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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (18 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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La tensión aumentó. No puedo decir que sintiera una fiebre viajera similar a la que tuve cuando partimos a América. Pero añoraba la partida. Seguro que nos iría mejor en el campo. La tía Margot esperaba con impaciencia nuestra llegada. De hecho, todo avanzaba de maravilla.

Solo Robert dio problemas.

Fue el 3 de junio, hacia mediodía, cuando por primera vez discutió seriamente con Nadine.

—Pero yo no quiero irme de París —dijo en tono gruñón mientras Nadine plegaba con cuidado la ropa del niño y la ponía en la maleta.

—No se trata de querer o no, tesoro. No tenemos elección.

—Sí. Podemos quedarnos.

—No, no podemos, y no lo haremos.

Me habría gustado taparme los oídos. No tenían que discutir. Aquella horrible guerra sembraba la discordia incluso en las mejores familias. Era terrible.

—Pero ¿qué le pasará a la princesa Zazie? —insistió Robert.

—Estoy segura de que la princesa Zazie encontrará la manera de llegar a Borgoña.

—No me lo creo.

—Ten por seguro que ahora no discutiré eso contigo. Y, si he de ser sincera, me da lo mismo, Robert. Ahora, sé buen chico y ayúdame. —Lo miró con severidad—. Por favor —añadió cortante.

Había perdido los nervios.

—Eres una vieja bruja —gritó desesperado el niño—. ¡Una vieja bruja horrible!

Luego me cogió del estante y salió de la habitación como un torbellino.

—Robert, ¿adónde vas? ¡Vuelve aquí! ¡Ahora mismo! —nos gritó Nadine.

Robert, creo que por una vez deberíamos quedarnos con la bruja

Pero Robert contestó a su madre tan poco como me escuchó a mí.

Me sublevé interiormente. Había visto el miedo en los ojos de Nadine, hacía días que notaba el pánico soterrado que impregnaba todas sus acciones.

Nadie sabía qué se nos venía encima. Nadie sabía si volveríamos a París ni cuándo, y tampoco con qué nos encontraríamos al llegar de vuelta.

Se disponían a empaquetar su vida en una maleta y a empezar de nuevo en algún sitio. (Conozco la sensación, solo que yo no suelo hacer la maleta antes de un nuevo comienzo.) En tales circunstancias, ¿se le podía reprochar que perdiera la paciencia con su hijo?

Robert y yo vagamos sin rumbo por las calles. En todas partes había gente que partía. Coches sobrecargados, atestados hasta el techo de maletas, cajas, abuelas y canarios, se arrastraban por las calles. Había mucho tráfico. Más que de costumbre.

Cuando sonó la sirena que anunciaba los aviones enemigos, estábamos muy lejos de casa.

No quiero ni imaginar la preocupación que embargó a Nadine en el momento en que sonó la alarma. Tampoco querría de ningún modo imaginar cómo pasó las dos horas que transcurrieron hasta que cesó la alarma y los atronadores bombarderos alemanes ya habían coronado su trabajo. Tuvo que pasar un miedo terrible. ¿Salió a la calle y nos estuvo buscando? ¿Corrió hacia la place d’Italie, gritando y llorando, con la esperanza de encontrarnos allí? Nunca lo sabré.

Robert y yo estábamos en el jardín de madame Denis, como siempre en los momentos críticos. Se había agazapado en el cenador y, de sus ojos, muy abiertos por el terror, brotaban lágrimas que le rodaban por las mejillas. Repetía sin cesar una sola palabra, como una letanía: «
Maman, maman, maman
».

Yo estaba a su lado en el suelo, porque Robert necesitaba las dos manos para taparse los oídos.

Una escuadra de aviones se acercaba retumbando con un ruido ensordecedor. Volaban muy juntos sobre nuestras cabezas. Nunca los habíamos visto tan cerca. En todas las noches que habíamos pasado en el sótano, nunca habían sido tan amenazadores como aquel día soleado de junio. Oí el silbido de las bombas, oí el estruendo de las detonaciones, olí el fuego.

La guerra había llegado. Nos había alcanzado.

Robert se quedó allí sentado, temblando de miedo y llorando en silencio. Volvió la calma. Bajó lentamente las manos. Se levantó aguzando los oídos y me cogió con cuidado justo cuando un nuevo estruendo anunció la llegada de más aviones. Apenas los percibimos, volvieron los estallidos. Robert me estrechó despavorido contra su cara y, con un tono agudo, estridente para mí, gritó al mundo el miedo a la guerra.

No nos ocurrió nada. Pero, cuando nos fuimos del jardín, vimos que a pocos kilómetros de distancia se levantaban densas nubes de humo.

En la calle, la gente corría de un lado a otro como gallinas decapitadas.

—¡Le han dado a la Citroën! —gritó un hombre—. Han bombardeado la fábrica de automóviles.

—¡Mi marido! —gritó histérica una mujer—. ¡Mi marido trabaja ahí!


Merde, les boches
! —gritó otro.

Luego salieron corriendo para ayudar y salvar lo que se pudiera salvar.

Supongo que fue el miedo que había pasado lo que arrastró a Robert de inmediato a casa. La peor bronca de su madre no podía ser peor que la detonación de las bombas que acababan de caer en el corazón inocente de Robert.

Nadine estaba fuera de sí. Nunca la había visto tan deshecha. Cuando entramos en casa, estaba sentada en el suelo de la cocina, llorando. Se sujetaba con fuerza las rodillas, se balanceaba suavemente adelante y atrás y sollozaba.


Maman
—gritó Robert—.
Maman
!

Nadine levantó la vista, y el niño me dejó caer para lanzarse a los brazos de su madre.

—No vuelvas a escaparte nunca —dijo—. ¿Me oyes, Robert? ¡Nunca más!

Robert asintió en silencio sobre su pecho, y así permanecieron los dos mucho rato, mientras yo estaba sobre el mosaico frío, y las baldosas blancas y negras danzaban ante mis ojos.

Todavía sentía vértigo por lo que acababa de vivir. Lentamente fui comprendiendo que habíamos escapado por poco a los ataques de la aviación alemana. Los grandes aviones negros en el cielo habían dejado caer sobre nosotros bombas que traían la muerte.

Tiritaba de frío. No sé si porque estaba en el suelo gélido o si el frío me salía de dentro. Pero ni Robert ni Nadine se movieron hasta que llegó Nicolas y rodeó con sus fuertes brazos a las dos personas que más quería. Solo entonces yo también volví a sentir un poco de calor.

Una semana después llamaron de noche a la puerta. Nicolas abrió y dejó entrar a Jean-Louis y a Marie. La mujer tenía una barriga increíble, yo nunca había visto a una mujer tan gorda.

—Sentaos un momento —dijo Nadine con afecto, y los invitó a pasar a la salita.

—No, gracias —dijo Marie—. No nos quedaremos mucho.

—Solo hemos venido a avisaros —añadió Jean-Louis.

Robert y yo merodeamos por la puerta que daba al pasillo. No queríamos perdernos detalle. Vi que Robert también miraba fascinado la barriga de Marie. La mano izquierda de la mujer descansaba tranquila encima de aquella bola; la derecha se apoyaba en la espalda, sosteniéndola. No parecía que se encontrara muy bien. Llevaba el agotamiento escrito en la cara.

Lo supe antes de que Jean-Louis abriera la boca: había llegado la hora.

—No podemos esperar más —dijo el hombre—. El ataque a la Citroën la semana pasada en el distrito 15 solo era el principio. Lo siguiente serán objetivos civiles.

—Una vecina ha estado en la Gare d’Austerlitz —dijo Marie—. La estación estaba abarrotada. Ha dicho que la gente se pegaba por subirse a los trenes. Terrible. Pronto cerrarán las estaciones. La circulación por las carreteras del sur también estará cada vez más complicada…

Miró a su marido. Él le pasó el brazo por los hombros.

Nicolas asintió abrumado, y Nadine dijo:

—Estamos listos, las maletas están preparadas desde hace días.

—Bien —dijo Marie.

Pareció aliviada. Se acercó a Nadine y le estrechó la mano.

—Me alegro de que venga conmigo —prosiguió en voz baja—. Tengo un miedo espantoso.

—Todo irá bien —contestó Nadine—. No se preocupe.

Marie se secó una lágrima del ojo y Jean-Louis miró desesperado a una y a otra.

—Entonces, mañana a las seis y media de la mañana. Pasaremos a recogerlos.

El sonido de la puerta al cerrarse fue el único ruido que rompió el silencio abrumador.

Me espanté cuando Robert salió de repente de la cama en mitad de la noche.

¿
Ya es la hora? ¿Nos vamos
?

Se vistió sin hacer ruido: los pantalones cortos, la camisa azul que más le gustaba y los calcetines viejos del día anterior, aunque el dedo gordo del pie izquierdo respiraba de maravilla el aire fresco a aquellas alturas.

¿Ya eran las seis y media? Yo no había oído ningún ruido típico de partida, ni que Nadine preparara café. Además, los ronquidos de Nicolas aún traspasaban las delgadas paredes.

Y que Nadine pudiera dormir con ese estruendo, pensé un momento, y tuve que sonreír. Pero todas las noches dormía contenta con la cabeza apoyada en el brazo de Nicolas, mientras el pecho del hombre subía y bajaba ruidosamente. Uno o dos años atrás, a Robert y a mí todavía nos gustaba deslizarnos de noche en su cama. Buscábamos sitio entre brazos y piernas y nos poníamos cómodos. Los ronquidos de Nicolas podían ser fuertes, pero para nosotros eran la señal segura de que todo estaba en orden. Su respiración hacía temblar las paredes también ahora, pero yo no conseguía librarme de la sensación de que no todo estaba en orden.

Esa sensación no me engañó.

Robert caminó de puntillas por su habitación hasta llegar a la estantería. Se quedó allí parado un momento, indeciso. Dudando, paseó la mano por los distintos juguetes, los cogió con la mano uno tras otro. La peonza y el látigo, el cristal de color que habíamos encontrado en el jardín de madame Denis, la pelotita roja, el coche de bomberos que Maurice le había regalado por la comunión, el viejo caballo al que le faltaba la cola. Al final, escogió el indio de madera y se lo metió en el bolsillo del pantalón.

De pronto se arrodilló delante de la cama y sacó de debajo su cartera. Pude distinguir que ni el pizarrín ni los libros estaban dentro, sino que había una botella de limonada y un fular. Embutió dentro el libro de animales salvajes, cogió el tirachinas de encima de la mesita de noche, donde siempre estaba a punto, y cerró la cartera con cuidado. No cabía duda de que preparaba la partida. Pero ¿por qué lo hacía en mitad de la noche?

—Vamos, Doudou —susurró.

¿
Adónde
?

—Nosotros nos quedamos en París. Nadie nos encontrará en nuestro escondite.

¡
No! ¡Yo no quiero quedarme en París! Recuerda lo que le prometiste a tu madre. Que nunca más volverías a escaparte. ¡No podemos irnos ahora! Mañana saldremos todos juntos a cazar dragones en Borgoña
.

No me escuchó. La puerta se abrió con un ligero chirrido y Robert se escurrió fuera de la habitación como un indio acechando el camino.

He dicho adrede que «él» se escurrió fuera. Porque, en este caso, me gustaría distanciarme claramente de su forma de actuar. Por lo general, era como si Robert y yo fuéramos un solo corazón y una sola alma, como si fuéramos una sola persona. Lo que él hacía lo hacía yo también. Si él tenía pesares, yo también era infeliz. Formábamos un equipo indestructible. Pero, en este caso, no entendía a mi mejor amigo. No estaba de acuerdo con que se marchara clandestinamente y, de ese modo, tal vez abocara a toda su familia a la desgracia. Nunca se irían sin él. Lo buscarían, desesperada e inútilmente, y no lograrían abandonar la ciudad antes de que los alemanes… Sí, ¿qué harían los alemanes? Esa pregunta no solo me preocupaba a mí en aquellos días.

Pero Robert lo había decidido. No sé qué pasaba en aquella cabecita. No sé qué esperanzas, qué miedos ni qué planes disparatados guardaba dentro. Pero estaba seguro de que Robert había optado por el mejor camino para cometer una terrible tontería. Y yo no tenía medios para impedírselo.

Esos son los momentos más difíciles en la vida de un oso de peluche: dejar que la persona que uno quiere se encamine libremente hacia su desgracia, ojo avizor y sin poder intervenir. Eso nunca se aprende, aunque haya que hacerlo a menudo.

Muchos años después, cuando me marché con Isabelle a Florencia para hacer tonterías, como su madre Hélène temía en voz alta, ella le dijo: «
Maman
, no puedes protegerme siempre de todo, tengo que adquirir mis propias experiencias».

Y Hélène contestó: «Ya lo sé, cariño, pero si tú pones la mano en el fuego, a mí se me quema el corazón».

Las comprendí muy bien a las dos. Tanto a una como a la otra. Y soy incapaz de describir mejor que Hélène lo que se siente cuando en época de guerra un niño se va de noche a hurtadillas de casa porque no quiere abandonar su patria, mientras el nubarrón alemán se cierne sobre él y está a punto de estallar.

Deseé tanto que hiciera un ruido delator, que me dejara caer (sí, fui así de desinteresado), que las tablas del suelo crujieran o que lo detuviera la alarma aérea… Pero no ocurrió nada de eso. Giró con cuidado la llave de la puerta del piso y abrió. Y yo respiré por última vez el olor familiar de aquella casa. Oí por última vez los ronquidos de Nicolas.

Fuera aún reinaba la penumbra, y esa noche las farolas también estaban apagadas a causa del oscurecimiento forzoso general. No había ninguna luz, excepto la de la pálida luna. Había refrescado durante la noche. Noté la piel de gallina de Robert mientras caminaba por las calles oscuras. No se veía a nadie y, aun así, daba la impresión de que detrás de los postigos cerrados había mucha actividad. Nicolas había oído decir que muchísimas otras personas habían decidido también abandonar París. Seguramente, en todas partes recogían, empaquetaban, lloraban, igual que en nuestra casa. Era fantasmagórico, y estoy seguro de que a Robert también se lo parecía. Pero era imparable. Se le había metido una idea fija en la cabeza, y la seguiría con toda la terquedad que tenía a su disposición. Por lo visto, su perseverancia dejaba fuera de combate incluso al miedo.

Robert sabía perfectamente adónde se dirigía, y yo creí saberlo también al principio. Pero no tomó el camino hacia el cenador del jardín de madame Denis, sino que tiró recto por la rue Bobillot, hacia la place d’Italie. Las casas y las tiendas estaban cerradas a cal y canto. Nicolas había sido de los últimos en bajar la persiana metálica indefinidamente. Sus colegas y amigos, sus competidores y compañeros de negocio habían puesto tierra de por medio justo después del ataque a la fábrica de automóviles, puesto que la mayoría apreciaban más la vida que el negocio.

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