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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (7 page)

Se le escapó una sonrisa porque, justo en aquel momento, Lili soltó mi brazo y, decidida, agarró a Leo por los pelos y tiró de ellos con fuerza. Yo fui a parar ruidosamente al suelo cuando el niño se defendió con puños y chillidos.

—Perdone, sir, no era mi intención sembrar la discordia…

—Mi cabeza —se quejó Emily—. Me gustaría que tuviéramos la fiesta en paz.

De pronto, nadie me prestaba atención. Me deslizaba desvalido por encima del parquet encerado, entre los pies de los críos. Milton tenía razón, Londres era realmente un lugar peligroso. Alice tendría que haber cuidado mejor de mí, y no al revés. Y además: ¡Navidad! ¡Menuda fiesta del amor! Me reí contra mi voluntad. Aquel alboroto y aquel griterío tenían poco que ver con el amor del que Alice me había hablado.

Intercepté la mirada de Cathy cuando un zapato de charol infantil me dio la vuelta y pasé de estar boca abajo a estar boca arriba.

¡
Ayúdame! Al fin y al cabo, ¡tú me has metido en este embrollo
!

Y, como si me hubiera oído, se acercó a mí y me salvó por segunda vez aquel día de pisotones desconsiderados.

¿
Por qué no te has quedado tú conmigo en vez de lanzarme a las fauces de esos dos mocosos malcriados
?

Considerando las nuevas circunstancias, seguro que me habría acostumbrado enseguida a Cathy. Probablemente, al cabo de un tiempo ella también habría sido una buena amiga. No tan buena como Alice, claro. Era obvio que nadie podría sustituir a Alice. De ningún modo. Ella era única.

Si hoy paso revista a la larga serie de todos mis dueños, sé que cada uno de ellos era único. Todos tenían su lado bueno y su lado malo, todos tenían su propia historia y todos enriquecieron a su manera mi vida, que volvía a empezar desde el principio con cada nuevo dueño. He vivido muchas vidas, y algunas han sido mejores que otras, pero no querría prescindir de ninguna.

Cathy me cogió en brazos y miró severamente a los niños. Pero no dijo nada. Yo no sabía que no era quién para reprenderlos en presencia de sus padres. No obstante, su mirada lo decía todo.

Lili y Leo suspendieron la pelea al darse cuenta de que el objeto de la disputa había ido a parar a manos de un adulto.

Oí latir con fuerza el corazón de Cathy cuando me estrechó contra su pecho. Sentí algo que equivalía a alivio. Estaba a salvo. Ahora me llevaría con ella a su pequeño cuarto, donde ya había estado al caer la tarde, cuando ella se había puesto el uniforme y me había cepillado para quitarme de encima el polvo de la estación. Me había rociado con unas gotas de agua de colonia y me había atado al cuello una cinta de color rojo. Paralizado por el espanto, lo había soportado todo. Cierto que no habría podido resistirme, pero no pensé en defenderme, ni siquiera cuando me echó el perfume. Y eso que odio el perfume. Seguramente por culpa de Elizabeth Newman, que siempre se ponía demasiado.

La morada de Cathy era mucho más pequeña y sobria que las habitaciones de los señores. Su aposento tenía una ventana minúscula, debajo de la cual había una mesa, pero no sentí curiosidad por saber qué se veía desde ella. Sin embargo, ahora, después del terrible encuentro con los dos niños, el cuarto de Cathy me pareció de repente el lugar más hermoso del planeta. ¡Ojalá pudiera mirar por aquella ventana!

Por favor, llévame contigo. ¡No quiero estar a merced de esas manos destrozonas
!

Cathy no pareció prestar oídos a mis súplicas. En todo caso, no me llevó con ella, sino que me sentó decidida en un extremo de la festiva mesa navideña, en la única silla libre que había. Frente a mí, presidiéndola, se sentaba Victor, que me dedicó una mirada escrutadora, aunque divertida, por encima de sus lentes. Emily se sentaba a su izquierda; a su derecha, dos campos de batalla mostraban inequívocamente que allí habían cenado los niños.

—Mira por dónde —dijo Victor—. Por fin se sienta ahí alguien sensato, y no tendré que mirar como siempre a una silla vacía. Si es que no parece ser simplemente un oso, Emy, cariño.

—Victor, ¡por favor! —dijo Emily, suspirando y alzando la vista al cielo.

—Creo que solucionaremos el problema de una manera muy sencilla —prosiguió Victor, sin atender a los reparos de su esposa—. Este oso no es de Lili ni de Leo. No le pertenece a nadie.

—¡Pero
daddy
! —exclamó Leo—. ¡Cathy nos lo ha regalado! ¡No es justo!

Lili miró a su padre con los ojos muy abiertos, que poco a poco se le llenaron de lágrimas.

—No —replicó Victor, haciendo como si no hubiera oído el «nos» que Leo acababa de pronunciar sin darse cuenta—. Un oso de peluche como este no puede ser de nadie, del mismo modo que nadie puede poseer a nadie. Este oso es su propio amo y señor, de eso no cabe duda. Creo que deberíamos darle la bienvenida como nuevo miembro de la familia. —Miró a través de sus lentes—. ¿Y qué hemos aprendido sobre la familia, Lili?

—Que nos respetamos y nos cuidamos —recitó como un loro la niña, mientras se secaba las lágrimas de los ojos con el dorso de las manos.

—¿Y qué hemos aprendido sobre cómo hay que tratar a las personas?

—Que todo el mundo es su propio amo y señor, y asume su responsabilidad.

—Bueno, eso es. ¿Está usted de acuerdo, Cathy? Gracias a Dios, hace tiempo que dejamos atrás la época de la servidumbre, ¿verdad? No estamos en la India.

Cathy se ruborizó y se limitó a asentir con la cabeza.

Excepto yo, todos los presentes sabían que no había nada que Victor, cuyo padre había progresado en el delirio colonial en la India y había explotado regiones enteras de un modo despreciable, aborreciera tanto como la injusticia, la falsedad y la esclavitud. Yo tampoco sabía que la filosofía moral se contaba entre sus temas predilectos, igual que no sabía que era conocido socialmente como editor íntegro de literatura grande y pequeña, y que estaba muy bien valorado en esa función, por no hablar de lo que eso significaba exactamente. Tampoco sabía que se rumoreaba que trataba demasiado bien a sus autores y con demasiada indulgencia a sus empleados. De todo eso me enteré más tarde, gracias a las conversaciones que Victor mantenía con lord Malcolm Forsythe y Leonard Woolf —ambos visitaban regularmente nuestro hogar— delante de la chimenea del salón de los señores.

Aquella noche yo era la ignorancia personificada, ni siquiera sabía dónde había ido a parar exactamente. Aquella familia apareció tan de repente en mi vida como una nevada en las montañas de Hadanger (y sé por experiencia propia que en Noruega puede ponerse a nevar de repente incluso en verano).

La Nochebuena del año 1921, en el salón de una casa en Fitzroy Square, 34, Victor había anunciado el comienzo de un nuevo período en mi vida, que no sería de los peores.

Después de que Cathy me sacara del polvo, fue Victor quien me salvó finalmente de la triste vida de juguete en el cuarto de Lili y Leo. No quiero ni pensar cómo habría sido mi vida allí. Quizá se habrían peleado por mí dos o tres veces más, luego me habrían arrancado el brazo y habrían perdido todo el interés. En cambio, Victor se había encargado con su truco de que los niños me trataran con cuidado. Y lo hicieron. Al menos la mayor parte del tiempo.

Observé el rostro de aquel hombre alto, y sentí un gran afecto por él, aunque no encontrara nada familiar en su persona. Era un hombre. ¿Y qué sabía yo de los hombres? En aquel momento, los conocía tan poco como a los niños; hasta entonces solo había tenido experiencias con mujeres (si dejamos de lado el breve encuentro con Milton).

Estudié a Victor. Debía de pasar de los cuarenta. Tenía los ojos azules, igual que Leo, una nariz prominente y una boca ancha. Sobre el labio superior se extendía un bigote fino, bien recortado y rubio, que remarcaba aún más la comisura de sus labios, a menudo inclinada hacia arriba. Se peinaba el cabello hacia atrás y con brillantina, y causaba una impresión de lo más correcta.

La Nochebuena mencionada, yo estaba demasiado confuso por el repentino cambio de rumbo de mi vida para seguir reflexionando. Con una especie de comunicado estatal, Victor me había ofrecido un nuevo hogar y había demostrado claramente quién era el más sereno de la familia. Decidí fiarme de él por el momento. Los miró a todos y dio la sensación de que haría cantar a la familia el himno nacional, pero no fue así, afortunadamente.

Lili y Leo habían olvidado la riña. Sabían que no tenía sentido contradecir a su padre: lo que Victor decidía adquiría rango de ley para la familia. Solo Emily tenía el privilegio de plantear objeciones, que siempre eran oídas, pero lo utilizaba poco. Y no tardé muchos días en darme cuenta del porqué de esa conducta: Victor poseía el don de superar cualquier situación con calma y tranquilidad. Era un diccionario andante, tenía el oído a punto para todo el mundo, y respuesta para todo. Tanto si querían como si no.

—¿Y dónde dormirá el osito? —le preguntó Lili a su padre.

Me alegré de que, aparte de mí, alguien más se planteara la cuestión.

—Bueno, creo que encontrará un buen sitio aquí, en el salón. Así no se perderá nada.

No me costaría acostumbrarme al salón. Era una sala grande con muchas ventanas. El techo era alto, mucho más alto que el de la casa de Alice en la ciudad de Bath, y estaba bien caldeada. Había una chimenea en la que crepitaba un fuego agradable que despedía calor; delante se alzaba una rejilla que impedía que las chispas de los papeles de regalo que ardían volaran sobre la gran alfombra de Aubusson. Un enorme árbol de Navidad adornaba uno de los rincones de la sala. Casi llegaba hasta el techo, tenía ramas magníficas y estaba cargadísimo de lustrosas manzanas rojas, bolas de cristal y todo tipo de adornos brillantes. Sin embargo, lo que más me fascinó fueron las innumerables velas. Centelleaban y resplandecían, y pensé que nunca había visto nada tan hermoso. Una vez sentado a la mesa y sin tener que temer ya gravemente por mi vida, pude admirarlo en todo su esplendor.

—Tenemos que conseguirle una cama —prosiguió Lili, que se preocupaba sinceramente por mi bienestar—. Le puedo dejar una de las muñecas.

—Una idea excelente, cariño —dijo Emily, y le acarició la cabeza a su hija, que se había acercado a la mesa y me miraba compasiva desde su sitio.

Se notó claramente que a Leo le disgustaba no poder ofrecer una cama de muñecas. De repente, todos querían lo mejor para mí. ¡Qué cambio!

—Le puedo dar el traje de pirata de Bad John —ofreció—. Así, al menos no iría desnudo.

¿Qué significa «desnudo»? Tengo una auténtica piel marrón
.

—Seguro que le gustará —dijo Emily—. Aunque no está desnudo del todo. Lleva…

—Una cinta alrededor del cuello —completó la frase Victor, sonriendo a su esposa.

Ella le devolvió una mirada profunda y con un deje de picardía, y me di perfecta cuenta de que esa forma de mirarse tenía algo que ver con el amor del que me había hablado Alice. Conformidad silenciosa. Certidumbre tranquila.

Los niños se fueron corriendo. Lili pasó media hora buscándome la camita adecuada, con el triste resultado de que, cuando por fin la encontró, yo no cabía dentro. El traje de pirata de Bad John me venía tan estrecho de hombros que no se podía abrochar por delante, y el sombrero no me entraba en la cabeza.

—Ya nos ocuparemos de eso mañana, niños. Es hora de irse a la cama —dijo Emily.

—Seguro que a nuestro pequeño amigo le bastará con el sofá esta noche —añadió Victor, que pidió a sus retoños que se acercaran a la butaca, donde estaba sentado sirviéndose con toda tranquilidad una copa de coñac, para darles un beso de buenas noches.

—Que soñéis con los angelitos. Y feliz Navidad a los dos.

Después de recibir entre grititos de contento una palmadita en el trasero, los dos se fueron al galope.

El resto de la Nochebuena transcurrió con más calma. Cathy preguntó si los señores deseaban algo más. Emily y Victor dijeron que no y le permitieron irse a la cama. Cathy les dio las buenas noches. Le dediqué una mirada nostálgica. Pero a mí me esperaba otro lugar.

Emily también se retiró temprano; por lo visto, el dolor de cabeza no había mejorado. La pobre no siempre lo tenía fácil. En ocasiones, la excentricidad de su marido le hacía temer por su propia reputación social. No lo sé con certeza, pero creo que a veces hubiera preferido llamar un poco menos la atención. Le habría gustado llevar una vida más normal, como todas sus amigas de la alta sociedad. Pero era difícil conocer a fondo a Emily. Tardé lo mío en aprender a juzgarla mejor. Su aspecto inspiraba respeto: era alta y esbelta, y tenía un porte erguido. Llevaba el cabello recogido como una torre en lo alto de la cabeza, con un peinado perfecto que guardaba cierto parecido con un nido de pájaros. Hoy todavía sigo pensando que habría sido una buena maestra, puesto que su carácter reunía bondad y severidad. Era más bien reservada, pero no arisca. Y lo que al principio me pareció desabrimiento resultó ser su manera personal de firmeza, sin la más mínima mala intención. La querida Emily tenía un gran corazón y, por desgracia, dolor de cabeza demasiado a menudo.

Cuando se acabó la pipa y el fuego de la chimenea se había consumido, Victor cerró su libro, y me quedé solo. Desde la calle entraba la luz amarillenta de las farolas; yo me encontraba en una esquina del sofá, encima de un cojín brocado, y por fin tuve tiempo para reflexionar un poco.

¡Qué día más emocionante! ¿Había sido realmente por la mañana cuando Alice y yo cerramos la puerta al salir de nuestro apartamento de la Manvers Street, en Bath? Solo un día, y a mí me parecía una semana entera. Hasta entonces no me había preocupado demasiado por el tiempo. ¿Para qué? Los días comenzaban cuando Alice bajaba por las escaleras para preparar el té y acababan cuando apagaba la luz para irse a la cama. Entremedias había horas de reflexión y conversaciones, yo miraba por la ventana y contemplaba la vida. De vez en cuando teníamos visita, el cartero o una chica de la limpieza por horas o, a veces, cuando al espantoso Tiger se le habían vuelto a retorcer los bigotes, el veterinario; pero poco a poco me iba dando cuenta de que nuestra vida tenía que haber sido muy sosa si en el mismo tiempo se podía vivir tanto. Por primera vez me embargó la extraña sensación de que el tiempo puede ser de lo más relativo.

La noche declinó, la tranquilidad también llegó a la calle.

¿Qué estaría haciendo Alice? ¿Se sentiría triste por haberme perdido? Seguro que me había buscado por todo el andén. La buena de Alice, con su gran amor solitario en el corazón y su abrumadora nostalgia. No tenía que pensar en eso, o me angustiaría. Lentamente fui tomando conciencia de que tal vez Alice había desaparecido de mi vida. La había dejado en la estación, en un sitio donde muchas cosas empiezan y muchas cosas terminan. Tal vez era mejor así, tal vez tenía que ser así. Pero me costaba aceptarlo.

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