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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (20 page)

Bien
. Au revoir.
O mejor dicho: hasta nunca
.

Respiré hondo.

Ya casi se había ido cuando me pisó el pie. Una pesada bota de soldado me aplastó de repente. Nunca volví a cargar encima nada más pesado que aquel pie. Bajo aquel peso, perdí la guerra en representación de todos mis amigos franceses.

Era demasiado tarde. Me habían descubierto. Me habían encontrado. Había caído en manos del enemigo. No pude evitar pensarlo por una milésima de segundo: ha sido por tu culpa, Robert. Pero ese pensamiento desapareció tan deprisa como había venido. La linterna volvió a encenderse, el haz de luz me alcanzó y las manos enemigas me cogieron y me levantaron. Eran cálidas y firmes. Más pequeñas que las de Nicolas, pero fuertes.

La luz me dio en la cara y me deslumbró implacable.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? —dijo el hombre—. No llegaste a tiempo a la maleta, ¿no?

¿
Cómo? ¿Estás de broma
?

La voz rió secamente, la luz se apagó y, antes de que pudiera respirar hondo, me vi apretujado en una estrechez agobiante debajo de la chaqueta del uniforme del tal Fritz. Embutido entre la chaqueta y la camisa, respiré el olor del desconocido. Oí palpitar su corazón, con fuerza y sin la menor inseguridad. Se me revolvieron las tripas. Tuve miedo. Habría preferido morir antes de que aquel alemán pudiera hacerme algo.

—Aquí no hay nada —les gritó a sus camaradas, y su voz atronó en mis oídos—. El pájaro ha volado.

Se había quedado conmigo tranquilamente y sin dudarlo. París había sido ocupado. La tienda de los Bouvier había sido anexionada. Y yo era un prisionero de guerra.

Mi nuevo dueño se llamaba Friedrich Ballhaus. Era cabo del ejército alemán, y yo lo odiaba tanto como podía. Lo hacía en la oscuridad mohosa de su mochila, donde me había guardado y donde permanecí hasta que me sacó en marzo de 1941 mientras buscaba un lápiz.

Habían pasado nueve meses desde que me había robado de la verdulería de los Bouvier. Nueve meses durante los cuales tuve mucho tiempo para pensar. Demasiado. Mientras a mi alrededor se disputaba una guerra, en mi vida no pasó nada.

Pasé las horas atormentándome con la pregunta de si los Bouvier habrían conseguido salir a tiempo de París, antes de que Friedrich y los otros
boches
llegaran. Me preguntaba si Marie habría tenido a su hijo durante la huida, si Robert y Nicolas habrían conseguido vencer juntos al dragón de Borgoña. A aquellas alturas ya sabía que, además de Francia y Alemania, también participaban en la guerra los ingleses. ¿Qué le ocurriría a Alice, que estaría pasando por una segunda guerra, cuando la primera ya se lo había arrebatado todo? ¿Cómo le iría? ¿Y los Brown? ¿Habrían oído hablar en Nueva York de esa guerra que aquí lanzaba tantas vidas por la borda? ¿Y el iracundo Leo? Por aquel entonces ya tendría la edad a la que los jóvenes tenían que ir a la guerra; carne de cañón los había llamado Nadine. ¿Qué habría sido de él? ¿Qué les habría hecho la guerra a las personas que yo quería?

Nunca lo sabría. Esa era la única certeza que tenía, y no aliviaba mi cautiverio.

Me acostumbré a la soledad —¿acaso tenía elección?—, pero no era la soledad tranquila de una buhardilla ni la soledad silenciosa de una vitrina librería. Era una soledad en la que resonaba permanentemente la inquietud, puesto que podía oír con toda claridad lo que ocurría alrededor. Y no me gustaba lo que oía.

Aprendí a distinguir por los sonidos las costumbres del cuartel, el toque de diana, el silbato para presentarse, formar, inspección de dormitorios, retreta. Aprendí a diferenciar las órdenes, también las voces de los que bramaban a todo volumen y hacían suponer que todos los alemanes eran sordos. El tono, que sofocaba de raíz toda intimidad, toda humanidad, y obligaba a los soldados a funcionar como máquinas, me resultaba tan ajeno y repugnante que prefería permanecer inadvertido en la oscuridad a percibir aún más de cerca esa existencia triste y fría.

Cuando los soldados estaban solos, bromeaban y reían. Eso también me extrañó. ¿Qué clase de personas eran, que viajaban a un país extranjero, dejaban a su paso una estela de desolación y estaban tan contentos?

Friedrich compartía el dormitorio con otros once soldados. Cuando habían tenido permiso de salida por la tarde, pronunciaban discursos fanfarrones. Ya les enseñarían ellos a ese Tommy, decían entonces, y al ruso también le darían lo suyo, pero no me gustaba el tono de esas fanfarronadas.

Durante todo ese tiempo quizá vi la cara de Friedrich en dos ocasiones. Solo lo conocía por su olor y su voz, y sé que no hay que formarse un juicio precipitado de las personas. Pero no lo tragaba. No quería tragarlo.

Había ocurrido tal como los Bouvier y los demás habían temido: los alemanes lo habían conquistado todo y se servían de Francia a su antojo, sin preguntar ni pagar. Friedrich había llegado y se había servido, sin preguntar ni pagar. Y seguramente cada día hacía lo mismo, en otras tiendas y en otras casas. Podía imaginarlo vívidamente.

Friedrich encarnaba todo lo malo que tanto había asustado a mis amigos franceses. Era uno de los muchos soldados de uniforme gris verdoso, una pieza de una estructura peligrosa con muchas cabezas y sin cerebro, y se comportaba como tal: cuando saludaba a un oficial, gritaba bien alto con una voz carente de humanidad el único saludo válido: «Heiljitla». A saber qué significaba.

Puse todas mis esperanzas en que sucediera algo que me liberara de la situación forzosa en que me encontraba. Un traslado, un movimiento de tropas, un accidente… Algo. La idea de que mi dueño fuera un alemán me resultaba horrible.

Friedrich abrió la mochila, en la que no había mirado desde hacía meses, y metió la mano dentro buscando algo a tientas:

—¿Dónde está el lápiz de la puñeta?… —murmuró, y su mano me rozó la oreja izquierda.

Se detuvo un momento, asombrado, volvió a tocar y luego me sacó a la luz del día. Cegaba. Vi la cara de Friedrich.

—Vaya, ¡todavía estás aquí! —dijo.

Efectivamente. No tengo la costumbre de irme corriendo
.

—Me había olvidado de ti.

Me puso a su lado, encima de la cama, y siguió rebuscando.

—¡En algún sitio tiene que estar el maldito lápiz! —renegó en voz baja.

He estado todo este tiempo sentado encima
.

—Ah, ya lo tenemos.

—Ahora escribiremos a casa, amigo mío —dijo—. ¡Mi Marlene se quedará con la boca abierta!

No soy tu amigo. Y mi casa ya no existe. Tú la has destrozado
.

—Le escribiremos una carta de amor.

Agucé los oídos.

¿
Una carta de amor? No me hagas reír. ¿Y qué piensas poner
?

—Y le escribiremos que vaya calentando la cama —prosiguió, y su voz sonó realmente alegre.

Curioso. Hasta entonces no se me había ocurrido pensar que los alemanes escribieran cartas de amor. No me entraba en la cabeza que aquellos hombres tuvieran esposa y familia, que tuvieran un hogar, ni que imaginaran siquiera qué era el amor. La vida que llevábamos allí era tan degenerada que no había sitio para el amor.

Aproveché la ocasión para echar un vistazo a mi alrededor. Friedrich ocupaba una cama estrecha de campaña; encima de la manta gris estaba la chaqueta de su uniforme y la gorra, y había una fotografía al lado de la almohada. Marlene, concluí con agudeza. Hay que reconocer que era atractiva. Verdaderamente guapa.

También tuve ocasión de observar con detalle al tal Fritz. No era un gigante rubio, sino más bien bajo, y empezaba a echar barriga. Tenía los ojos verdes, que desaparecían detrás de unas pestañas espesas. En la mejilla derecha tenía un hoyuelo. Tuve que reconocer que no parecía un monstruo.

Friedrich me apartó a un lado, se tumbó boca abajo y preparó el lápiz. Susurró en voz baja cada una de las palabras que ponía sobre el papel con su letra enrevesada.

Marlene, amor mío. ¡Lee y sorpréndete! ¡Voy a verte!

¿Amor mío? Seguí escéptico.

Nos retiramos; nuestra unidad sale pasado mañana de París, Además, ya han aprobado mi permiso, aunque en el contingente de permisos yo era el número 117. Ocho días a partir del 10. No puedo describirte lo contento que estoy porque por fin podré volver a estrecharte en mis brazos, Aquí, en París, no tengo demasiadas cosas que hacer, Estará bien ponerse otra vez en movimiento. ¿Cómo van las cosas en Colonia? ¿Os visita Tommy a menudo? ¿Tú también me echas mucho de menos? ¿Cómo está la tía Lottchen? ¿Ves a Franziska? A veces me preocupo por mi querida hermanita, Bueno, ya me lo explicarás todo con pelos y señales cuando esté contigo, Oh, qué contento estoy, Serán ocho días fantásticos, Intentaré comprar alguna especialidad francesa para que podamos celebrarlo como es debido, También tengo una sorpresa especial para ti: Ole, Le hace muchísima ilusión conocerte y te manda un beso cariñoso, Yo te doy un beso suculento en tu preciosa boca roja.

Paró un momento y luego añadió con decisión:

Tu maridito con amor

Giró para ponerse boca arriba, me cogió con las dos manos y me sostuvo en lo alto:

—Esa preciosa boca roja. ¡Es lo que más ilusión me hace, Ole!

Y, de pura alegría, me estampó un beso en la nariz.

Fue demasiado para mí.

Primero me había visto obligado a pasar meses en la oscuridad, en una mochila con olor a moho, y luego, de pronto, aquel absoluto desconocido me besaba en la cara. Mi enemigo, el ladrón de osos, el hombre del que había huido la familia más amorosa que conocía, el hombre con la voz metálica cambiaba repentinamente de tono. Hablaba de amor. ¿Esa palabra en su boca? Me pareció un sacrilegio. Además, ¿desde cuándo yo me llamaba Ole? No recordaba que hubiéramos intimado tanto como para buscarme un nombre.

—A partir de ahora te llamarás Ole. Ole. ¡Olé!

Rió loco de alegría, sus ojos de color verde claro se estrecharon y sus mejillas se elevaron.

Me había quedado totalmente perplejo, y así seguí durante un buen rato.

¿Quién era ese Friedrich?

Pocas semanas después sucedió lo que un año antes quedaba fuera de toda imaginación: viajé a Alemania. A la Alemania nazi, el país donde vivía el malo… y Marlene.

No sé cómo me había imaginado Alemania. Probablemente como un país donde las fábricas de bombas se alzaban unas pegadas a otras, donde había más aviones de caza y tanques que personas, todo frío y gris. Estaba preparado para lo peor y dispuesto a que me pareciera tan horrible como el hecho de que me llevaran a la fuerza a tierra enemiga. En cualquier caso, no había contado con Marlene ni con todo lo que ocurriría después.

Marlene era mucho más guapa que en la fotografía. Pero quizá se debía a que estaba radiante de alegría cuando la vi por primera vez. Friedrich me sacó torpemente de la mochila. Cuando se dispuso a entregarme, ella estaba estirada en el sofá. Tenía el pelo revuelto, los labios con el carmín corrido, la blusa desarreglada, la costura de las medias de seda torcida. Sonreí contra mi voluntad. Toda su personita ofrecía una imagen magnífica de la alegría del reencuentro.

—Dios mío, ¡qué contenta estoy de que estés aquí! —dijo, seguramente por décima vez, y miró a Friedrich con ojos radiantes. Noté que decía la verdad.

Su mirada se posó en mí.

—¿Qué es?

—Soy Ole —dijo Friedrich, cambiando la voz para que pareciera un gruñido—. ¡Olé!

Era como un crío pequeño. En aquel momento, no se percibía nada del soldado Ballhaus.

—Por Dios, ¿ese es Ole? Ya me preguntaba yo qué pájaros tendrías en la cabeza cuando me escribiste la última carta.

—Quiero acurrucarme a tu lado —siguió diciendo con su voz de Ole, y me apretó la nariz en el cuello de la mujer.

—¡Eres muy efusivo! —dijo ella riendo, y me cogió.

Soy más bien reservado
.

—Es francés —dijo Friedrich.

Soy inglés
.

—¿De dónde lo has sacado?

—Botín de guerra. Todo lo demás se lo habían llevado los franceses.

—¿Qué? ¿Lo has robado? ¡No lo dirás en serio! ¡Seguro que ahora hay una pobre niña que se siente terriblemente infeliz!

Es un niño
.

Marlene puso cara de espanto, de lo que me alegré mucho para mis adentros.

—Lo habían abandonado. La familia ya se había ido. Habría ido a parar a la basura —dijo Friedrich—. ¿No te gusta?

—Sí —dijo Marlene—. Es una monada. Pero me parece tan triste…

—Estamos en guerra. Probablemente no se puede evitar.

—Aun así, me parece triste. Pero con nosotros estará bien.

Se hizo un silencio, y mi corazón comenzó a titubear.

De pronto era como si existieran dos Friedrich. Friedrich, el soldado alemán obediente, que servía a su patria, que no hacía preguntas y no quería darse cuenta de los horrores que sembraba. Y Friedrich, el renano de carácter alegre, que disfrutaba de los días junto a Marlene, al que le gustaba la comida y cuidaba las flores.

Ya me habían entrado dudas cuando Friedrich escribió la carta. Pero ahora no sabía qué tenía que pensar ni qué tenía que sentir, porque Marlene me había caído simpática nada más verla. Y el otro Friedrich, hasta entonces desconocido, tampoco me parecía mal.

«Dilema» es una forma cautelosa de expresar el estado en que me encontraba.

Los observé, busqué en su comportamiento y en sus comentarios pruebas de su falibilidad, y solo descubrí que su máximo error era ser personas.

Me sentí como un traidor cuando, al cabo de tres o cuatro días, acabé por reconocer que Marlene y Friedrich me caían bien. Así pues, me caían bien dos alemanes. Decir que me caían bien los alemanes sería una simplificación inadecuada y, además, no era verdad. Porque pronto descubrí que hacía mucho que no todos los alemanes eran igual de alemanes. Existían realmente diferencias decisivas. Lo comprendí cuando nuestro vecino Karl Freiberg se plantó un día en el pasillo y fui testigo de una extraña conversación:

—Karl —dijo brevemente Marlene cuando abrió la puerta—. Friedrich no está en casa.

—Entonces lo esperaré un momento.

—Aún tardará…

—Bueno, pero tú y yo podemos tomarnos un copita juntos, ¿no?

Marlene lo invitó a pasar sin decir nada más.

El hombre se sentó en la sala de estar y pidió un Calvados, que Friedrich había traído de Francia. Comenzó a charlar de esto y aquello en tono amistoso, pero Marlene, normalmente habladora, solo contestaba con monosílabos. De repente, Freiberg bajó la voz:

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