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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (22 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Evidentemente, también había descubierto enseguida la cartita que Marlene había atado a la faja que adornaba mi barriga como la vitola de un habano caro. La había desatado, plegado muy pequeñita, y se había ido al lavabo. Nunca supe qué mensaje había enviado Marlene conmigo, pero tenía que ser bueno, porque Friedrich lo leyó una y otra vez en los meses siguientes y siempre acababa con una expresión tranquila, pacífica, en la cara.

—Bueno, Ole —dijo Friedrich, examinando con la vista su nueva morada—. Ya hemos llegado. Podría haber sido peor.

Tenía razón. La habitación era grande y acogedora. Tenía el suelo de madera de color azul claro, que crujía bajo las pesadas botas de Friedrich. Las paredes estaban pintadas de color musgo, olía a jabón blando y a cera. Sobre la cama caían rayos de sol alargados, en los que se podía ver bailar el polvo. Debajo de la cama asomaba una bacinilla de esmalte blanco. En una esquina había una pequeña estufa de carbón y, pegada a la pared de enfrente, una mesa; encima se alzaba una lámpara de petróleo con el cristal verde.

—Una mesa, una cama, un orinal —dijo Friedrich de buen humor—. ¿Qué más se puede pedir?

Me puso encima de la mesa, de manera que pude mirar por la ventana, y por primera vez se me mostró nuestro entorno. Apenas podía creer lo que veía.

Al otro lado de la era se encontraba la casa principal. Estaba construida con troncos gruesos de madera y embreada en un tono oscuro. Encima del tejado crecía realmente la hierba. Parecía acogedora, con el leve humo que salía de la chimenea; seguro que allí se estaba calentito y cómodo. A la izquierda de la casa, el terreno descendía hacia el valle, donde un río se abría camino bramando. En las orillas había frutales en flor, y por detrás se distinguía la localidad de Gol, que dormitaba pacíficamente al sol de la tarde. Al otro lado del valle se extendían prados salpicados de amarillo, y unos tupidos bosques verdes subían por las laderas. Y, en lo alto, la nieve blanca coronaba deslumbrante las cimas como un glaseado de azúcar.

Desde la granja, un camino de carros descendía serpenteando la colina; vi gallinas que cruzaban revoloteando el camino para huir de un enorme gallo. A lo lejos se oían cencerros, y lo único que recordaba la guerra en aquel rincón dormido del mundo era la presencia manifiesta de los soldados alemanes. En el colegio ondeaba la bandera alemana: roja, con un círculo blanco en el que había fijada una cruz torcida con demasiados ganchos en las puntas. Los paisanos de Friedrich no se habían andado con chiquitas cuando el año anterior habían atacado el país y habían obligado a capitular a sus habitantes en un tiempo cortísimo: habían levantado puestos de control y vigilaban los alrededores con vehículos militares. Y allí no encajaban en absoluto.

Friedrich, aquí no se nos ha perdido nada. Este no es un lugar para guerras
.

Noté que Friedrich se sentía tan conmovido como yo por el panorama. Ninguno de los dos había visto nunca un paisaje como aquel.

—Fíjate, así se imagina uno el paraíso. Ah, ojalá mi Marlene pudiera verlo.

Callé. ¿Qué se puede decir ante semejante paz de una naturaleza imponente?

Friedrich había empezado a guardar sus pocas pertenencias en el armario del pasillo. Se arregló y yo seguí mirando fuera. No me podía figurar que algún día llegara a cansarme de aquellas vistas.

Noté las miradas antes de verlas. Tres pares de ojos observaban por la ventana al otro lado de la era. Observaban al extraño con franca curiosidad. Entonces comprendí que no estábamos en un acuartelamiento militar, tampoco en una fonda ni en una pensión, sino en casa de una familia noruega. Escudriñaban desde la oscuridad de su hogar.

No éramos huéspedes. Éramos intrusos, más que nunca antes.

Friedrich era uno de los soldados grises que habían ocupado su país. Uno de aquellos contra los que no se habían podido defender cuando el pasado mes de abril habían cruzado sin más sus fronteras. Friedrich era alguien que tenía el poder de quitarles lo que creyera necesario, que les haría pagar toda resistencia con la pena de muerte, que los vigilaría y les prohibiría incluso pensar lo que quisieran. Era su enemigo. No solo tenían al enemigo en el país, ¡también lo tenían en su propia granja!

Friedrich salió de la habitación. Desde la ventana lo vi cruzar la era hacia la casa principal. Se alisó la chaqueta del uniforme y comprobó el botón superior, que le ceñía el cuello oscuro y adornado. Se pasó la mano por los dos bolsillos que llevaba a la altura del pecho. Encima del derecho lucía un distintivo: un águila con las alas desplegadas, que sujetaba en sus garras aquella cruz gamada que los soldados alemanes dejaban por todas partes como gatos marcando territorio. Friedrich se palpó la hilera de botones, el cinturón estaba recto; luego se colocó la gorra bien centrada con un rápido movimiento de mano y, finalmente, se sacudió de los pantalones el polvo del viaje. Cuando estuvo delante de la puerta, adoptó la postura de firme y llamó.

Se apartó de un salto cuando Fips, el perro guardián, se puso a ladrar con fuerza y salió disparado de su caseta hasta donde le permitió la cadena. Friedrich no sabía que Fips no mordía. No lo sabríamos hasta más tarde.

La puerta se abrió. Pero nadie invitó a Friedrich a entrar. Lo dejaron fuera.

Friedrich gesticuló, habló, hojeó en su libro, escuchó, asintió. Estaba encogido, inseguro, se lo noté. Conocía a Friedrich.

Entonces aparecieron dos alemanes en la verja, un ordenanza y un oficial, a los que yo no había visto nunca. Se quedaron junto a la cerca y esperaron.

Luego vi que Friedrich daba un golpe de tacones y se despedía. Aún no se había dado la vuelta, y la puerta de la casa ya se había cerrado.

Seguramente, sus camaradas no lo notaron, pero yo vi que mi amigo titubeaba un momento, que por un pequeñísimo instante pareció consciente de la absurdidad de aquella situación.

Luego se volvió, levantó el brazo derecho hasta formar un ángulo de treinta y cinco grados para saludar y emprendió el camino de bajada al pueblo con sus camaradas. Vi desaparecer su figura bajo el sol dorado del atardecer.

Friedrich estaba de servicio. Allí, en aquel pequeño lugar dejado de la mano de Dios, muy lejos del resto del mundo, tenía que librar una guerra de la que yo ahora sí que no entendía nada.

Me quedé solo, pero no me importó. Me había tocado un lugar magnífico, no estaba en un alojamiento con olor a moho, sino en una granja, y podía observar estupendamente lo que ocurría.

Poco después de que Friedrich se marchara, la puerta de la casa principal se abrió y salió un hombre. Era alto y parecía muy fuerte. Su complexión me recordó a la de Nicolas, erguida, pero pesada. Llevaba unos pantalones de lana oscuros, que unos tirantes sujetaban por encima de una camisa de lino. En los pies llevaba unos zuecos de madera toscos. Eso era interesante. A aquellas alturas, ya había visto unos cuantos países y a mucha gente, pero nunca a nadie que llevara zuecos. Aquellos noruegos parecían un pueblo muy suyo. El hombre desapareció detrás de la casa. Con un cubo en la mano, dobló la esquina arrastrando los pies y todo volvió a quedar tranquilo.

No sé cuánto rato estuve así, contemplando el valle. Observé cómo la luz cambiaba, cómo las sombras de las nubes se extendían por los prados y cómo una gallina extraía de la tierra largos gusanos.

Aunque miraba desde una ventana diminuta, veía más paisaje que nunca. Ninguna hilera de edificios me limitaba las vistas, ningún muro alto, ninguna calle, ningún viandante. Y, aun así, no me aburrí de mirar hacia el exterior.

De pronto noté una corriente de aire. Provenía de la puerta. No podía volverme para ver quién o qué la había abierto, pero intuí que iba a recibir visita.

Los goznes chirriaron, y oí unos pasos ligeros de andares silenciosos. Solo los pies de los niños sonaban así. Palpando con cautela, avanzando a hurtadillas y, aun así, curiosos.
Robert
, pensé por una milésima de segundo. Casi se me nubló la vista, hasta tal punto me invadió la nostalgia cuando oí aquellos pasos. ¡Cuánto echaba de menos a aquel niño pálido y dulce!

Se hizo un silencio y no se oyó más que una respiración infantil excitada. El pequeño visitante echaba un vistazo. Seguro que la curiosidad por el forastero había sido irresistible.

Noté la proximidad de una figura pequeña que se acercaba titubeando y luego, por primera vez desde hacía un año, me rodearon unos suaves dedos infantiles. Me sujetaron bien fuerte y me dieron la vuelta.

Era una niña. Una niña pequeña, con una larga cabellera de color rubio oscuro, ojos verdes claros y una mirada fisgona.

Me sujetó sin decir nada y nos miramos un buen rato. Luego me giró y me observó por todos lados, me levantó hasta la altura de su nariz y me olisqueó.

¿A qué olería? No lo sé. ¿A viaje y a mochila, a brisa marina y a hierba, a lágrimas y a mermelada, a loción para después del afeitado y a hojarasca?

Respiró levemente sobre mi piel, encima del hombro, y luego me estrechó contra su pequeño pecho. Tendría unos seis o siete años. Justo la edad en que los niños comprenden lo suficiente la vida como para valorar la amistad de un osito.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó en su extraño idioma.

¡Yo que ya me había acostumbrado al alemán!

—¿Tú también eres alemán, como el hombre?

¡
No! Yo soy

Sí, ¿qué era? Poco a poco, había llegado a un punto en que ni yo mismo lo sabía. ¿Inglés? ¿Francés? ¿O incluso alemán? ¿O un poco de todo?

—¿Tienes nombre? Seguro que tienes nombre. Mi madre dice que los alemanes son muy estrictos.

Henry. Henry N. Brown
.

Volví a la carga, lo intenté de nuevo con mi nombre. Tal vez serviría de algo.

—Eres un oso muy bonito. Y muy suave…

Gracias, tú también
.

—Casi tan suave como Skulla. Skulla es mi gata, ¿quieres conocerla?

Eh, no, mejor no
.

Volvió a callar y me acarició la espalda, se perdió en sueños infantiles y pareció haber olvidado por completo dónde se encontraba.

Friedrich se presentó tan súbitamente en la habitación que hasta yo me espanté. No lo había oído llegar. La niña se dio la vuelta, asustada.

El cabo Ballhaus estaba en el umbral de la puerta, tan amenazador que hasta yo lo temí.

Friedrich, no cometas ningún error. Es una niña muy simpática y no puede hacer nada por tu estúpida guerra
.

Nos miró. A la niña y a mí. Y, sorprendentemente, fue ella quien rompió el silencio.


Hei
—dijo.


Hei
—contestó Friedrich, y distinguí un asomo de sonrisa.

Vaya, aún podía. Bien, muy bien.


Hva heter han
? —preguntó la niña.

Friedrich puso cara de impotencia. Se encogió de hombros y levantó las manos en señal de disculpa.

Me hizo gracia. Hasta ahí llegaba, pues, la capacidad de amenaza de mi Fritz.

—¿Cómo dices? —preguntó.

Quiere saber cómo me llamo, tontorrón
.


Bjørnen. Hva heter han
?

—No te entiendo, pequeña, lo siento.

La niña no perdió la calma. Paciente, se tocó el pecho con el índice.


Jeg heter Guri
.

Luego lo señaló a él y, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza, dijo:


Du heter Friedrich
.

Friedrich también asintió con la cabeza. Había comprendido.

—Guri —dijo—. Tú eres la pequeña Guri. —Y se esforzó por pronunciar bien el nombre—. Güri. Como un guisante.

La niña sonrió radiante. Ahí estaba el soldado extranjero del ejército alemán, y había capitulado. Cuánto puede desarmar la sonrisa de un niño.

Entonces me señaló a mí y volvió a preguntar:


Hva heter Bjørnen
?

—Ole —dijo Friedrich suavemente—. Mi oso se llama Ole.

—Ole —repitió Guri, y lo dijo de una manera que sonó a Ule.

Se miraron en silencio.

Este es mi Friedrich, el Friedrich de Marlene, y quiere a los niños y le gusta la gente, pensé aliviado.

Sin embargo, la pequeña Guri pareció darse cuenta de pronto de que se había atrevido a entrar en terreno prohibido. Seguro que sus padres le habían indicado claramente que no se le había perdido nada cerca del alemán.

—Si lo dejamos tranquilo, puede que él también nos deje tranquilos —le oí decir una vez a Torleif, el granjero, y comprendí muy bien a qué se refería.

Guri me miró una vez más, luego me dejó caer súbitamente, pasó corriendo a la velocidad del rayo junto a Friedrich y salió de la habitación. Él se quedó mirándola y meneó la cabeza. Luego me recogió con lentitud.

—Bueno, Ole —dijo—. Puede que hayamos encontrado una nueva amiga. Guri. Qué nombres más raros tiene la gente. Ingvild. Guri. A saber cómo se llamara el hombre. Ule —dijo—.
Du heter Ule
. ¡Sé noruego!

Y sonrió con orgullo.

Nos tumbamos sobre la cama y nos entretuvimos un rato con la fotografía de Marlene, mientras en Gol caía la noche.

Después del primer encuentro, en nuestra morada se oyeron cada vez más a menudo los pasos silenciosos de Guri. Al principio, solo espiaba con cautela por el resquicio que quedaba entre el marco y la puerta torcida, por donde siempre entraba un soplo de aire frío de las montañas. Dos días después, ya llegó hasta la mitad de la habitación, y el tercer día se sentó en la cama de Friedrich y lo miró con ojos abiertos como platos. Pasaron minutos.

—¿Quieres decirle a Ole
god dag
? —preguntó Friedrich.

La niña asintió con la cabeza.

—Ole, ¿quieres decirle hola a Guri? —me preguntó mirándome.

¡
Qué preguntas
!

—Oh, sí,
takk
! —se contestó él mismo con su voz gruñona de Ole.

Guri se echó a reír.

—Hola, pequeña Guri —prosiguió con el mismo registro de voz—. ¿Me coges en brazos?

Ella lo miró interrogativa, pero cuando Friedrich se sentó a su lado en la cama y me puso en sus brazos, la niña sonrió radiante.


Hei, Ole
! —dijo, y me acarició con delicadeza.

Oh, cuánto disfruté del contacto. Deseé que no parara nunca.

En la vida de un oso de peluche pueden pasar muchas cosas, muchas pueden hacerte sentir bien y muchas mal. Pero, en definitiva, no hay nada mejor que estar en brazos de una niña pequeña. No sé por qué; simplemente, es así.

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