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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (56 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Entretanto, ella morirá.

—Ya está muriendo, Gordon.

—¿De qué habláis? Lleváis cinco minutos cuchicheando.

—De nada, cariño. Hacemos lo mismo que todas las parejas: reprocharnos cosas el uno al otro.

Marie acaba de llegar a la arboleda que bordea la carretera. Abandona Dorsett Road y frena ante la recepción del motel La Quinta.

—¿Hay piscina por lo menos?

—No, cielo. Pero hay campo de golf.

—Ufff… vaya rollo.

128

19 horas. Marie estaciona el viejo Buick abollado en el aparcamiento del Christian Hospital de San Luis y quita el contacto. Ha pasado el día descansando y contando historias a Holly para distraerla. Han tomado un baño juntas, se han salpicado, han reído. Después, Holly se ha dormido en una de las camas dobles frente a los dibujos animados de las cadenas por cable y Marie ha tomado otro baño con Gordon, que acababa de despertarse. Han hecho el amor apaciblemente y se han quedado tumbados en la otra cama mirando cómo Holly dormía. Cuando la respiración de Walls se ha vuelto más regular y más profunda, Marie se ha levantado de puntillas y se ha encerrado en el cuarto de baño para ponerse los trapitos que había encontrado unas horas atrás. Ha escogido un vestido estampado con flores, unas sandalias y un pañuelo de señora mayor. Después ha comprado unas gafas con cristales de culo de vaso y un bastón que fuera bien con su atuendo.

Una vez disfrazada, Marie ha salido del cuarto de baño y ha dirigido otra mirada a Holly, que sigue dormida. Walls ronca suavemente. Ha cerrado la puerta y se ha ido del motel por una salida de emergencia, tras haber tomado la precaución de desconectar la alarma. Se ha entretenido cogiendo unos tulipanes de un macizo que adorna la carretera y se ha dirigido con el coche hacia el norte efectuando numerosos rodeos para asegurarse de que nadie la siga. La ciudad está casi desierta, como si la gente se escondiera o ya hubiera huido. Con todo, se ha cruzado con algunos coches de policía, así como con furgonetas y autocaravanas cargadas de familias exhaustas que intentan salir de San Luis. También con algunos taxis vacíos. Ha pasado por delante de la universidad; el césped está abarrotado de estudiantes sentados bajo pancartas hechas a toda prisa en las que se puede leer: nazis fuera, libertad o MUERTE e incluso NOSOTROS, EL PUEBLO. Las primeras palabras de la Constitución. Un cordón de marines cierra el acceso al campus; los soldados miran de soslayo las pancartas.

Uno de ellos le ha indicado a Marie que acelere, porque pasaba junto a la universidad demasiado despacio. La joven ha obedecido porque recuerda los reportajes sobre las grandes protestas contra la guerra de Vietnam y ha leído en los ojos del marine que el destacamento no dudará en abrir fuego contra los estudiantes si estos hacen ademán de levantarse. Ella no lo duda. Ellos tampoco. Por eso permanecen sentados en silencio bajo sus pancartas mal hechas.

Marie ha proseguido en dirección al Christian Hospital. El mejor centro oncológico de la región. Ahí es donde trasladaron al profesor Milton Ashcroft dos meses atrás; está agonizando a causa de un cáncer de pulmón. Había sido el adjunto del profesor Angus, pero ya solo quedan un poco menos de cincuenta kilos de carne y apenas unos gramos de esperanza.

Marie echa un último vistazo por el retrovisor mientras se pone las gafas con cristales de culo de vaso y se arregla el pañuelo que le cubre la cabeza. Nadie detrás. Ningún obstáculo delante. Revisa el cargador de la Glock, así como el tambor del 32 que lleva debajo del vestido sujeto con una tira de Velcro. Cierra la puerta del Buick y se dirige hacia la recepción apoyándose en el bastón. La brisa huele a ciclamen y a las hierbas aromáticas que crecen en los macizos. Marie empuja la puerta de doble batiente. El aire acondicionado envuelve su rostro. Mira de soslayo hacia la recepción. Nadie. Recorre los pasillos del servicio de oncología sin atreverse apenas a mirar hacia las puertas acristaladas. Oye el ruido de sus pasos sobre el suelo de plástico. Huele a formol, a desinfectante y a pintura fresca. Algunos pacientes respiran ruidosamente en su cama. La mayoría de ellos parecen dormidos.

Marie llega al servicio de cuidados intensivos y ve a una joven enfermera sentada detrás del mostrador de información. Se acerca acentuando su cojera y apoyándose en el bastón. En la otra mano lleva un triste ramo de tulipanes. Sonríe a la enfermera y, envejeciendo la voz, dice:

—Vengo a ver a Mitch Caine, está ingresado aquí.

Marie ha escogido ese nombre al azar entre los que figuran en el tablón colgado detrás de la enfermera, a fin de no iniciar el procedimiento habitual con los testigos protegidos. Sabe que, después de la matanza de Gerald, el FBI habrá estrechado la vigilancia en torno a los demás testigos. Ve el nombre falso de Ashcroft, que ha leído en la lista de Crossman: Merrick Browman, habitación 414. Marie posa sus ojos deformados por las lentes de aumento sobre la joven enfermera, que pone cara de fastidio.

—Lo siento, señora, pero el horario de visitas ha terminado.

—Señora, no; señorita. Todavía no me he casado.

—Perdone.

—No tiene importancia, preciosa.

La chica se ha ruborizado. Una becaria.

—Como le decía —balbucea—, el servicio va a cerrar y nuestros pacientes necesitan tranquilidad.

Marie deja el ramo de tulipanes encima del mostrador adoptando una expresión afligida.

—Verá, soy una mujer mayor que acaba de soportar cuatro horas de autobús desde Kansas City para ver por última vez a un allegado moribundo. El autobús de vuelta no sale hasta las once de la noche y no tengo dinero para pagar un hotel donde esperar hasta mañana. Iba a pedirle si podía quedarme aquí un rato después de haber visto a Mitch, para no esperar a la intemperie.

—Va a hacer que me gane una reprimenda, señorita…

—Granger. Mi apellido es Granger.

La becaria frunce la frente.

—¿No es usted de la familia? Se lo pregunto porque en cuidados intensivos las visitas están reservadas exclusivamente a los familiares.

—Lo soy, guapa. Soy su prima de Kansas City. Espero que se acuerde de mí.

—Seguro que sí. Mire, le propongo lo siguiente: yo la dejo pasar y usted se hace invisible cuando salga, ¿de acuerdo?

—Nadie verá a esta pobre vieja —dice Marie sonriendo.

—No es usted tan vieja, señorita Granger.

—Es usted un encanto.

Parks se aleja apoyándose ostensiblemente en el bastón. Tropieza con un sillón por culpa de las malditas gafas con cristales de culo de vaso y cruza las puertas acristaladas, que se cierran a su espalda. La sonrisa de la becaria se congela en sus labios mientras saca un sobre de plástico del dobladillo de su bata. Levanta la parte adhesiva y la aplica sobre el mostrador, en el lugar donde la señorita Granger ha apoyado los dedos. Después despega cuidadosamente la película transparente y escanea las huellas en un ordenador portátil. La pantalla muestra la respuesta. La becaria marca un número en el teléfono. Un timbre. Dos. Una voz.

—Emmerson, dígame.

—Agente Jones, señor. He localizado a Parks.

—¿Dónde está?

—En el Christian Hospital de San Luis.

—No se mueva. No haga nada. Llegará un equipo enseguida.

129

Marie avanza por el moridera del Christian Hospital. Ahí es donde esconden las carcasas agonizantes que se retuercen de dolor porque se han vuelto resistentes a la morfina. Aprieta el paso para huir de los gemidos que escapan por las puertas entreabiertas. Hacen falta dosis de caballo para dragarlos, e incluso así, gruñen y tiran de las correas con que les sujetan las extremidades para que no se lesionen. Al final del pasillo, Marie distingue la puerta de la zona de cuidados paliativos. Allí, los moribundos a los que se ha renunciado a tratar esperan la liberación con calma. Ellos tienen derecho a todos los chutes necesarios. Océanos de morfina para sus pobres venas.

Habitación 414. Marie se pone de puntillas y mira lo que queda del cuerpo de Ashcroft tendido en la cama. Parece dormido. Está tan pálido y flaco que parece que alguien haya vertido una fina película de cera sobre su rostro. Marie empuja la puerta. Contiene la respiración al aspirar el olor que flota en el cuarto. Los estores están bajados. La televisión ofrece un documental en sordina. Marie se estremece al ver las correas que sujetan sus muñecas esqueléticas. Echa un rápido vistazo al informe médico que cuelga a los pies de la cama. Se muerde los labios: morfinorresistente.

—¿Quién está ahí?

El informe choca contra los barrotes. La mirada de Marie encuentra los ojos azul claro de Ashcroft. Unos grandes ojos que arden de fiebre y en los que brilla otra cosa. Un poco de cólera. Un poco de odio. Mucha locura también. La joven se desprende del bastón y se quita el pañuelo. Otro quejido escapa de los labios del moribundo.

—¿Quién es usted?

—Agente especial Parks.

Una risa asmática agita el cuello de Ashcroft.

—¿El FBI? Fantástico. Quiero que me saque inmediatamente del programa de protección de testigos y publique mi foto en los periódicos, para que los asesinos de la Fundación me encuentren y me… y me…

—«Y me maten», ¿es eso lo que la tos no le ha dejado decir?

—Sí.

—Oiga, Ashcroft, vamos a intentar evitar las frases largas. Tengo algunas preguntas que hacerle. Después me iré.

Ashcroft contempla la rueda de la bomba de morfina que la enfermera de guardia ha dejado sobre la mesilla de noche. A kilómetros de sus muñecas atadas. Se diría que saliva mirándola.

—Esos cabrones… Quieren que muera lentamente. Me meten dosis demasiado pequeñas y me dejan morir lentamente.

—Es usted resistente a la morfina, Ashcroft. Eso quiere decir que la dosis que le aliviaría lo mataría. ¿Está preparado para escuchar mis preguntas?

—¿Sobre qué?

—Sobre la Fundación.

—¿Qué quiere saber?

—Todo acerca del informe de Angus y de los indicios encontrados en las grutas del proyecto Manhattan.

—El viejo y querido Angus…

—¿Qué descubrieron al descifrar las inscripciones?

—¿Quiere decir qué descubrió Angus? Fue a él a quien le tocó el gordo una noche que se quedó solo trabajando en su laboratorio de Puzzle Palace. El famoso eureka de una noche de tormenta. Claro que eso hizo que acabaran cargándoselo. Yo estaba en Guatemala cuando él huyó con los expedientes bajo el brazo. Acababa de descifrar las últimas inscripciones. Las que daban sentido a todas las demás.

Ashcroft sufre un acceso de tos que le salpica de sangre la barbilla. Tiene el reflejo de intentar limpiarse. Las correas producen un chasquido contra los montantes de la cama.

—¿Qué últimas inscripciones?

—Le propongo un trato, agente especial Parks.

—Le escucho.

—Si respondo a sus preguntas, usted me acerca el mando de la bomba de morfina y me permite dar el gran salto a las profundidades del universo.

—Yo no ayudo a la gente a morir. En todo caso, la mato, pero no la ayudo a morir.

—Mire, guapa, tengo un carcinoma epidermoide agravado por una angina de Prinzmetal que me hace escupir los pulmones a trozos. No me interesa nada más de lo que pueda ofrecerme.

—De acuerdo.

—¿Me toma por imbécil?

—No. ¿Por qué?

—Deme la bomba ahora.

Marie coge el instrumento y lo coloca sobre el pecho de Ashcroft.

—En la mano, Parks. Póngamelo en la mano.

—¿Para que se dé un chute delante de mis narices? No me haga reír, Ashcroft. Se lo pondré en la mano cuando haya contestado a mis preguntas.

—¡Esto no funciona así! ¡No puede funcionar así!

Las lágrimas enturbian los ojos de Ashcroft. Le tiemblan los labios. Marie siente que una inmensa tristeza le invade el corazón.

—Así vamos por mal camino, Ashcroft. Hasta ahora me parecía usted un moribundo bastante agradable; lo bastante malo para que uno olvidara que se está muriendo.

—Páseme la bomba.

—Responda primero a mis preguntas.

—¿Por qué quiere saber? ¿Por qué, después de tantos años?

—Porque hay un virus que se está extendiendo, una cepa imitante liberada por Burgh Kassam, y debemos tratar de detenerlo cuanto antes.

—Ésa no es la verdadera razón. En cualquier caso, no la única.

—Sí.

—Parks, soy un moribundo. Un moribundo sabe cuándo le mienten.

—A mi hija le quedan unos días de vida y quizá usted pueda salvarla.

—¿Su hija? Ahora es usted la que va por mal camino. Al principio me parecía de un cinismo envidiable. No como esas idiotas que vienen a verte con los ojos llenos de lágrimas. Por mí, su hija puede morirse, Parks. ¡Que se muera!, ¿me oye?

—Usted morirá antes que ella.

—¿Adónde va? ¡Parks! ¡PAAARKS!

Marie vuelve despacio hacia la cama. La cabeza del viejo profesor cae de nuevo sobre la almohada. Está sudando.

—¿Se da cuenta?

—¿De qué?

—Me he pasado veinticinco años escondiéndome para intentar vivir un día más, y ahora que voy a cantar de plano, ningún sicario de la Fundación vendrá a saltarme la tapa de los sesos.

—Le escucho.

Ashcroft hace una mueca provocada por una punzada de dolor que tensa sus débiles músculos mientras él tira de las correas. Se relaja lentamente. Su voz jadeante se eleva en la penumbra.

—Angus llevaba años trabajando en aquellas malditas inscripciones. Se habían convertido en una auténtica obsesión para él. Hasta tal punto que incluso las paredes de su apartamento en la base estaban forradas de signos y reproducciones de frescos. Los había combinado de todas las formas posibles. Había estudiado decenas de obras de semántica, de criptogramas y de lingüística sobre las lenguas más antiguas. Un gigantesco puzle que le había hecho remontarse a los orígenes del pensamiento humano. Creo que poco a poco consiguió razonar como los seres que habían trazado esos signos. Así es como llegó a comprender.

—¿Comprender qué?

—A principios de los años ochenta, los especialistas de la Fundación habíamos descifrado tres cuartas partes del código. Sabíamos que esos signos contaban una historia, pero estaba llena de imágenes y era poco concreta. También habíamos descubierto que una parte del mensaje parecía una advertencia, algo que supuestamente ponía en guardia a la humanidad contra un acontecimiento que ya se había producido y que iba a repetirse. Una gran extinción.

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