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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (13 page)

—Bueno, hermanita, ¿qué hacemos ahora?

—Yo, beber, y tú, comer.

—Estás como una cuba, Marie. Y cuando estás como una cuba, te vuelves fea.

La mirada de Marie desciende a lo largo del vientre hundido de Gardener hasta el pliegue de su sexo. Busca un comentario lo suficientemente insultante para hacerle cerrar el pico. Algo relacionado con su anorexia. Echa otro trago de ginebra. Tiene intención de seguir bebiendo hasta que el reflejo de esa cretina se disuelva en el espejo.

—Hay una solución más sencilla, ¿no crees?

Unos lagrimones resbalan por las mejillas de Marie. Dice que no con la cabeza mirando a Gardener, que se lame los dedos en el espejo. La sonrisa de chocolate de la adolescente se vuelve más amplia.

—En fin, Marie, ¿has visto en qué estado te encuentras? ¿Hasta cuándo crees que durará esto así?

Marie no responde. Bebe. La botella está casi vacía. Gardener ya no sonríe.

—Pero mírate, tía. Bebes y lloras a moco tendido. Lloras tanto que ni siquiera te da tiempo a mear lo que bebes. ¿Qué te diría el mariquita de Allan si estuviera aquí? «Venga, Marie, por favor, déjame beber un poco de ginebra y después te follaré bajo el edredón. Meteré mi pequeña pilila bien dura en tu raja y te follaré durante toda la noche.»

—¡Dios santo! ¿Vas a cerrar el pico de una vez?

Los ojos de Gardener brillan de odio.

—Vamos, Marie, un pequeño esfuerzo. Bebe un poco más y hazlo. Eso es, muy bien.

Marie siente que la palma de su mano abraza la culata de su arma. Ni siquiera se ha dado cuenta de que ha alargado el brazo hacia la lavadora. Mira el cañón de la Glock. Su vieja amiga… Tira de la culata hacia atrás para meter una bala en la recámara. El proyectil despide un breve destello mientras la culata se cierra.

—¿Lo ves? No es tan complicado… Ahora, hazlo, querida hermanita. Y sobre todo no cierres los ojos. Quiero verlo todo.

El gusto metálico del cañón en la boca de Marie. Su dedo se curva alrededor del gatillo. Presiona lentamente… cada vez más fuerte… Capta una vibración extraña y vuelve los ojos hacia la lavadora.

—No te preocupes, Marie. Aprieta el gatillo y manda todo eso contra las paredes.

Más vibraciones llenan el cuarto de baño. El teléfono se mueve sobre la lavadora. Se agarra a ello. Saca de su boca el arma mojada de saliva y tiende la mano hacia el móvil. En la pantalla aparece el número de Bannerman.

—¡Eres una auténtica inútil! Lo has heredado todo de nuestra madre, ¿sabes?

Marie se acerca el teléfono al oído al tiempo que hace un gesto obsceno con el dedo a Gardener, cuyo reflejo está a punto de desaparecer. La voz de Bannerman suena en el auricular.

—¿Marie…?

—¿Sí?

—¿Vienes a cenar?

Marie mira su reflejo en el espejo. Sorbe por la nariz.

—¿De qué es el asado que Abby está torturando en el horno?

—De cerdo.

—¿Qué pondrás de guarnición?

—Patatas en salsa.

—¿Puedes venir a buscarme?

—Voy para allá.

Marie cuelga. Antes de salir, descarga la Glock y la deja en el interior de la lavadora. Si sigue bebiendo en casa de los Bannerman y si Gardener vuelve a asomar la nariz a su vuelta, sin duda estará demasiado borracha para acordarse de dónde ha escondido el arma. Va al salón y se deja caer en el sofá zapeando en las cadenas de informativos, que pasan una y otra vez imágenes de Nueva Orleans devastada por el huracán. La tormenta descarga montañas líquidas sobre la ciudad. Ningún meteorólogo comprende por qué el ciclón ha evolucionado con esa brutal aceleración. La gente todavía estaba clavando tablas en los montantes de sus ventanas cuando las primeras olas habían hecho crecer súbitamente las aguas del lago Pontchartrain. Desde entonces, Nueva Orleans no responde, como si una parte de Estados Unidos hubiera desaparecido detrás de una gruesa muralla de viento y de lluvia. Las cadenas de televisión retransmiten imágenes de desolación, tejados arrancados, cadáveres y calles inundadas. Marie está a punto de dormirse cuando oye una sirena de policía que se acerca a la casa. Suspira. A Bannerman siempre le ha encantado hacer sonar su maldita sirena.

IV

El Santuario

35

La Mesa del Diablo, gran desierto mexicano de Sonora

Un río. Peces plateados suben a la superficie y engullen insectos extraviados antes de volver a las profundidades. Justo antes de tenderse sobre la hierba, el pescador ha sumergido el sedal en la corriente. Grandes truchas se debaten ya en su cesto. Sin abrir los ojos, alarga la mano hacia la botella de cerveza que tiene al lado. Va a llevársela a los labios cuando nota que el cristal se reduce a polvo entre sus dedos.

Gordon Walls abre los ojos y contempla el puñado de arena roja sobre el que su mano acaba de cerrarse. El río ha desaparecido. En su lugar, un río subterráneo extiende sus aguas negras bajo los acantilados de la Mesa del Diablo.

Temblando de fiebre y de sed, Walls se pasa la lengua por los labios. A gran altura por encima de él, distingue la entrada de la hendidura por la que la luz del sol cae en vertical. Una trampa apache. Estaba explorando el circo de acantilados, en el interior de la Mesa, cuando el suelo se hundió de repente bajo sus pies. Un grito y una caída vertiginosa hasta producirse el chasquido de los mosquetones que lo sujetaban a los demás miembros de la cordada. Walls recuerda cómo el haz de luz de su linterna desapareció girando en espiral.

Suspendido en el vacío, oyó frotamientos de suelas mientras, derrapando sobre el polvo de la Mesa, Cassy y Paddy intentaban retenerlo. Gritos. Llamadas de socorro. Luego, el siseo de la cuerda que se escurría entre los dedos, y treinta metros de caída libre hasta que los mosquetones de frenado se trabaron de nuevo. Un cuerpo lo había rozado gritando en el halo de su linterna frontal: Paddy, el segundo de la cordada, que debía de haberse desenganchado para tratar de sujetar la cuerda a una roca. Walls recuerda su rostro aterrado y sus manos agitándose en el aire en su caída. Un crujido de huesos abajo, muy lejos. Gritos arriba. La voz de Cassy. Decía que se había roto los dos fémures después de que sus muslos quedaran aprisionados en una falla. La cuerda que se había enrollado en las muñecas le había cortado dos dedos. Intentaba aflojarla, pero no lo conseguía. Ahora gritaba sin parar mientras el peso de Walls le abría la carne.

Walls barrió el espacio con su linterna frontal. La hendidura tenía la forma de una gigantesca cúpula. Imposible alcanzar las paredes curvas, ni siquiera balanceándose al máximo de lo que permitía la longitud de la cuerda. Entonces, sin preocuparse de Cassy, que aullaba de dolor cada vez que él hacía un movimiento, se retorció para desatar las hebillas de su mochila y la dejó caer después de haber sacado una bolsa de goma, de cuya anilla tiró. Un silbido de aire comprimido sonó en las tinieblas. Haciendo muecas, Walls apretó los cordajes con los dedos mientras el bote neumático se desplegaba emitiendo una serie de chasquidos. Tenía apoyada su espalda en el interior. Un último grito. El silbido de la caída. Walls se agarró con todas sus fuerzas al bote y levantó los ojos. La franja luminosa que indicaba la entrada de la hendidura se alejaba arremolinándose. El impacto. La nada.

Walls lucha para calmar los temblores que agitan su cuerpo. Fuera, el sol declina. El arqueólogo lo deduce por la intensidad del haz luminoso, que está debilitándose. Desde hace ya varios minutos, la luz blanca del desierto está tornándose ocre. La luz cae ahora oblicuamente sobre el cuerpo descoyuntado de Paddy, al fondo de la hendidura. Con los brazos y las piernas rotos, su viejo amigo parece escrutar la oscuridad con los ojos muy abiertos. Más lejos, Walls ve su mochila y los restos del equipo que Paddy ha arrastrado en su caída. Consigue también localizar el botiquín, cuyo contenido se ha esparcido por el suelo, una bolsa de provisiones que contiene raciones liofilizadas y un infiernillo, así como un fusil automático AR 15 cuya culata se ha partido a consecuencia del choque. Los mapas, el material de cordada y los aparatos de radio se han quedado arriba. Arriba, con Cassy. Echando la cabeza hacia atrás, Walls grita:

—¡Caaasssy! Dios mío, Cassy, ¿me oyes?

Walls oye rebotar el eco de su grito a lo largo de las paredes. Silencio. Un graznido lejano, muy arriba, en el cielo. Walls examina su arnés. La cuerda ha quedado enredada en el interior del armazón. Tira de ella contando los metros. Diez. Quince. Treinta. Algo rasca el suelo mientras el extremo de la cuerda se aproxima. Walls se pone rígido. Una cosa dura y fría le roza la cara y deja en ella un rastro húmedo. La levanta para verla a la luz de la falla y ahoga un grito al ver una mano fina y blanca, cortada de cuajo a la altura de la muñeca. Dos dedos han sido arrancados. Los demás, torcidos y rotos, siguen apretando la cuerda. Una alianza, tallada en un círculo de lapislázuli, brilla débilmente en el anular. La de Cassy.

36

A Walls lo habían reclutado dos días atrás en la habitación de un hotel de La Habana, donde se recuperaba poco a poco de su última expedición a Tierra de Fuego. Acababa de salir de la ducha cuando sonó el teléfono. La voz grave y altiva del conservador del Museo Británico resonó desagradablemente en el auricular.

—¿Doctor Walls…?

—¿Cómo está, Clayborne?

—Tengo que pedirle un favor.

—Espero que no sea gratis.

—He mandado hacer una transferencia de doscientos mil dólares a la sucursal del Caiman Bank de Albuquerque, en Nuevo México. La misma suma será transferida a su vuelta a su cuenta secreta de Nassau, como de costumbre.

Walls se acercó a la ventana, cuyos visillos se mecían movidos por la brisa, y contempló un momento a la muchedumbre en los muelles castigados por el calor. Un viejo carguero herrumbroso parecía avanzar entre los coches aparcados junto a las orillas.

—¿Por qué yo?

—¿Y por qué no?

—La última vez que requirió mis servicios, me pareció comprender que apreciaba el resultado de mis acciones, pero no forzosamente los métodos que utilizaba para obtener ese resultado.

—Esta vez no es para el museo, sino por cuenta de una de mis viejas amigas.

—¿Cuál es el objetivo?

—La Mesa del Diablo, en el gran desierto mexicano de Sonora.

—¿Las tierras sagradas apaches? ¿Su amiga busca problemas?

Se produjo un silencio, apenas perturbado por el ruido de papeles que Clayborne hacía al hojear unos documentos en el otro extremo de la línea.

—Hace unos años, encontramos vestigios de pueblos precolombinos en medio del desierto. Pueblos apaches que parecían disponer de agua gracias a un río subterráneo procedente de la Mesa. Hallamos también unos frescos extraños en las tumbas de esos pueblos. Hace un mes enviamos una expedición para que remontara el río hasta su fuente. No tenemos ninguna noticia. Quisiéramos que los encontrase.

—Si me dijera lo que buscaban realmente, sería más fácil, ¿no cree?

—Ya se lo he dicho.

—Deje de tomarme por imbécil, Clayborne. Soy arqueólogo, no socorrista. Si hubiera querido recuperar a sus hombres vivos, no habría esperado un mes.

—Sospechamos que están muertos. Lo que nos interesa es descubrir cómo han muerto.

—Saber el cómo, le costará el doble de la tarifa habitual.

—Mi amiga tiene medios.

Walls colgó. Dos horas más tarde, despegaba en un vuelo regular con destino a Albuquerque.

37

El frío de la caverna hace tiritar a Walls. La brecha deja entrever un trozo de cielo rojo sangre. Pronto anochecerá. El arqueólogo lucha contra el sueño. Sabe que algo no va bien, que algo absorbe sus fuerzas y lo está matando lentamente. Está perdiendo sangre. Siempre se tiene esa impresión cuando uno se vacía. Una sensación de caer al ralentí y de frío que te entumece a medida que la vida se escapa.

Con la garganta seca, Walls intenta mover las piernas. Una punzada de dolor recorre sus muslos. Hace una mueca, pero es una buena noticia: si le duele, significa que, como último recurso, podrá reptar hasta el fusil automático y dispararse una ráfaga en la boca.

Walls saborea el insoportable hormigueo que sube a lo largo de sus pantorrillas a medida que dobla las rodillas arrastrando los talones por el suelo. Nada que destacar en esa zona. Se levanta la ropa y se toca las costillas. Se pone rígido. El dolor está agazapado ahí, a la altura de ese bulto que deforma su caja torácica. Palpando con la yema de los dedos, descubre dos costillas fracturadas. Hincha el pecho atendiendo al ruido que produce su respiración. Si silba al final de la inspiración querrá decir que una astilla de hueso ha perforado el pulmón. Walls vacía lentamente el pecho.

Nada que destacar tampoco. Pero en el momento en que intenta incorporarse es cuando siente la puñalada. Una cuchilla helada que le traspasa el abdomen. Haciendo acopio de valor, palpa la zona dolorida. Su vientre está tan tenso que tiene la impresión de estar tocando una losa de mármol expuesta a pleno sol. Walls se muerde los labios. Una hemorragia interna. Nada mortal por el momento, pero no seguirá así mucho tiempo.

El arqueólogo se arrastra hacia el botiquín y abre los cierres de velero. Primero una inyección para que el corazón aguante. A la luz de su linterna frontal, se inyecta potasio clavando directamente la jeringuilla a través de la ropa. Hace una mueca al notar cómo se extiende el líquido por las arterias. Su corazón ha recuperado un ritmo constante y regular, pero sabe que solo ha solucionado una parte del problema. Ahora tiene que ocuparse sin falta de su presión arterial, que no deja de bajar. Registra de nuevo el botiquín en busca de las bolsas de sangre, retira el envoltorio de un kit de perfusión y lo une a un tubo de plástico antes de clavarse la aguja biselada en una vena. Después abre el regulador de la bolsa al máximo y se deja caer boca arriba. Está al límite de sus fuerzas.

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