuerza de indagar, acabó descubriendo la identidad de su verdadero padre. Se llamaba Anthony Gardener. Cuando Marie nació, acababa de terminar sus estudios de psicología y vivía en una casa aislada a la salida de Phoenix, donde había instalado su consultorio. No se sabía mucho más, aparte de que asesinó a su mujer cuando Marie tenía un año y luego desapareció. La policía lo buscó en vano y Marie fue confiada a los Kransky.

Ultima página. Janet Parks prosigue la carta diciendo que se avergüenza, pero que no se siente con derecho a callar. Ha adjuntado una foto de Gardener. Termina añadiendo que el señor del FBI se pondría furioso si se enterase de la existencia de esa carta, pero que de todas formas nadie podía remediarlo ya.

Una sensación de náuseas invade a Marie. Recuerda las grandes caras tristes de los Kransky. Boston, los abismos, la casita encajonada entre la autopista y la vía del tren. Camina con los brazos en cruz por el bordillo de las aceras. El coche de Daddy la roza. Un aroma a puro se escapa del vehículo. Hay algo detrás de ese olor. Otro olor que Marie conoce. Un olor íntimo, lejano. Marie retrocede en el tiempo. Acaba de recuperar su primer recuerdo. Una sensación, más que un recuerdo.

Una casa al borde del desierto. Ella tiene un año. Está acostada en su cuna. La ventana entreabierta deja pasar la luz de color amarillo paja del sol. Parece un ojo abierto en la piel de la pared. Marie contempla que cuelga el móvil encima de ella; los elementos oscilan en el aire ardiente. Sus manos se quedan inmóviles.

Acaba de ver algo que se desliza a través del ojo de la pared. Ha oído cómo caía. Se retuerce en el suelo y hace un ruido de carraca al avanzar. Es algo del exterior que no tiene nada que hacer allí dentro. El ruido de carraca se acerca a la cuna. Es largo y fuerte, se enrosca, trepa lentamente. Marie deja escapar un sollozo de pánico. La cabeza de aquella cosa acaba de aparecer en su campo visual: un triángulo de escamas y unos ojos sin vida que la observan. Emite un largo silbido al caer sobre el colchón. La cosa busca frescor. Su lengua malvada roza los tobillos del bebé. Tiene hambre. Le gustan los olores que desprende el colchón. Marie intenta acercar cuanto puede sus pies a sus manos. La cosa abre la boca. Está a punto de saltar cuando una mano enorme pasa a toda velocidad por delante de los ojos de Marie. El gigante ha vuelto. El gigante está ahí. Marie aspira su olor de colonia mientras sus dedos se cierran alrededor del cuello de la cosa. Un crujido. La cosa se ablanda. Cae al suelo. El rostro del gigante aparece. Marie no ve sus ojos, pero percibe su olor. Su voz hace vibrar el aire.

—La hora de los crótalos, Marie. Recuerda esto: no hay que dormir nunca a la hora de los crótalos.

Arrodillada delante del baúl abierto, Marie saca la foto del sobre. Una vieja fotografía descolorida por los años. Anthony Gardener está sentado en la escalera exterior de una bonita casa cuyo jardín da al desierto. Lleva un traje de lino y sujeta en la mano un crótalo que acaba de matar. Marie siente que el suelo cede bajo sus pies. La sonrisa del gigante. Da la vuelta a la foto. Detrás, una mano ha escrito con pluma:

12 de septiembre de 1976

365 días en medio de los crótalos.

¡Feliz cumpleaños, Marie!

Más abajo, la misma mano ha añadido:

Te quiero, DADDY

34

Marie ha bajado a la cocina. Sin detenerse, ha cogido la botella de ginebra. El vaso ya no es suficiente. Respira a su alrededor el olor del gigante, el olor del crótalo. Es su veneno lo que le quema la garganta al tiempo que toma largos tragos de ginebra directamente de la botella. El veneno de Daddy corre por sus venas. Piensa en Crossman. En ese preciso instante, si el jefe del FBI llamara a la puerta, le vaciaría un cargador en el vientre.

Entra en el cuarto de baño y deja el teléfono móvil y su arma de servicio sobre la lavadora. Después se desnuda completamente y mira el reflejo de Gardener, que le sonríe en el espejo salpicado de óxido. Una adolescente desnuda y terriblemente flaca ríe a través de sus dedos huesudos. Marie levanta la botella y echa otro trago. En el espejo, Gardener mastica una barra de chocolate. Un hilillo negruzco resbala entre sus labios. Tiene toda la barbilla embadurnada. Se deleita. Ha ganado. Su voz cascada resuena en el silencio.

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