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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (51 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Una mirada a las otras pantallas: un grupo de indigentes acaba de llegar a la tercera planta. Otro baja a toda prisa la escalera mecánica que lleva del cuarto piso al tercero. El que parece ser el jefe señala el ventanal. Crossman masculla un taco al comprobar que Holly ha desaparecido. Solo queda la anciana encogida en el suelo. Los indigentes se agachan sobre su cadáver, lo husmean, lo sacuden. Después, el jefe se levanta y vuelve la cabeza en dirección a las puertas que dan a los aparcamientos elevados. Alarga la mano y grita algo. Crossman ve la silueta de Holly, que cruza las puertas de cristal y se echa en los brazos de un hombre que lleva un abrigo blanco. Los indigentes corren por el pasillo. Cámaras exteriores. Planos fijos de los aparcamientos. Holly y los hombres de blanco se meten en un potente coche que arranca a toda velocidad justo cuando los indigentes salen del centro comercial. El jefe de la banda se sitúa en la trayectoria del coche, que acelera y lo arrolla golpeándolo bajo las rodillas. Crossman detiene una de las grabaciones. Una cámara a la altura del bólido en el momento del choque ha inmortalizado el rostro del conductor. Los ojos del tipo brillan en la penumbra. Kano.

Crossman cierra el ordenador. Se dispone a volver al gabinete de crisis cuando su móvil vibra. Se trata de uno de los agentes que ha enviado a la base de Puzzle Palace..

—Le escucho, Caparzo.

—Mientras esperábamos los resultados de los científicos, a Al y a mí se nos ha ocurrido husmear un poco en el ordenador central de la base para analizar las llamadas que se recibieron en las últimas horas.

—No quiero ser brusco, Caparzo, pero tengo una extinción de la especie humana en el fuego.

—Buscando, hemos dado con dos llamadas que el sabio loco recibió en las horas inmediatamente anteriores a la contaminación. Hablan de un arqueólogo y de una niña. No lo hemos entendido todo, pero, en fin… ¿lo tiramos o lo guardamos?

—Mándemelo, Caparzo.

—Hecho, señor.

Un clic en el otro extremo de la línea. Un chisporroteo. La voz de Cabbott invade el oído de Crossman. Parece furioso con Kassam. Crossman toma unas notas y pasa a la llamada siguiente, procedente de México. Escucha atentamente lo que Kassam le explica a su agente acerca de cierto antídoto llamado Holly Amber Habscomb. Sonríe.

—Gracias, Caparzo.

—A su servicio, señor.

Crossman cuelga y regresa a toda prisa al gabinete de crisis. Abre la puerta y se detiene al ver que el presidente le indica que no se mueva.

120

El silencio en el interior de la sala es palpable. Todos están serios, concentrados. En la gigantesca pantalla colgada en la pared, la costa este de Florida. Un punto parpadea sobre el océano, a trescientos kilómetros de Miami. Un 747. Acaba de pasar por la vertical de las Bahamas y parece proseguir su camino en línea recta. El presidente indica a Crossman que se siente. Los altavoces crepitan.

—Lufthansa 5067, aquí control de Miami. Le repito que ningún aparato está autorizado a aterrizar en suelo norteamericano, ni siquiera a sobrevolarlo. Tiene suficientes reservas de carburante para desviarse hacia México. El aeropuerto militar de Hacienda Tetillas, en el desierto de Anahuac, está en condiciones de recibirlo.

—Miami, aquí Lufthansa. Yo también le repito que llevo doscientos cincuenta y siete pasajeros a bordo, once de ellos están enfermos y han empezado de repente a envejecer. Su estado exige atención inmediata. Está cundiendo el pánico. No tengo otra opción, debo aterrizar en el aeropuerto más cercano. Y, lo quiera usted o no, el más cercano es el suyo.

—Recibido, Lufthansa, pero confirmo: ningún aparato puede aterrizar en suelo de la Unión. Su nuevo rumbo para Hacienda Tetillas es unidad nueve cero. La aviación mexicana se hará cargo de usted en cuanto haya llegado a su espacio aéreo.

—¡Váyase a tomar por culo, Miami! Pongo ahora mismo rumbo 232 en dirección a sus instalaciones para acabar alineándome sobre la 24.

—Ok, Lufthansa, usted lo ha querido: paso el relevo a las autoridades de las Fuerzas Aéreas.

—Santo Dios, Miami, se han vuelto todos locos ¿o qué?

Un chisporroteo. Tres puntos en triángulo acaban de aparecer en la pantalla. Centellean en las aguas de Gran Bahama. Otra voz toma el relevo. Una voz fría de militar.

—Lufthansa, aquí el capitán Clive Baker de la Armada. Los puntos brillantes que se acercan a gran velocidad a las seis con respecto a usted son tres F-18 que han despegado del portaaviones nuclear
USS Lincoln
. Yo piloto el aparato que va en cabeza. Mi indicativo es Lobo Solitario. Voy a desviarme hacia la derecha para confirmarle que soy yo.

En la pantalla, uno de los puntos brillantes que se acercan al avión de gran capacidad hace un giro en la dirección indicada antes de volver a situarse en formación. La voz de Lobo Solitario suena de nuevo en los altavoces.

—Lufthansa, ¿confirma que me ha visto?

—Confirmo que me la suda, Lobo Solitario.

—Muy bien, Lufthansa. Tal como Miami le ha repetido tres veces, el espacio aéreo de Estados Unidos está cerrado y tenemos orden de abatirlo si no se desvía inmediatamente. Le doy dos minutos para cambiar de rumbo.

—Lobo Solitario, tengo un conato de histeria a bordo. No llegaré a México.

—Un minuto cincuenta, Lufthansa.

—Dios mío, ¿piensa escucharme? Seguramente tiene usted mujer e hijos. Yo llevo decenas a bordo. ¿Qué va a contarles a los suyos cuando vuelva a casa?

—Un minuto treinta, Lufthansa. Todavía está a tiempo. Haga un movimiento de balanceo con las alas si me ha entendido y cambie de rumbo inmediatamente.

—Negativo, Baker. Paso al canal internacional. No se atreverá a disparar contra un aparato comercial en directo.

La voz del piloto alemán suena en la frecuencia común.

—Atención, a todos los vuelos que se aproximan a las costas norteamericanas, me amenaza una escuadrilla de…

Los altavoces del gabinete de crisis emiten un largo chisporroteo mientras las interferencias de la Agencia de Seguridad Nacional cierran la frecuencia. El presidente se vuelve hacia su primer consejero.

—¿Ackermann…?

—¿Señor…?

—Conécteme en la frecuencia de los cazas.

—Ya está conectado.

El presidente se inclina hacia el micrófono colocado ante él.

—Capitán Baker, aquí el presidente de Estados Unidos.

—Le recibo 5 sobre 5, señor presidente.

—¿El 747 está cambiando de rumbo?

—Negativo. Continúa hacia Miami.

—Le ordeno que abra fuego.

—¿Puede confirmarlo, señor? Me ha pedido que elimine el eco del comercial, ¿es correcto?

—Confirmado, muchacho. Derríbelo.

—Recibido.

Los peces gordos del Pentágono contemplan las señales de eco del radar que parpadean en las pantallas. El 747 está delante. El triángulo de los cazas a las seis respecto a él. Están muy cerca. Dos puntos luminosos ultrarrápidos parten del caza que va en cabeza y se dirigen hacia el avión de gran capacidad, cuya señal parpadea y se apaga. Los F-18 rompen la formación. Voz del capitán Baker, apenas alterada por la emoción.

—Aquí Lobo Solitario. El avión comercial ha caído en aguas de Great Isaac Island. Dos impactos en el blanco. Objetivo incendiado antes de llegar al agua. Repito: el avión comercial ha caído. Ningún superviviente.

El presidente cierra los ojos un momento. Después habla por la línea segura.

—Puzzle Palace, aquí el presidente. Necesito la información ya.

Las pantallas del gabinete de crisis muestran las imágenes procedentes del laboratorio privado de Kassam. La mayoría de los científicos continúan inclinados sobre los ordenadores de proteínas. Los demás están reunidos en semicírculo detrás del profesor Brooks.

—Estamos preparados, señor.

—Les escucho.

121

Brooks se aclara la garganta.

—Tengo una buena noticia y varias malas. ¿Por cuál empiezo?

—Brooks, acabo de ordenar derribar un 747 lleno hasta los topes sobre las Bahamas. Así que, si quiere que le diga la verdad, me da igual.

Brooks se vuelve hacia la serie de pantallas conectadas a los ordenadores de proteínas de Kassam. En la última pantalla instalada por los científicos del gobierno, una doble hélice de ADN gira sobre sí misma.

—De acuerdo, hum… la buena noticia es que hemos conseguido secuenciar el virus.

—¿Y…?

—Las secuencias proceden del ADN de la momia del proyecto Manhattan. Ahora estamos seguros de que ese loco de atar logró aislar los genes relacionados con lo que llamamos el factor muerte.

—Haga usted como si le hablara a un tonto, Brooks. Ganaremos un tiempo precioso.

—Intentaré simplificarlo, señor. Desde el nacimiento, desde los últimos meses de la vida uterina en realidad, el bebé empieza a envejecer. La muerte forma parte de la vida en la medida en la que esos dos procesos no solo están unidos sino que son complementarios. Todas las funciones orgánicas se rigen por un sistema que destruye y un sistema que repara El equilibrio entre esos dos sistemas es lo que garantiza el buen funcionamiento del conjunto. Entre otros miles de cosas, nuestro ADN contiene unas secuencias relacionadas con los procesos de envejecimiento y otras con los procesos inversos.

—¿Procesos de rejuvenecimiento?

—Más bien procesos de reparación y de crecimiento. A medida que envejecemos, esas enzimas se segregan cada vez menos.

—Había dicho que trataría de simplificar.

—De acuerdo. Volvamos a nuestro bebé. Cada átomo de aire que aspire desde que dé el primer grito oxidará sus órganos y destruirá sus células. Pero hasta la edad adulta todo transcurre como si los procesos de envejecimiento fueran menos potentes que los procesos de crecimiento. Lo que significa que esos miles de millones de células oxidadas son sustituidas muy rápidamente por miles de millones más. Después, a medida que el adulto se hace mayor, ese proceso se invierte. Lentamente, pero se invierte. Además, factores externos como la contaminación o la alimentación pueden agravarlo, aunque en realidad se mantiene considerablemente estable hasta el final de la vida. Lo que quiere decir que si, desde su nacimiento, situara usted a un organismo humano en un entorno ultraprotegido y le diera inyecciones reguladoras de antioxidantes para contrarrestar los estragos del oxígeno, ese organismo viviría al menos trescientos años envejeciendo lentamente hasta esa edad límite prevista por el factor muerte. En el resto de nuestra explicación, aunque no es científicamente correcto, llamaremos «factor vida» a las secuencias encargadas de luchar contra ese factor muerte.

—Vaya al grano, Brooks.

—Estoy en él, señor. Lo que estoy intentando explicarle es que Kassam consiguió aislar esos dos factores en el ADN de la momia del proyecto Manhattan. Pero resulta que, en ese ADN, los dos factores son mucho más potentes que en el ADN humano habitual. Por ello, esos seres están dotados de una longevidad muy superior a la normal.

—Entonces, si no lo he entendido mal, Kassam ha aislado el superfactor muerte de nuestra momia y lo ha inyectado en su virus para aniquilar a la humanidad, ¿es eso?

—Con todos los respetos, señor, es exactamente al revés. Ha programado el virus con el superfactor muerte y el superfactor vida para que esos dos superfactores sustituyan a los nuestros.

—No entiendo nada, Brooks. ¿Está diciéndonos que pretende condenar a la humanidad a una longevidad extrema?

—Sí.

—Entonces es una buena noticia.

Brooks cruza una mirada de angustia con sus científicos.

—¿Qué pasa, Brooks? Es una buena noticia, ¿no?

—Desgraciadamente, señor, me temo que, por el contrario, es la peor de las noticias que podamos anunciarle. Se trata de lo que denominamos las extinciones malthusianas. Condenarnos a una longevidad extrema es abocarnos al agotamiento genético, al fin de la adaptación y de la evolución de nuestra especie, y en consecuencia a la desaparición de nuestra condición de seres sexuados. La prolongación de la vida ha sido siempre el punto débil de los seres vivos, porque la vida necesita fundamentalmente de la muerte para renovarse. Por lo demás, es bastante sencillo comprobarlo si se analiza lo que ya sucede en nuestras sociedades modernas: a fuerza de vivir en la opulencia y de rechazar la idea de morir, a fuerza de ampliar los límites de la muerte y de atiborrarnos de medicamentos, nuestras poblaciones envejecen y se reproducen cada vez menos. Esterilizamos nuestro entorno y, con ello, multiplicamos las alergias, las bacterias resistentes y las infecciones mortales. Ya hemos empezado a limitar el factor muerte. La primera consecuencia es, para los más ricos, un aumento considerable de la esperanza de vida. La otra consecuencia es el empobrecimiento de nuestra transmisión y, por lo tanto, de la resistencia de las generaciones futuras a las menores modificaciones ambientales: un ejército de inmortales aniquilado por un simple resfriado.

El anciano bebe unos tragos de agua. Parece extenuado.

—¿Brooks…?

—¿Señor…?

—Si su demostración es acertada, ¿por qué las personas infectadas mueren de envejecimiento?

—Ésa es la otra mala noticia, señor. Para que su plan fuera efectivo, Kassam necesitaba provocar una evolución a escala, pero no de varias generaciones, sino solo de una. Una mutación en cierto modo forzada. Ante esa alteración genética, las células desarrollan respuestas anormales. Decenas de cánceres que evolucionan a toda velocidad por efecto del impulso del superfactor muerte. Eso es lo que nos mata. Según las estimaciones que hemos encontrado en los ordenadores de Kassam, el 99,8 por ciento de la humanidad sucumbirá a esta mutación. Los demás, el 0,2 por ciento que sobreviva integrando los dos superfactores, prácticamente no envejecerá y el proceso de agotamiento genético se desencadenará de forma irreversible. Si pudiera elegir, me gustaría formar parte de los que van a morir.

—Lo que nos lleva a la pregunta anterior: ¿Cómo detener esa cosa que se extiende?

—Empíricamente, bastaría con crear otro virus cuyas secuencias anularan el de Kassam y propagar ese virus por todo el planeta, exactamente como ha hecho él con su cepa.

—¿Dónde está el problema? Tenemos la flor y nata de los científicos y los mejores laboratorios del mundo.

—El problema, señor presidente, es que, si bien Kassam nos ha dejado sus notas, ha tomado la precaución de destruir todas las muestras de ADN de la momia del proyecto Manhattan. Eso quiere decir que nos veremos obligados a crear un nuevo ADN de síntesis a partir de los datos almacenados en la memoria de los ordenadores de proteínas. Lo cual, en el estado actual de nuestros conocimientos, nos llevaría poco menos de seis meses.

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