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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (24 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Charlaban del tiempo. Allí arriba, en las montañas, el tiempo era todavía más importante que la guerra. También hablaban de la guerra, pero no muy a menudo. De hecho, solo cuando Magnus les hacía una visita.

Magnus era el hermano de Ingvild. Era un hombre delgado, vigoroso, con mucho genio, joven e impetuoso. Magnus, el Grande, siempre lo embarullaba todo. Yo lo apreciaba, como siempre aprecio a las personas que no se doblegan a todo, que luchan por sus creencias con la frente surcada de arrugas de determinación. Ese era un rasgo que echaba de menos con toda el alma en Friedrich, pero pronto me di cuenta de que, en ese caso, el caos que Magnus provocaba era peligroso. Y la vida ya era bastante caótica.

Fue en una de aquellas tardes pacíficas de principios de verano, cuando ya haría unas ocho semanas que estábamos en Gol. Ingvild y Torleif estaban sentados en su banco de madera y callaban en armonía con el silencio. Las gallinas ponían sus huevos por el prado, y yo sabía a esas alturas que Ingvild maldeciría en voz baja al día siguiente mientras intentaba encontrarlos.

El verano se había impuesto finalmente y el sol brillaba casi las veinticuatro horas del día. De noche, una penumbra irreal se posaba sobre la casa y la era, una luz que difuminaba los contornos de las personas, las cosas y los pensamientos. Guri disfrutaba tanto de las noches claras y templadas que no se cansaba nunca. A veces, se dormía en el regazo de su madre cuando se sentaban al anochecer en el banco situado delante de la casa.

Aquella noche, Guri desapareció en el establo, seguramente para maquinar alguna travesura, y me dejó en el banco.

Ingvild me pasó distraída la mano por la piel y me quitó unas briznas de hierba de la barriga, y yo disfruté de aquella forma tranquila de higiene corporal. Torleif fumaba su pipa sin tragarse el humo y seguía con la mirada a las golondrinas, que ejecutaban acrobacias aéreas por encima de nuestras cabezas.

—Por ahí viene Magnus —dijo Ingvild cuando descubrió la conocida figura de su hermano en el sendero que subía del valle.

—Otra vez discordia —gruñó Torleif.

—Magnus tiene mucho genio —replicó Ingvild.

—Sí, que solo le acarrea disgustos.

—Pero tiene buen corazón.

Callaron y esperaron a Magnus.


Hei
, Magnus —dijo Torleif.

—Torleif —dijo Magnus, saludando a su cuñado—. ¿Qué hacen las vacas?

—Muuuuu —exclamó Guri, que en aquel momento llegaba corriendo por la esquina de la casa con los brazos extendidos como si fuera un avión—.
Hei
, tío Magnus.

La aupó y dio vueltas en círculo con ella a cuestas, y ella soltó gritos de alegría.

—Bueno, mi pequeño torbellino. ¿Y qué hacen las gallinas?

—Cocorocó.

—Exacto. Eso es lo que hacen.

—Tendremos que sacrificar a Mulla —dijo de repente Torleif—. No se recupera.

Magnus dejó a Guri en el suelo y miró interrogativo a su cuñado.

Torleif se encogió de hombros.

—¡No! —chilló Guri—. No podéis. Seguro que se curará.

—Guri, ven, tesoro —dijo Ingvild, y atrajo hacia ella a su hija—. Ya sabes que así es la vida. Las personas y los animales nacen y algún día tienen que morir.

—¡Pero Mulla no!

—Sí, Mulla también.

Guri se soltó de la mano de su madre y hundió la nariz en mi piel.

—Mulla no —me susurró al oído—. Mulla no.

Intenté ponerme tierno y suave. Su respiración me hacía cosquillas.

—Iré a verla antes de irme —dijo Magnus—. Prometido.

—Gracias —dijo Ingvild—. Eres muy amable.

—Y ¿qué hace vuestro… huésped? —preguntó Magnus, que remarcó irónicamente la palabra «huésped» después de una breve pausa teatral.

Se refería a Friedrich, lo sabía de sobra. También sabía que Magnus tenía atravesados a los alemanes, ¿a quién podía extrañarle? En sus comentarios reconocí a Nicolas y a Maurice: frases impregnadas de inseguridad y furia, de deseo de sublevación, de impotencia y, para mí, pronunciadas realmente desde el corazón. Friedrich, el soldado del ejército alemán, estaba allí para imponer la voluntad de Alemania a la gente, probablemente no se le podía llamar huésped.

Magnus se disponía a dar rienda suelta a su enfado.

—Voy a ocuparme del establo —dijo Torleif, y emprendió la retirada.

—Nuestro huésped se llama Friedrich —dijo Ingvild quedamente.

—Friedrich, como Federico el Grande. Muy oportuno.

—Magnus. ¿A qué viene eso?

—Quieren quitarnos las radios.

Ingvild calló.

—¿No lo comprendes? Quieren humillarnos. Que no nos enteremos de lo que ocurre en el mundo. Tenemos que ser ignorantes. Tu Friedrich quiere que seas ignorante.

—Él solo cumple órdenes…

—¿Y lo aceptas sin más? ¿De qué lado estás realmente?

—Sabes muy bien de qué lado estoy. Pero Friedrich se aloja con nosotros. Y necesitamos el dinero.

—Lo que dices roza la traición a tu país. No permitiré que mi propia hermana haga causa común con el enemigo.

—No hago causa común con el enemigo. Yo vivo aquí y Friedrich también, temporalmente. Y eso ahora no puede cambiarse.

—Se llama Fritz —dijo Guri.

—Tu Fritz se merece una bala en la cabeza. Igual que todos los nazis —vociferó Magnus.

—Magnus, te prohíbo que hables así delante de mi hija. ¿Qué diantre te pasa?

Ingvild se apartó con energía un mechón de cabellos de la cara, y se volvió hacia Guri.

—Ve a ayudar a tu padre, vamos.

—Pero…

—¡Nada de peros! Andando, que yo tengo que desplumar un pollo con el tío Magnus.

Guri me dejó caer sobre el banco y se alejó poniendo morros y sin parar de protestar.

Magnus no tenía ningún motivo para separar a Friedrich, el hombre, de Friedrich, el soldado de las tropas de ocupación, pero Ingvild había vislumbrado un poco la diferencia. Nunca habría hecho causa común con los alemanes. Los Haugom habían aceptado el acuartelamiento de Friedrich y estaban justificadamente contentos de que no les hubieran metido en casa a un nazi pardo, sino simplemente a un soldado amable. Tenían muy claro que esa amabilidad podía transformarse, más bien pronto que tarde, en castigos terribles con solo pronunciar una frase equivocada. A Ingvild le caía bien Friedrich, el hombre, pero el soldado lo perseguía como su propia sombra. Y a ella le daba miedo. Todavía. Claro.

—¿Por qué no lo dejas ya, Magnus?

—¿Dejarlo? Solo estoy empezando. Nos hemos organizado.

Se me paró el corazón. Se habían organizado. ¿Qué significaba eso? ¿Estaba con los partisanos?

—¡No lo dirás en serio! —exclamó espantada Ingvild.

—Completamente en serio —replicó Magnus.

—No tan alto. —Ingvild miró asustada alrededor.

—¿Dónde está ahora vuestro Fritz? —preguntó Magnus.

—De servicio.

—Entonces no puede oírnos nadie.

—Eso nunca se sabe.

Cierto. Yo oigo muy bien
.

—Tenemos que oponer resistencia. Es nuestra maldita obligación como ciudadanos de este país —prosiguió Magnus con vehemencia.

—Tienes razón —dijo Ingvild—. Pero tú ya sabes con qué se castiga.

—Hace dos semanas, los nazis ejecutaron a tres hombres en una acción de venganza. Los hombres no habían hecho nada —dijo Magnus con voz queda—. No podemos someternos a ese régimen de terror.

Sentí escalofríos. Estaba claro que allí, en la granja, me enteraba de bien poco. Pero sabía que Magnus no había oído mal. Si bien era cierto que habían animado a los soldados a comportarse tranquila y pacíficamente, los hombres de las SS y los oficiales de alto rango también perseguían en Noruega el brutal plan de su Führer de someter al mundo, con los medios que fuera. Si yo hubiera estado en el lugar de Magnus, también me habría rebelado.

—A lo mejor los ejecutó tu Friedrich —dijo Magnus con dureza.

Ingvild calló. No pude ver su cara.

Se me erizaron todos los pelos. Lo sabía, lo había sabido siempre. Los soldados disparan a la gente. Confiar en que otro hubiera cumplido esa orden era absurdo. No cambiaba nada: órdenes son órdenes, así es la guerra.

—¿Tenemos que doblegarnos? —prosiguió Magnus.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Ingvild.

—Lo sabrás a tiempo.

—Nos pones a todos en peligro.

—Pero necesitamos tu ayuda —dijo Magnus, mirándola suplicante.

—¿En qué? —La voz de Ingvild sonó espantada.

—Tú te llevas bien con tu Friedrich. Tienes que sonsacarle información.

—No puedo. Es imposible. Eso es… Él es…

—Ingvild, despierta. Tienes que ayudarnos. ¿O quieres tener que sentirte culpable frente a tu pueblo después de la guerra?

Silencio.

—No —dijo Ingvild pausadamente—, no quiero.

—¿Te has enterado de que los maestros están en huelga? Se resisten a que los alemanes estropeen a nuestros hijos llenándoles la cabeza con sus peroratas nazis. ¿No querrás que Guri acabe así?

—Fritz aprecia a Guri —objetó Ingvild en voz baja, y me cogió en brazos. Me sostuvo como un escudo—. Y ella lo aprecia a él.

—Es uno de ellos. Y a los alemanes no les gustan los niños. Para ellos solo son un medio para alcanzar un objetivo.

Magnus se interrumpió bruscamente al divisar a Friedrich, que subía por el camino a paso ligero.

Tenía la cara roja por el esfuerzo y llevaba la gorra torcida.

—Tenemos que hacer algo —dijo Magnus.

Desde lejos, Friedrich gritó:

—¡Guri! ¡Ingvild, Torleif!

Caminaba ondeando una carta por encima de su cabeza.

—¡Venid! ¡Mirad qué me ha escrito mi Marlene! ¿Os lo imagináis? ¡Voy a ser padre! Voy a tener mi primer hijo. ¿No es fabuloso? ¡Marlene y yo vamos a tener un hijo!

—Voy a echarle un vistazo a Mulla —dijo Magnus, y se fue al establo.

Friedrich no cabía en sí de alegría, y yo no cabía en mí de miedo. Magnus tenía razón, los noruegos tenían que defenderse, igual que se habían defendido los franceses y como haría cualquier pueblo en esa situación. Se trataba de su honor, de su autodeterminación y de su libertad. Nadie puede decidir sobre los demás. Ya seas una persona o un oso de peluche, solo tú mandas sobre tus ideas.

Sin embargo, Magnus también estaba equivocado, había alemanes que querían a los niños, y Friedrich era uno de ellos. Sentía una alegría incontenible y no se había dado cuenta de que había irrumpido con su noticia en un momento complicado.

Había cogido a Guri y a Ingvild de la mano y había bailado con ellas en la era. Había cantado su canción favorita a grito pelado:

Chica, yo soy tu hombre

y por ti corre mi sangre
.

Tuyo será mi corazón hasta el fin
,

porque eres mi vida, mi chica del Rin
.

Le corrían lágrimas de alegría por las mejillas, y hubo paz por un momento.

Torleif había meneado bondadosamente la cabeza y había sacado una botella de Gammel Dansk de un escondite para celebrar el día. Magnus se había ido por el prado sin despedirse. Yo apenas soportaba la tensión. La alegría por el aumento de la familia quedó solapada por el miedo a que pudiera ocurrir algo terrible. No es fácil agitar el corazón de un oso de peluche. Pero había comprendido que se avecinaba un peligro.

Tanto daba cómo se comportara Ingvild: la catástrofe estaba programada. Temí que Magnus planeara algo peligroso, y aún temí más que Friedrich se oliera algo.

¿Qué ocurriría entonces?

Si Friedrich cumplía con su deber y delataba a la familia ante el sargento mayor de su compañía, eso significaría la pena máxima. La resistencia y la colaboración con la resistencia se castigaban con la pena de muerte, eso ya lo había entendido. Si callaba, se convertía en cómplice y lo acusarían de alta traición. Por más vueltas que se le diese, el plan de Magnus era letal para todos, de una manera o de otra.

La situación era espantosa.

Todos los días esperaba que Friedrich llegara tarde a casa y no tuviera ocasión de hablar con Ingvild. ¿Acaso no sería lo mejor para los dos? Él no sospecharía nada y ella no se enteraría de nada que pudiera transmitir.

Sin embargo, mis esperanzas no se cumplieron.

Magnus venía con regularidad. Sus visitas no llamaban la atención a los soldados alemanes, puesto que nunca venía sin motivo: una vaca que paría, una rastra que se atascaba, un burro que se sublevaba. Pero nunca desaprovechaba la ocasión para lanzarle una mirada más que elocuente a su hermana, a la que ella respondía con un movimiento de cabeza afirmativo. Estoy en ello, significaba, puedes contar conmigo.

Con todo, los hermanos siempre acababan discutiendo porque la presión era insoportable para ambos, y más de una vez fui testigo de esos enfrentamientos. Estaban en la cocina oscura, donde olía a fuego y a arroz hervido, y se miraban con ojos iracundos.

—¿Qué planean? —preguntó Magnus.

—No lo sé.

—No quieres decirlo.

—Magnus, no lo sé. Casi no tenemos ocasión de hablar. Quizá Fritz sospecha algo. No me he enterado de nada.

—¿Has preguntado?

—Y qué quieres que le pregunte: Perdona, Fritz, ¿qué nido de agitadores pensáis desarticular esta vez? Y a qué hora, si se me permite la pregunta, solo por curiosidad. Fritz no tiene ni idea. Está en la tropa de reparaciones, no en la Gestapo.

—No quieres ayudar. Tienes miedo.

—Sí, tengo miedo. ¿Vas a prohibírmelo? Intento ayudar como buenamente puedo.

—No nos dejes en la estacada, hermanita —dijo Magnus—. Tenemos que estar unidos.

—Yo nunca dejaría a mi familia en la estacada.

—Lo sé. Perdona. Tengo los nervios de punta.

—Yo también.

Magnus la abrazó para despedirse y se fue cruzando la era.

—¿Pasa algo? —preguntó Friedrich, que había aparecido inadvertidamente en la puerta de la cocina.

Ingvild y yo nos sobresaltamos espantados.

Concededme un deseo, solo un deseo, y todo irá bien
.

—Oh, nada —dijo Ingvild, y se pasó el dorso de la mano por la frente—. Otra vez nuestra madre.

—Ajá —dijo Friedrich, escrutando a Ingvild con la mirada. Largamente.

Ella se volvió y se ocupó de la mantequera.

—Me llevo a Ole, ¿de acuerdo? —dijo Friedrich, y me cogió del banco de la cocina.

Cuando ya casi había salido, se volvió de nuevo hacia Ingvild:

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